Saturday, October 15, 2005

GABRIELA MISTRAL Y LOS MAESTROS DE MÉXICO.

Por Waldemar Verdugo Fuentes.
Derecha: Gabriela Mistral y Maestros de México, 1923.
 Primera fila en orden acostumbrado: Ricardo Gómez Robelo, Roberto Montenegro, Antonio Caso, Alfredo L. Palacios, la Mistral, Carlos Pellicer y Julio Torri. Atrás: Alfonso Reyes, Francisco del Río, Alberto Vázquez del Mercado, Palma Guillén, el reformador José Vasconcelos,
y Manuel Gómez Morín. Foto atribuida a Gabriel Figueroa.
Abajo: Gabriela Mistral, cónsul de Chile en México.

RESCATE FOTOGRÁFICO
EFECTUADO DURANTE LA INVESTIGACIÓN REALIZADA EN MÉXICO
Fotos en Papel Vegetal donadas por el autor de este trabajo a DIBAM Chile, para uso público. Año 2003
 
Restauración Fotográfica:
Julio Devia Hernández, Cartagena, Chile.

1: Palabras Iniciales.
2: Una Persona de Fe Enorme.
3: ¡América, América!
4: Breve Noticia de los Maestros Revolucionarios.
TODOS SOMOS ADULTOS
5: Frases de Discusión de los Maestros.

Temas y Escritos de Gabriela Mistral tratados, en casos fragmentos de:
Sé que también amaré a la muerte. Paisaje del Valle de México. El maguey. Escribió Octavio Paz. Escuela Francisco I. Madero. Las misiones rurales. Hacia La Sierra. El Indio. Sencilla Exposición. Colaboración de Ministerios. El Cuerpo Azteca y Maya. Transformación de Normalistas. Vida Común. Haciendo Una Civilización Rural. Imagen de la Tierra. Recado a Lolita Arriaga. Silueta de la India. Recuerda Humberto Díaz-Casanueva. Escriben de ella Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Katherine Anne Porter, Miguel Ángel Asturias. Dice Guadalupe Amor. Pequeños Relieves. Cuando Esté Ausente. Dietas o Sueldos de Congresales. La Ciudad Futura. Escribió Katherine Anne Porter. Grandeza de los Oficios. Una Puerta Colonial. En la Otra Orilla. José Vasconcelos y su proyecto educacional. Por la meseta de México. Mitla. Imagen y Palabra en la educación. Recuerdos de Emma Godoy. La Palabra Maldita. Oración de la Maestra. "Vizcaíno" su chofer en México. Dice Juan José Arreola. Quetzalcóatl. Tlaloc. A la Madre Mexicana. El Grito. Himno Matinal. El Ixtlazihuatl. La Extranjera. Himno al Árbol. Sol de Trópico. Las Grutas de Cacahuamilpa. La Palmera. Los Que No Danzan. Las Jícaras de Uruapan. El Órgano. Meciendo. Canción Amarga. Don Vasco de Quiroga. Fray Bartolomé. Silueta de Sor Juana Inés. Elogio de la Canción. El Maíz. A Amado Nervo. Recado Sobre Michoacán. Yin-Yin. Apegado a mí. Envío.

LA INVESTIGACIÓN PARA ESTA OBRA FUE FINALIZADA CON LA BECA DE CREACIÓN LITERARIA DEL CONSEJO NACIONAL DEL LIBRO Y LA LECTURA DE CHILE, 2001.

PRIMERA PARTE

GABRIELA MISTRAL
Y LOS MAESTROS DE MÉXICO
(Primera de Tres Partes)

“La presencia de Gabriela Mistral en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria: son las dos grandes poetisas de nuestras tierras. Mejor dicho de la lengua española”. (Octavio Paz)

Por Waldemar Verdugo Fuentes

PRÓLOGO
Gabriela Mistral fue una criatura errante. Sirvió a Chile en el extranjero, haciendo mejores los pueblos donde llegó. Aquí se habla de su trabajo en México a partir de 1920, cuando es invitada a integrarse con los maestros de la entonces joven Revolución mexicana. Después escribirá: "Nada de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también". En 1990, en su elogio a la escritora llamado “El Pan, la Sal y la Piedra”, el Nobel mexicano Octavio Paz escribiría: “La presencia de Gabriela Mistral en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria: son las dos grandes poetisas de nuestras tierras. Mejor dicho de la lengua española.”

   Los escritos de Gabriela Mistral a México aquí incluidos en forma parcial o versión completa, según se presentan, corresponden a una selección de lo que ella escribió del país. Debo agradecer a las personas que accedieron a compartir su vivencia dando cauce al material inédito consultado para este libro, en especial a su albacea Doris Dana. Así como a la memoria de María Dolores “Lolita” Arriaga, a quien la Mistral dedica uno de sus Recados, gracias a sus recuerdos confiados al profesor Rubén Vizcaíno Valencia, reconstruyendo un episodio muy delicado ocurrido en Francia e Italia cuando la Nobel presidía el Instituto Cinematográfico Educativo enviada por la Liga de las Naciones, hoy Naciones Unidas. La maestra Palma Guillén, secretaria durante muchos años de la Nobel, nos permitió consultar las referencias en su poder. Debo agradecer la disposición siempre atenta del maestro Federico Hernández Serrano, director del Museo de la Ciudad de México, que fue amigo de la autora chilena; así como a los escritores Elías Nandino y Juan José Arreola, con quienes viví momentos de buena comunión cuando la recordaban. Debo agradecer a Hilda O’Farrill de Compeán, que me incentivó a realizar la investigación relacionada con la amistad de la Mistral y José Vasconcelos, fragmentos que publicó en revista Vogue en 1982; así también al equipo editorial del suplemento Sábado del diario unomásuno, que publicaron en 1988 otros cuatro fragmentos de este trabajo, y, al citado profesor Rubén Vizcaíno Valencia, director de Extensión Cultural de la Universidad Autónoma de Baja California Norte, que en Veracruz durante su juventud fue chofer de la Mistral un tiempo no corto, quien publicó en 1989 fragmentos en varios números del suplemento cultural Identidad de El Mexicano. Asimismo a las maestras Emma Godoy y Guadalupe "Pita" Amor, dos de sus amigas que aquí nos comparten sus recuerdos. Debo decir que la maestra Godoy, cuando fui a hablar con ella, me dio copias de diversos recortes periodísticos, incluso algunas escritos “brotados de mi memoria de Gabriela", y que fueron de gran utilidad para rescatar sucesos. Con "Pita" Amor, en cambio, tuve diversas oportunidades para que nos compartiera sus recuerdos de una época en que, siendo ella compañera de Pablo Neruda que vivía entonces en México, la Mistral debió ser rescatada desde altamar y permaneció un tiempo en Veracruz, donde llegó a visitarla acompañando a Neruda al igual que Diego Rivera, Frida Kahlo, Alfonso Reyes, José Vasconcelos... los maestros de México.

   También agradezco los recuerdos que compartieron con nosotros los escritores chilenos Luis Humberto Casanueva y María Urzúa, que fue su secretaria en Petrópolis, Brasil, donde ocurrió el suceso desgraciado que dejó a la Mistral definitivamente sola.

   En particular, aquí he intentado rescatar aspectos del quehacer diario de la Mistral que solucionaba problemas de comunidades enteras con su sola firma, no dejando nunca de predicar que la solución a los problemas del mundo estaba en el buen cumplimiento del oficio. Ahora este escrito es del lector, para quien, en fin, se ha conjurado.

El autor.
 

GABRIELA MISTRAL Y LOS MAESTROS DE MÉXICO.
Primera Parte

Cuando Gabriela Mistral llega a México, en antiguas fotos rescatadas la vemos rodeada por maestros de la entonces joven Revolución Mexicana de 1910: Primera fila en orden acostumbrado: Ricardo Gómez Robelo, Roberto Montenegro, Antonio Caso, Alfredo L. Palacios, la Mistral, Carlos Pellicer y Julio Torri. Atrás: Francisco del Río, Alberto Vázquez del Mercado, Alfonso Reyes, Palma Guillén, José Vasconcelos, Secretario de Palacios y Manuel Gómez Morín. (Foto atribuida a Gabriel Figueroa). La vemos en la Escuela Francisco I. Madero del D.F. rodeada de las maestras Elena Torres, María Dolores “Lolita” Arriaga, Palma Guillén… con quienes recorrió el país. Se la ve junto al maestro Alfonso Reyes o rodeada por niños en la escuela que lleva su nombre en Veracruz, durante su última estancia en el país. Luego dirá: “En México siempre aprendí más de lo que pude enseñar”.

   A los 33 años, cuando Gabriela Mistral decide francamente vivir errante, hasta "morir en tierra extraña de muerte callada y extranjera", su poesía ya se había difundido en México. En especial sus rondas y versos, para exaltar las virtudes infantiles, además de esos, sus sentidos sonetos a la muerte como dadora de vida: de inmediato sus raíces le crecían donde llegaba, le brotaban con pasmosa facilidad. Hasta entonces fue una maestra rural del campo chileno empeñada en una lucha quijotesca, única: enseñar las primeras letras a cuantos se pudiera, lo que era, sin ella haberlo palpado, el alma misma que inflamaba ese gran aliento que era entonces la joven revolución mexicana. Así es: al llegar a México se encontró con muchos maestros que practicaban su quehacer solitario del sur.

   A comienzos del siglo XX nuestros países de América estaban sumidos en el analfabetismo; sólo a partir de la revolución mexicana se iniciaron las campañas masivas para acabar con el flagelo, hasta entonces enfrentado solo por mentes preclaras como la de Mistral, que en México se inundó de "tremenda hermosura". Volvería muchas veces y nunca dejaría de sentirse encantada en el país, que la acogió de inmediato. A ella en México la conforta esa "sencillez absoluta, una sencillez afectuosa que es la virtud más rara de encontrar... Alabé a Dios y bendije con todo mi corazón a esta tierra ajena que me da semejante paz”. Para ella, México no era un país, era un destino, era un clima y un panorama que la hizo feliz.

   Gabriela Mistral nació en la aldea de Montegrande del Valle del Elqui, al norte de Chile, el 7 de abril de 1889. Se convierte en un personaje de la cultura chilena a partir de 1914, cuando le otorgan a sus "Sonetos de la muerte" el Premio Literario de los Juegos Florales de Santiago, que revela sin dudas su presencia colosal. Desde un comienzo ella nombra sin temor a la muerte, en un continente en que los escritores se refieren a ella sólo en susurros. Porque este desenfado, este sentido de familiaridad con que el mexicano trata a la muerte, esta suerte burlona, esta conformación singularísima de los pueblos más antiguos de la tierra, a la Mistral le era también natural. O sea, desde antes, existía en ella ese carácter de confianza con el más allá. Cuando llega escribe Sé que también amaré a la muerte, que pertenece, por derecho propio, a esa cierta intimidad que unió a esta mujer con el alma mágica del pueblo mexicano. Es cuando asegura, y acierta:

   "No creo, no, que he de perderme tras la muerte.

   ¿Por qué me habrías henchido Tú,

   si había de ser vaciada y quedar como las cañas exprimidas?

   ¿Para qué derramarías la luz cada mañana sobre mis sienes y mi corazón,

   si no fueras a recogerme como se recoge el racimo negro,

   melificado al Sol, cuando ya media el otoño?

   Ni fría ni desmorada me parece, como a los otros, la muerte.

   Paréceme más bien un ardor, un tremendo ardor,

   que desgaja y desmenuza las carnes,

   para despeñarnos caudalosamente el alma.

   Duro, ocre, sumo el abrazo de la muerte.

   Es Tu amor, es Tu terrible Amor. ¡Oh Dios!”

   El lazo afectuoso con México lo inició ella epistolarmente, cuando, a los quince años, escribe a Amado Alonso y a Alfonso Reyes, a quienes envía sus modestas primeras publicaciones en los periódicos del Valle del Elqui; los escritores de inmediato la apoyan, difundiendo su obra sin obstáculos. En 1922 recibe una invitación para trabajar en el país.

   Le escribe el reformador José Vasconcelos:

   “Si yo siguiera diciéndole todo lo que México siente y todo lo que espera de usted, no terminaría nunca: Usted misma va a mirar otras cosas que tal vez nosotros no hemos visto y usted no se sentirá cohibida para decirnos su pensamiento, porque por encima de sus sentimientos, de su cortesía, están sus deberes de maestra que dice la verdad conforme a su limpio corazón”.

   Antes de llegar, ella tenía amigos en el país. Así, luego de ejercer su ministerio en aldeas del norte de Chile y en los poblados más extremos del Sur, luego de una lucha quijotesca por enseñar las primeras letras en los villorrios de la cordillera y de la costa chilena, siendo directora de un liceo de niñas en el propio Santiago, decide dejar todo atrás, y ya no volverá sino en fugaces oportunidades. Explica:

   “A Chile le sirvo tanto o más fuera que adentro”.

   Llega a México destinada a cumplir labores educacionales, pero irá, si es posible, más lejos aún: se empapa del país, de las personas, de la naturaleza vegetal; lo transita en trenes de locomotora a vapor, silenciosa, entre los revolucionarios, recorre los campos en carreta tirada por caballos y se va quedando en los pueblos, sube como en peregrinación a las comunidades altas de Oaxaca. No tenía horror al vértigo y cruza el país en los primeros aeroplanos, henchida de luz de la Alta Meseta, plena del color verde de las secretas profundidades del Norte de América.

   Fue una criatura vagabunda, que tiene muchas patrias adoptivas, nunca interesada por crear un hogar definitivo. Así, llega a México tal cual llegaba a un pueblo más, con sobriedad, envuelta en largas vestimentas, con una valija frágil de efectos personales y un baúl repleto de libros, lápices y papeles.

   Contribuyó decididamente a la reforma de la educación que implantaba Vasconcelos, y que luego había de extenderse a toda América. Esta experiencia, como lo narra ella, era inédita. Y se entregó a su trabajo por entero. Se le debe, en especial, la redacción de muchas nuevas modalidades, como la Ley de Jubilaciones de los Maestros rurales, luego comprendida y adoptada por el resto de nuestros países latinoamericanos.

   En magnífica errancia vivirá en una decena de países, a los que retornaba una y otra vez. En cinco visitas, en México vivió poco menos de una década. A comienzos de 1922 escribe (para "El Mercurio" de Santiago de Chile):

   "Este paisaje del Valle de México es cosa tan nueva para mis ojos, que me desconcierta, aunque el desconcierto está lleno de maravillamiento. Yo he vivido muchos años en paisajes de montañas; pero de montañas agrias, en ese que yo he llamado paisaje hebreo por la terquedad y la grandeza hosca.

   También aquí me ciñe un abrazo de montes; pero, ¡qué diversos! La meseta del Anáhuac tiene, como se sabe, una altura media de 1.800 metros sobre el nivel del mar. Sus cumbres, el Popocatépetl, el Iztaccihuatl y el Ajusco se elevan sobre ella, más no dan esa impresión de formidable muro, que es nuestra cordillera en Santiago: están aisladas, y su altura de más de 5.000 metros, queda así muy disminuida, vista desde la meseta. Son cumbres dulcísimas, de una línea depurada, como   hecha por la mano de Donatello. Muy dulces. Nos levantan sobre la meseta faldas anchas y poderosas.

   Varias líneas de lomajes y cerros velan sus asientos y aparecen solamente las cumbres buriladas contra el azul.  Es la palabra, buriladas. El Dios que hizo estas montañas no es el Jehová potente, ni siquiera el Dios cuya mano enérgica amasó Rodin; este es un Dios que hace su tierra con dedo acariciante, y yo he recordado, mirando esta naturaleza, el elogio que Anatole France hiciera del paisaje de Florencia. No me dan la visión de cordillera ni de la gran Sierra que ellas son; me parecen estas montañas obras de arte, en vez de creaciones de la feroz naturaleza.

   La que más amo es el Iztaccihuatl, o sea, La Mujer Blanca. Línea a línea, es una mujer tendida y vuelta al cielo. Tiene una elevación como de pierna recogida, y otra menor que simula el pecho. La blancura de su nieve eterna (aquí lo de eterna es verdad) aumenta la visión deleitosa.

   Mi casa de Mixcoac (alrededores de México) queda frente a ella. La saludo al abrir mis ventanas como a mi diosa tutelar. Cuando no tiene su espesa superposición de nubes, ¡qué dulces suben de ella las mañanas!

   El cielo de México es maravilloso. Generalmente está límpido, en las primeras horas del día; pero mantiene siempre las nubes en los bordes del horizonte, descansando sobre su línea de cumbres.

   A medida que avanza el día, el cerco blanco se va subiendo al fin, se estrecha y se oscurece y empieza la lluvia de todas   las tardes.

   Es una lluvia ligera y breve. Ella es el eco debilitado de tempestades lejanas. Deben ser las tempestades hermosísimas y terribles en la línea de las montañas. Alcanzan al centro del valle sólo sus ecos, sus ecos.

   La lluvia cotidiana es una de las bendiciones de Dios para esta tierra. Aunque jamás se siente en la meseta un calor intenso, es necesaria y deliciosa a la par. Hacia las seis o siete de la tarde ya ha cesado, y sube la exhalación de la tierra, en un vaho de frescura. Se hizo la desecación de los lagos que rodean a México. Según algunos, la desecación era natural y solamente se apresuró. La arena que vino a cubrir una gran extensión de terreno, vuela sobre la ciudad en un polvo menudo que esta lluvia aplaca, devolviendo al horizonte la nitidez que tiene y que es para mí el mejor atributo del paisaje. Dije que el cielo era maravilloso. No le he visto aún las tardes ricas de color de que me hablan los mexicanos, y que vienen con el invierno. La hermosura del cielo es para mí la de su infinita extensión y la de sus anchos juegos de nubes.

   Como no hay esa muralla épica de nuestra cordillera, que disminuye el horizonte, este cielo mexicano es vastísimo. Las nubes son dilatadas y ligeras y tienen como mayor movilidad, como menor espesura que las de nuestro cielo del Sur. Tejen allá arriba un universo fantástico que yo suelo seguir una   tarde entera desde la azotea de mi casa. Son juegos graciosos e infinitos. Es un avance hacia la mitad del cielo, y que termina con esa lluvia de todas las tardes.

   No he visto muchas noches despejadas. Al revés de lo que pasa en nuestra zona, estas noches vendrán con el invierno... Mi fiesta cotidiana es la de la luz de la meseta. En los primeros días fue para mí una especie de éxtasis ardiente que sucedía al éxtasis del mar. Aunque entrecerraba mis ojos la luz por su crudeza, yo la recibía como debieron hacerlo los aztecas, místicamente. Era la compañera de mi infancia, perdida tantos años y que vuelve a jugar conmigo...

   El valle en que nací la tiene semejante, y yo le debo mi rica sangre, mi férvido corazón. Mis años de tierra fría fueron un largo castigo para estos ojos, los acostumbrados a beberla y a vivir de ella, como se vive del sustento. La he recuperado aunque sea por un tiempo y dejo que me riegue largamente. No querría perderla ni una sola mañana. Canta en mi pecho y en mis venas. La estoy alabando siempre, con una exaltación que no pueden explicarse las gentes mexicanas que nunca conocieron la tristeza desolada de la tierra austral.

   Yo he apreciado aquí en todo su valor la importancia de una temperatura privilegiada. Solía decir en Punta Arenas que su horrible frío era una desventaja moral: me hacía egoísta; vivía yo preocupada de mi estufa y de mi carne entumecida... En La Habana viví cuatro días exclusivamente ocupada de matar el calor, de disminuirlo siquiera, con mala fortuna, por cierto. En México puedo ocuparme de todo y no sólo de mi misma. La actividad no se resiente como piensan algunos por la dulzura del clima; para los pobres que no tienen ninguna forma de felicidad mundana, se me ocurre que este solo clima suavísimo debe serles una forma de dicha. Corrijo, sin embargo, mi pensamiento: los que han nacido aquí no pueden sentir en esto lo extraordinario que yo encuentro, y que llega a producirme ventura.

   De la dulzura de las cumbres y del cielo bajan los ojos a la del Valle. Esta palabra valle la adopto sólo por respeto a la geografía oficial. El Anáhuac no es lo que nosotros llamamos en Chile un valle. Le sobra extensión para ello: es más bien un llano dilatadísimo, de una línea horizontal casi perfecta.

   Es un paisaje suavísimo, como un juego delicado de las arcillas que durante siglos las vertientes de las montañas han ido depositando. En torno de la ciudad de México hay campos, campos extensos, cubiertos de pastos y de árboles aislados, grandes fresnos, graciosos chopos y huejotes (árboles muy parecidos a nuestro esbelto álamo). Todos estos árboles me hacen recordar los de Corot, elegantes y sobrios como figuras humanas.

   No es nuestro campo quebrado, con hondonadas donde los matorrales dan una ilusión de grutas sombrías y frescas. La planicie es perfecta y la luz lo baña todo. Los solares rurales están separados unos de otros por líneas extensas de magueyes, la planta característica de la región, la cual merece que yo, mala descriptora siempre, procure sin embargo describirla, porque vale el esfuerzo... El Maguey parece una exhalación de la tierra, un ancho suspiro, basto como un surco. Todo él está hecho de fuerza en la reciedumbre de las hojas inmensas y de las puntas zarpadas.

   Suelo sentir las plantas como emociones de la tierra: las margaritas son sus sueños de inocencia; los jazmines son un agudo deseo de perfección. Los magueyes son versos de fortaleza, estrofas heroicas.

   Nacen y viven a flor de tierra, mejilla contra mejilla con el surco; no se elevan rectos como el cirio del órgano; caen hacia los lados para acariciar la gleba con una caricia filial.

   Carece el maguey de ese tallo inferior, espiritualización de la planta, que le hace más criatura del aire que del suelo y que le da la idealidad que pone el largo cuello en la mujer. ¡Es toda la planta como una copa dura y potente, donde puede caber el rocío que baja sobre toda la llanura en una noche!

   El ardor no le deja cuajarse aquel verde joven, matiz de enternecimiento, que tienen las hierbas. Su color es un amoratado que en los atardeceres se adensa. Dominan entonces en el paisaje mexicano esta mancha morada de los plantíos de magueyes y ese como derramamiento de violetas de las montañas lejanas.

   El maguey es para el indio como la palmera para el árabe, fuentes de dones innumerables. Sus hojas inmensas pueden hacer la techumbre de su casa; sus fibras le dan dos formas de servicio; el hilo duro con que teje esa red de color de miel que el indio lleva sobre la espalda y que entrega las jarcias más recias, y esa otra hebra delicada que es la seda artificial.

   Da, además, con la herida que puede hacerse en su corazón, el aguamiel, que cuaja en una azúcar cándida...

   Este es, simplificadísimo, el paisaje del Valle de México: suma suavidad y también suma sobriedad. Hay que salir de la meseta, según me aseguran, para encontrar el paisaje agrio y exuberante".

   Octavio Paz, Premio Nobel de México, en su texto "El Pan, la Sal y la Piedra", 1990, escribe: "Hoy se lee poco a Gabriela Mistral, su obra no padece en el purgatorio de la literatura, sino en su limbo. Este olvido es un signo, uno más, de la frágil memoria histórica de los hispanoamericanos. La poesía de Gabriela Mistral es un manantial que brota entre rocas adustas en un alto paisaje frío, pero calentado por un sol poderoso; olvidarla es olvidar una de nuestras fuentes. Más que una falta de cultura, es un pecado espiritual. Pero las quejas y las imprecaciones son vanas. Recordar, solamente que, entre los escritores hispanoamericanos que vivieron en México en los primeros años de la década de 1920, invitados por José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación de la joven revolución mexicana, Gabriela Mistral fue la figura más destacada. La otra gran figura, Haya de la Torre, pertenece al mundo de la política. La presencia de Gabriela Mistral en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria:  son las dos grandes poetisas de nuestras tierras. Mejor dicho de la lengua española, pues Santa Teresa es notable por su prosa y Rosalía Castro es, sobre todo, una poetisa gallega”, termina Paz.

   Ya instalada trabajando en México, contribuyó decididamente a la reforma de la educación que implantaba José Vasconcelos, y que luego había de extenderse a toda América; esta experiencia, como lo narra ella en "El Mercurio" de Chile, era inédita. Luego de conocer la Escuela Francisco I. Madero, escribe:

   "Empiezo a dar mis impresiones de la enseñanza en México con la más pobre de todas las escuelas, con la que  encontré  más  desnuda  en mi  primera visita,  y a la que he visto crecer bajo mis ojos, en dos meses, por una de esas maravillas que sólo hace el espíritu, que no podrá hacer nunca sino el espíritu.

   Para llegar hasta ella el automóvil me hizo atravesar el barrio (o rumbo, como aquí se dice) más abandonado y feo de la gran ciudad; puro arrabal, casas de obreros y de trabajadores, semejantes a aquellas otras en que nosotros arrojamos a morir a nuestro pueblo obrero. Al entrar en la escuela mi primer pensamiento fue mezquino: "¿Para qué traerán a ver un colegio tan pobre a una extranjera?" Porque es de estilo en estos casos en muchas partes, mostrar a los visitantes los grandes colegios de parquets brillantes y de aulas decoradas.

   Pero el pensamiento maligno desapareció en cuanto yo llegué al primer patio. Una multitud de niños, de pobrecitos, desarrapados, hacia labores de huerto: regaban, removían la tierra, desmalezaban, entre un rumor jubiloso de colmena de octubre. Fui acercándome desorientada primero. Una hora después mi estado de alma era un respeto y un fervor religioso por lo que estaba viendo. Tenía delante de mí realizada en tierra mexicana la escuela que soñó León Tolstoi y que ha hecho Tagore en la India: la racional escuela primaria agrícola, que debiera formar el ochenta por ciento de los colegios en nuestros países, sueño   mío ella desde hace quince años.

   El maestro que me guiaba iba apoyándose en su azadón. Le pregunté de qué Escuela Normal tenía título, para rastrear la  fuente  de  un  espíritu  extraordinario  en  el  gremio  pedagógico,  por su  sentido  práctico. Supe que salió de una Normal, a poco de haber entrado, lleno de desencanto. Ha sido un bien. Las Normales suelen entregar excelentes educadores.

   Yo cuento entre mis amigos de Chile y México algunos de ellos; pero son excepciones, tardías, distanciadísimas excepciones; la regla es que caracteriza a estos colegios una congestión libresca, que dan a sus alumnos una vanidad intelectual enorme que puede verse en el hecho de que el normalista chileno considera una injuria que se le dé un nombramiento de escuela rural y,  si llega a ésta, vive al margen de la población campesina, desdeñando a ese pueblo del cual viene siempre, y al cual está destinado.

   Caracteriza a los estudiantes de pedagogía el concepto un poco infantil de que el aprendizaje  de las  biografías de todos los maestros de verdad, los Pestalozzi, los Froebel, significan alguna adquisición efectiva, siendo que lo único necesario es que la lectura de  estas biografías los encienda de apostolado y les dé el  espíritu heroico que ha sido el de esos hombres, y sin el cual una cultura -pedagógica, filosófica, científica en general- no les servirá sino para ser lucida en un discurso de  aniversario...

   -¿Cómo hizo usted esta escuela, compañero? -fui preguntándole.

   Estábamos sentados delante de una mesa rústica y yo compartía la comida frugal del hombre tolstoiano.

   Y fue contándome la formación de su Escuela Granja, con la sencillez con que nuestros campesinos cuentan la poda de sus árboles.

   -Este terreno -empezó diciéndome-, formaba el parque "Francisco Madero", enteramente abandonado y que si de algo servía, era de sitio de bacanales populares en los días festivos, de borracheras y riñas de la infeliz población aglomerada en torno.

   La Sección de Desayunos Escolares que sostiene el Gobierno, enviaba aquí diariamente a su jefe, señorita Elena Torres, para hacer el reparto en la Escuela Primaria que daba al parque. Fue suya la idea de solicitar el gran terreno baldío a la autoridad y destinar las dos hectáreas a una Escuela-Granja, que sería el primer ensayo de esta índole hecho en la enseñanza primaria de México. Se obtuvo la concesión. Afortunadamente, mis jefes me dejaron en entera libertad de acción; no se me fijaron programas; no se me ataron las manos con reglamentos. Un día empecé a cultivar una parcela en el centro del terreno, y dije a los niños solamente que hicieran lo que yo fuera haciendo.

   Ellos verificaron el reparto del suelo en pequeñas secciones y se las distribuyeron. No les di lecciones previas de agricultura, porque no creo en la enseñanza teórica, sino como cosa paralela con la práctica y a veces como posterior a ella.

   Se fue poblando la tierra eriaza y fea de las pequeñas manchas verdes de hortaliza. Había que ver con qué ardor trabajaban mis pequeñitos agricultores, siempre con mi vigilancia, pero sin mi ayuda, para enardecerlos de esfuerzos. No he querido matarles la alegría ingenua de que descubran ellos, de que se sientan menudos creadores...

   Vino la cosecha.  La hizo cada uno por separado en su parcela. Yo envié algunos niños a invitar al Ministro de Educación para que la viera. Y aquí comienzan las numerosas incidencias gratas que han ido levantando la escuelita pobre, creándole el prestigio y la simpatía.

   Los niños pedían inútilmente una entrevista con el atareado funcionario. Cuando el señor Vasconcelos supo de qué se trataba, los hizo pasar, entre el asombro consiguiente de los empleados subalternos. Vino a la escuela, vio la cosecha y desenterró algunos betabeles (remolachas). Y este hombre, que tiene un ojo tan agudo para mirar lo que en la enseñanza es corteza pintada y muerta y lo que es verdad viva, tuvo una mañana de alegría y comprendió lo que de allí iba a nacer.

   Yo dejé que cada uno de los niños se fuera al mercado con su liviana cosecha. Volvieron descontentos a contarme que los revendedores les habían pagado muy mal las legumbres, les   habían dicho que no les convenía perder tiempo en adquirir lotes tan insignificantes.

   Dedujeron ellos mismos que necesitaban asociarse y encomendar a uno solo la venta total. Dedujeron, además, que no toda la semilla empleada había sido de buena calidad y que deberían comprarla selecta. El mismo día se fundó la cooperativa para adquirir semilla y se nombró el encargado de la venta. Se crearon también un Banco minúsculo y una Caja de Ahorros. Las utilidades se distribuirían de este modo: un tercio para el agricultor; un tercio para la adquisición de útiles y otro para la Caja de Ahorros, hasta capitalizar cinco pesos (veinte pesos chilenos), con lo cual adquiriría un traje cada uno de  los pobrecitos campesinos.

   Cuando después de tres cosechas varios niños pudieron comprar calzado y ropa, y los efectos de la organización, fueron apreciados por ellos mismos sin necesidad de que se les   hiciese una lección sobre el asunto, el entusiasmo fue tal que tuve a mi alrededor un clamoreo de peticiones de tierra y la aumentó su matrícula espléndidamente.

   Les dije que había de conseguir esa tierra con ellos, dando a conocer la escuela: irían ellos a cada no de los periódicos y traerían a los reporteros a ver lo conseguido y no a oír disertaciones interesadas... Se buscaría la ayuda de los Jefes del Ministerio, en ausencia del licenciado Vasconcelos. Se traería aquí a los miembros de las sociedades agronómicas. Les aseguré, que todo vendría, desde las herramientas hasta los terrenos Y es que conozco a mi raza. Sé que todo está en    convencerla con la visión directa del bien que se hace y que hay un descontento muy grande hacia la vieja escuela primaria, que se nos hizo retórica y perdió el sentido de la realidad, descontento que sólo espera  ver surgir una cosa diferente y verdadera para remplazar lo que ha fracasado.

   Hasta aquí llegó mi primera conversación con el maestro Arturo Oropeza. Ya empezaba la campaña de la prensa. Cada día yo iba leyendo uno y otro artículo y sentía un placer muy grande por la comprensión de este pueblo hacia el oscuro maestro del arrabal...

   El coronel Rojas llega un día en busca de los niños a ofrecerles el terreno colindante: cinco hectáreas casi baldías, donde pastaban unos cuantos caballos. Fue enorme el asombro de los campesinitos. Ya no tendrían la parcela de diez metros, que recorrían varias veces en la mañana con su azadón y sus manos... Pero ahora se necesitaban tantos útiles de labranza y tanta semilla, que el Banco Cooperativo iría a la quiebra. El Ministro de Agricultura, señor don Ramón De Negri, vino a sacarlos de la confusión: fue el segundo Rey Mago. Su Ministerio ha entregado a la Escuela Francisco I. Madero una dotación completa de maquinaria agrícola, vacas para un establo que ya se construye, gusanos de seda, colmenas y algunos técnicos que guíen a los niños.

   Una visita de los profesores norteamericanos que hacían en este tiempo curso de español en la Universidad de México, significó a la Escuela el pequeño capital para la adquisición de una imprenta. Como todo organismo espiritual, necesitaba este la palabra múltiple para la propaganda. Empezó a publicarse "El Niño Agricultor". Quincenalmente aparece la publicación de la cual tengo a mucha honra ser colaboradora, y que los chicos vocean en las calles. Toda la vida de la escuela se cuenta allí; las experiencias de los campesinos, como se siembran y se cultivan las parcelas, breves y graciosas monografías de plantas, el movimiento de fondos, las visitas que se reciben, hasta los fracasos de los agricultores que riegan mal... Está desde el editorial minúsculo hasta la diminuta crónica, escrita por los muchachos.

   Quise darles un día algunas indicaciones sobre periodismo infantil; pero vi que poco las necesitaban.  Fuera de sus errores de ortografía, ellos saben muy bien lo que deben publicar para que los lectores sigan la vida de la colonia y el tesoro de la simpatía aumente y aumente.

   Oí una vez a un orador de doce años explicar a sus compañeros algunas reformas que le parecían necesarias. Visitábamos la escuela los Maestros Misioneros (profesores de indígenas repartidos por todo el país) y yo, que les había invitado en una sesión de su congreso, que presidí, a conocer la maravilla que el entusiasmo y la fe de un hombre estaban haciendo en el   jirón más desgraciado de su metrópoli Nos detuvimos a escuchar, y es la verdad que se sacaba más provecho de aquel discurso que de muchos discursos pedagógicos. Trataba el orador de la biblioteca en formación.

   Me asombra la facilidad extraordinaria de expresión que tiene este pueblo mexicano, desde la niñez. La dicción aventaja a la de cualquier profesor chileno.

   Confieso que cuando les hablo me esfuerzo un poco en pronunciar mejor mi español tan chileno... Ha sido mi mayor alegría oír conversar a los pescadores en el lago de Chapala, a los obreros de cerámica en las fábricas de Puebla, y por todas partes, a los campesinos. Y este encanto de su lenguaje   tal vez sea una de las cosas que les ha ganado mi corazón tan profundamente. Porque para mi lo mejor que tiene México en su haber para el futuro, es su masa indígena, esta pasta racial    sencillamente maravillosa que son el indio azteca, maya o tolteca.

   Vuelvo a la escuela y a mi orador infantil. Hablaba aquel niño sin el énfasis tan común a los escolares que hacen discursos, con la claridad del que conoce muy bien su asunto, y con un acento cordial en el que yo una vez más reconocía la dulzura del pueblo mexicano, la dulzura india que yo he visto en todas las expresiones genuinas de su alma: en las canciones, en el trato de la mujer y del amigo.

   La escuela Francisco I. Madero ha triunfado en meses y se ha impuesto enteramente. Pero lo más importante no es su éxito individual; es el haber dado el tipo de la escuela que el país necesita derramar de Estado en Estado.

   -Yo quiero -me dice la habilísima colaboradora del maestro Oropeza, señorita Elena Torres-, que se haga en torno de la ciudad una especia de cerco de bien, de redención, que vaya del arrabal hacia el centro, limpiando el ambiente moral de la ciudad. Vea usted: en dos meses se han cerrado cinco pulquerías (lugares de expendio de licores), que infestaban este desgraciado rumbo. Ya tenemos en la escuela un cinematógrafo que atrae a los obreros. Así, lo que estamos haciendo no es sólo enseñar a leer y a escribir, cosa que constituye la labor única a que se creía llamada la escuela primaria, tan mezquina de horizontes generalmente. Como todos los niños del barrio no querrán ser agricultores, me siguen informando, ya hemos formado cursos de pequeños sastres, de tipógrafos y mecanógrafos.

   La labor del hombre humilde que me parece salido del Evangelio, ha sido el grano de mostaza de la parábola. Sigámosla. Estoy interesada vivamente en que las cooperativas agrícolas se propaguen, educando a todos, a los grandes también,  en esta materia descuidada por nuestros países; el Ministro de Hacienda, señor don Adolfo de la Huerta, ha destinado cien mil pesos mexicanos (cuatrocientos mil chilenos) para la formación de un Banco de Crédito, que servirá a todas las escuelas granjas futuras. Hay que mirar con ojos maravillados este éxito moral y económico.

   Y las iniciativas del director Oropeza no se agotan. Ya tiene la escuela una sección de peluquería, atendida por los mismos alumnos, y para su propio servicio: ¡Venían tan revueltas algunas cabecitas de niños del arroyo! El parque estaba ya enteramente limpio e higienizado; pero las calles vecinas, el barrio entero, como he dicho, tenían la suciedad de todos los suburbios.

   Los escolares empezaron a servir a sus vecinos. Una comisión de ellos se apersonó al Ayuntamiento para solicitar los carros de aseo urbano, y ellos mismos se han encargado de hacerlo en parte, de dirigirlo en otra.

   Estos y otros servicios extraordinarios de los alumnos son recompensados con un bono de desayuno. Ha habido trabajadores exageradamente laboriosos, que llegan a ganar tres bonos al   día. Se pensó, por esto, en crear una Liga Protectora Infantil para favorecer a los pequeños del barrio que aún no van a la escuela, y que, por lo mismo, no tienen derecho a recibir la ración de alimento matinal. De este modo objetivo y no con discursos, se combate el egoísmo entre los niños.

   El jefe de la educación primaria, señor Roberto Medellín, lógicamente ha tenido que mirar con respeto afectuoso la personalidad del que era el último de sus subalternos. Envía semanalmente a la escuela Francisco I. Madero, un Orfeón Popular, que está formando otro Infantil, y le manda también maestras de declamación para que en el año próximo la extensión   primaria, o sea los espectáculos educadores que así llamamos en Chile, sea atendida enteramente por los alumnos. Ya he hablado en otra ocasión a los lectores de "El Mercurio" del cariño que siente el pueblo mexicano por la música, y he dicho que esta es la raza que canta, no sólo dentro de los Conservatorios, sino derramada por sus campos entre el gozo de los maizales.

   Mis dos compañeras chilenas, la escultora Laura Rodig y la maestra normalista Amantina Ruiz, van a la escuela-granja a dar clases de dibujo y de gimnasia, y yo en poco más cumpliré a los niños mi promesa de ir a enseñarles algunas canciones de las escuelas chilenas.

   ¿Qué serán estos niños en diez años más?, ¿qué los diferenciará de los otros formados en las escuelas primarias? No serán, por cierto, aspirantes a bachilleres, postulantes eternos a empleos, que llenen pasillos de Ministerios, pidiendo con un montón de recomendaciones el puestecito fiscal más mezquinamente remunerado, con tal de ser miseria dorada, pobreza decente. Ni serán tampoco hombres unilaterales, sin la visión de unidad de la vida que caracteriza a los intelectuales: ni pesimistas que se han hinchado de odio y de desaliento por su pequeño fracaso, del cual no tienen la culpa sino sus manos torpes y su mente amodorrada. Serán eso que es para mí lo más grande en medio de las actividades humanas: los hombres de la tierra, sensatos, sobrios y serenos, por el contacto con aquella que es la perenne verdad. Harán una democracia, menos convulsionada y menos discurseadora que la que nos ha nacido en la América Latina, porque, hay que decir mil veces este lugar común: la pequeña propiedad (que ellos exigirán y que conseguirán en México), aplaca las rebeldías, da dignidad a la vida humana y hace el corazón del hombre propicio a las suavidades del espíritu. La pequeña república agraria que estos niños han creado, les irá revelando el régimen económico y los caminos por donde se busca la prosperidad de un país: no tendrán el odio de la riqueza, que   sólo cuaja cuando el hombre no tiene nada que defender ni amar   bajo el sol porque sea suyo.

   No es que me haya lanzado en un río de fantasías; es que palpo, por primera vez en mi vida, lo que significa la pequeña experiencia de los niños sobre los grandes problemas sociales. He visto la fuerza estupenda que tiene la enseñanza económica cuando se hace carne en los hechos y no se da como palabrería gárrula. Ha habido momentos en que la masa de escolares que trabaja en la tierra, por la que trabajaba en la tierra, por  la  sensatez que ponía en su trabajo, por las intuiciones que alcanzaba, me ha parecido una República de verdad, y me he sentido embriagada de una fe muy grande.

   Suelo decirle al maestro Oropeza que hay para felicitarse de la miseria inicial de su colegio, de sus salas desnudas. Porque todo eso lo ha hecho sacar a sus alumnos al Parque, y cambiar el aula techada, por esta aula de Dios que es su cielo mexicano, siempre azul, bajo el cual la lección es más verdad   y más   belleza, donde la ausencia de la clásica tarima hace al maestro sencillo y espontáneo y la proximidad a la tierra le da vergüenza de gastar diez horas enseñando análisis   gramatical.

   Si, mi compañero. Hay que alabar esta vez con San Francisco, a la santa Pobreza, que hace suplir con espíritu los materiales; a la buena Pobreza, que mata la vanidad y da inspiraciones y fervores que usted tal vez no hubiese tenido en un gran colegio con laboratorios y gimnasios.  Y hay que alabarle a Ud., como a un caso de milagro entre la masa de los maestros, que se sienten injuriados cuando se les manda a la escuela del suburbio, porque creen que un titulo más o menos decoroso, es una patente para exigir situaciones espléndidas, y esquivar la fusión con el pueblo, del cual somos.

   Aunque su escuela sea laica como todas las del país, deje que yo la sienta el tipo de la escuela cristiana: casi nació en un pesebre; el coro de sus niños descalzos ha debido ser el mismo que tuvo un día Jesús.  La escuela nueva que sueñan los obreros es esto que usted está haciendo. No creen ya los trabajadores, y yo les acompaño en este escepticismo, en aquella escuela que les enseñó todas las inutilidades y los lanzó a la vida con las manos torpes para todos los oficios; ellos no aman; no pueden amar, al maestro sin sentido de la vida que les robó la riqueza de la sangre en una sala de clase  oscura, y que les mató la alegría de vivir al no ponerlos en  contacto con la tierra-madre, de la cual emanan el vigor y todas las excelencias, más que de sus lecciones sin   entusiasmo. Y digo para terminar: ¿no habrá un gran propietario chileno que entregue a un maestro de verdad, cinco hectáreas de suelo en los arrabales de Santiago, para que se haga una escuela de esta índole? Aunque he hecho mal la interrogación: el éxito que cuento empieza en el maestro, y acaba en el rico   generoso".

   La maestra Elena Torres, recuerda que cuando Gabriela Mistral fue invitada a conocer el trabajo que se estaba realizando en la Escuela Francisco I. Madero, "simplemente se quedó trabajando. Ella eligió, justamente, nuestra escuelita para iniciar su labor. Todos esperaban que iba a trabajar desde un escritorio, pero no, se dedicó a enseñar a los niños a labrar la tierra, a escribir su propio diario con noticias que les interesaba, a enfrentar las enormes dificultades de sacar adelante el trabajo con un mínimo de recursos. Nos ayudó, especialmente, porque siendo ella una figura pública, los medios noticiosos y las autoridades tuvieron gran interés en ver cuáles eran los afanes educacionales de la maestra extranjera. Para nosotros, su cercanía representó un desafío enormemente beneficioso. Digamos que luego de su paso por nuestra escuelita, el trabajo que realizábamos se extendió rápidamente a todas las escuelas públicas del país. Su desempeño en México no fue fácil, pero ella terminó imponiendo su amor al oficio que la hizo célebre".

   En México, Gabriela se dedicó de lleno a trabajar: a ella se debe el sistema básico de enseñanza de las primeras letras en comunidades del campo y marginales, hoy extendido a toda América; así como la creación de la Escuela Nocturna para los trabajadores y la organización de escuelas ambulantes, que ideara Vasconcelos  con tanto acierto. En varios de sus escritos, que publica en Santiago a partir de 1922, comenta la reforma educacional misionera creada al alero de la Revolución mexicana. Debemos anotar que algunos de sus textos a México conforman parte especialísima y muy delicada de su obra capital. Toca los más diversos temas y en especial estos referidos a la reforma educacional, que por sí solos pueden ser contenidos en un volumen aparte. Aquí solo podemos trabajar con una breve selección. La Mistral escribe en Las misiones rurales:

   "La secretaría de Agricultura de México publica un semanario popular, "La Tierra", que es repartido gratuitamente a los campesinos y a las escuelas. Su tiraje es de cien mil ejemplares; consta de veinte páginas llenas de divulgación agrícola. Publica, además, un Boletín mensual, destinado a las personas de mayor cultura, sobre las mismas materias. Mensualmente también, edita cinco folletos de especialización, acerca del cultivo científico de las plantas textiles, forrajeras, de tinte, etc.

   Diariamente la Secretaria lanza una hoja, que yo leo todas las mañanas, sobre la dotación de ejidos a los pueblos. El ejido, como se sabe, es la propiedad rural del indio. Tiene su origen en disposiciones reales que dispusieron la entrega de predios a los naturales. La independencia, aunque parezca ironía, fue poco a poco anulando la justicia que hacían los Virreyes mismos... Mestizos audaces, hallaron medios "legales" de expropiar estas tierras. El Gobierno del Presidente Obregón ha restaurado la justicia colonial.

   Día a día el Ministerio de Agricultura informa, pues, sobre qué pueblo, del lejano Yucatán, de California o Tehuantepec, ha recibido en una masa de ciento o quinientos campesinos, la devolución de su suelo. La misma cotidiana circular enumera las cooperativas agrícolas que se forman en cada aldea.

   Aparte de esta propaganda activísima, considerándola teórica, la misma Secretaría acaba de crear las llamadas Misiones rurales.

   Las misiones rurales son el éxito más evidente de la obra de Vasconcelos y lo más sabio de su organización.

   ¡Curiosa composición de misiones!  Los profesores son una parte solamente: la faena educativa es un trabajo humano amplio, que debe abrirse a los hombres de las diversas actividades. Como una sala cerrada, el problema educacional se ha viciado de puro especialísimo, de contar con los hombres unilaterales de un solo oficio. Vasconcelos habló muchas veces del "envenenamiento pedagógico", de la debilidad que comienza en el organismo nutrido por el alimento único...

   Son, pues, las misiones de una hermosa heterogeneidad: la Directora, una enfermera, tres maestros primarios, cuatro carpinteros, algunos albañiles, un agrónomo, una modista, una profesora de economía doméstica, el especialista de una pequeña industria... van a fijarse en los pueblos indígenas durante dos meses. Enseñan a los indios a hacer sus casas con procedimientos modernos; les demuestran las excelencias del cultivo intenso del suelo; viven, comen, en común con ellos y les obligan a aceptar la mesa, el servicio, la comida española; los instruyen en medicina casera y les enseñan a leer en el plazo anotado.

   Hacia la Sierra.

   Sale la misión de la capital, en grandes camiones llenos de libros, de herramientas agrícolas, de semillas. Dejan atrás la meseta de Anáhuac, esa suave perfección geográfica, donde la vida es bondadosa; van adentrándose lentamente, pasan pequeñas ciudades, divulgando "la buena nueva"; siguen por caminos todavía civiles, hasta entrar en la sierra, ceñida de   bosque, y detenerse en la aldea que se ha escogido.

   Los naturales ven llegar con curiosidad, pero sin asombro, la comitiva extraordinaria.  Saben que su país se está rehaciendo y tiene la agitación de una fragua que ahora calienta a la Patria desde el centro hasta las extremidades. Después de los años porfirianos, en los que el indio dio su tributo, silenciosa e irónicamente, sin preguntar nada, se han transmutado los valores, se ha hecho una volteadura total de ellos. El Gobierno legisla para el campo, y ha empezado algo así como la vinificación de la sierra, que se incorpora a la nación viva. Comitivas de ingenieros, que hormiguean por los campos, trazando la red de caminos; dirigentes agrarios que van de aldea en aldea, dando conferencias agrícolas; Vasconcelos y De Negri, llegando a explicar a la indiada la política educacional y agraria.

   El Indio.

   El indio, que ha tenido siempre dignidad humana, aunque ella no le fuese reconocida en cien años, ha adquirido ahora la conciencia de su fuerza nacional.  ¡Cuán fácilmente se despierta el fondo de excelencia del hombre azteca, que tiene raza de cuatro mil años de cultura! No hay que crearle como a otros indios   americanos la sensibilidad, ni la altivez del hombre libre, ni el sentido del trabajo manual, ni el de la cooperación. Artistas han sido siempre, como el hombre del extremo oriente; como el pueblo de Moisés, vivieron un comunismo religioso, y saben compartir la tribulación y la alegría. Acaso la cultura no sea sino estas dos cosas: la sensibilidad, fuente de la piedad humana, y la capacidad de organización; ellos la tuvieron siempre.

   Se reúnen los indios, rodean a la misión y van a informarse de lo que viene a hacer entre ellos. Yo no olvidaré nunca esos verdaderos parlamentos al aire libre, en una plaza medio española, o sencillamente sobre un camino. Llegan sin tropel: no hay raza más libre que ésta de la grosería del tumulto.

   Se sientan en esteras, como los japoneses, a conversar; hacen sus quejas burlonas y delicadas sobre el abandono en que los ha tenido el centro. Dicen sus necesidades: caminos, tierra, herramientas, buena justicia rural y maestros que los comprendan; nada más.

  Después van expresando la ayuda que pueden proporcionar: ofrecen una o dos horas de trabajo colectivo gratuito. Ellos, previo trazado del ingeniero, hacen las carreteras, como levantaron durante la colonia sus iglesias.

   Yo estoy viendo, mientras escribo, el grupo oriental que se destaca contra la montaña, vestidos blancos, grandes sombreros que alcanzaban a darme sombra...

   Los que no hablan español, buscan al intérprete. Conversan de igual a igual, con el Ministro de Agricultura, como con la maestra de escuela extranjera: ¡tienen cuatro mil años para ser dignos!

   Sencilla Exposición.

   La Directora de la misión les resumía más o menos así el plan, sin discurso de tabladillo: -Venimos a construirles una escuela. Traemos el fierro y la madera. Uds. nos darán los ladrillos y dos horas diarias de trabajo. Mientras la escuela se levanta, aprenderán Uds. a leer, plantando los árboles o en una capacitada escuela, va a tener una o dos cuadras de tierras fiscales. Haremos el huerto frutal, de donde Uds. sacarán después las especies nuevas para poblar la región. Las mujeres cultivarán con nosotros la hortaliza y el jardín escolar. Cada domingo, almorzaremos en una mesa común. Tienen durante tres meses una enfermera para que les de prácticas de salud; quedará un botiquín en su escuela. Los que quieran aprender otro oficio, ayudarán a ir haciendo el taller de zapatería o de jalones. En la tarde de los sábados, les haremos la lectura comentada; hemos traído una biblioteca formada de obras sencillas.

   Los indios interrumpen cortésmente, ofreciendo ayuda.  Señalan a los buenos carpinteros que tienen; explican qué árboles desean adquirir; ofrecen maíz y verduras para la comida en comunidad; dan ideas inesperadamente valiosas; dejan caer de pronto una broma. Hay en el grupo la jovialidad india, a la que debo mi alegría nueva. Se presentan unos a los otros: el que sabe algo de medicina natural, el que puede hacer de "monitor", el buen cantero.

   Nada de largos preparativos; las empresas de Vasconcelos llevan un imperativo de rapidez, que aviva el ritmo más lento. Se cortan los adobes o se hace la construcción de paredones. Los indios cantan trabajando, y cuando menos se piensa se está cantando con ellos; hemos entrado en su gozo. Tienen, por excelencia, el don del trabajo dichoso; no aceptan una jornada demasiado larga, que los agote, ni tampoco la faena silenciosa de peones egipcios de las Pirámides...

   Oyéndoles hablar mientras trabajan, sabemos cómo viven, qué problemas tienen y hasta las penas amorosas en que andan... A los tres días, yo bromeaba con ellos, que en el comienzo recelaban un poco de mi rostro de cariátide.

   A veces se hacia la escuela en dos semanas. Cuando la techumbre empezaba a cubrir las murallas, la misión tenía su fiesta: un banquete de frutas, la comida india de puras combinaciones con el viejo maíz sagrado, todas las canciones de la comarca y el derramamiento de color vívido en las faldas y los pañuelos de las mujeres.

   ¡Mi México! El único que está en el corazón; mis indios de palabra sobria y donosa; mis niños de largo ojo oscuro, que me corregían la pronunciación de una palabra azteca; mis mujeres de piel dorada y habla dulcísima; qué decoración antigua, contra la mole blanca del Popocatépetl, la de su vieja danza española, bailada con el cuerpo de la reina Xóchitl.

   Paralela con la faena de los albañiles, la de los hortelanos. Tierra enorme: cabe la América en ese dorado cuerno de México, que hasta en el dibujo geográfico tiene la gracia; suelo domado por cuatro mil años de cultivo y pintado de color por las gredas más hermosas del mundo.

   Colaboración de Ministerios.

   El Ministerio de Agricultura colabora, como es lógico que se haga en todas partes, con el Educativo, para la civilización rural de México. Me parece que esta unión daba más sentido humano a las misiones escolares; igual impresión me daba la alianza del Ministerio del Trabajo.

   Andaba la enfermera de visita por las casas; a la vez que regalaba una medicina, daba prácticas sencillas de higiene. Mujer venida de la ciudad, se asombró de que los indios se bañen mucho más que las señoras de la capital.

   En las mañanas las orillas del río blanquean de ropa, y viene una gritería gozosa de nadadores "que repechan el agua jadeando". La enfermera tiene que respetar muchísimos nombres aztecas de hierbas maravillosas, lo mismo que los de sus   sales, y volverá con una química más viva a la capital...

   El Cuerpo Azteca y Maya.

   Con un médico y con el pintor Montenegro, conversábamos del cuerpo indio, delgado y fuerte como la varilla del sauce.

   -Caminan -me decían-, tal vez sean el hombre que más camina en la tierra, y la marcha les ha dado esta gracia. Miran como un espectáculo grotesco a los grasos funcionarios que suben a duras penas un repecho a caballo. ¡Cómo se ha olvidado el género humano de caminar, Gabriela!

   La cara cansada con un surco a cada lado de la boca, que es la de los otros indios americanos (y la misma española de usted), no aparece entre estas gentes. Aceptan el trabajo manual, sin el exceso   bárbaro de un obrero yanqui.  El dolor morboso no lo conocen, en medio de la fiesta que son su mañana y su medio día, respirando el bosque de vainilla y el manglar.  Para dibujar una teoría humana, de friso antiguo, yo me pongo en un camino al atardecer.

   -Son el oriente -les digo-, pero un oriente sin el opio y sin la servidumbre del Mandarín. Son hombres libres que gozan de la vida como de una Navidad permanente, en una tierra sin fango y sin aridez. Yo les veo conservar lo mejor de las razas viejas, dentro de una frescura de infancia. Nacer en la meseta de Anáhuac es una gracia de Dios, equivalente a nacer en una colina de Fiesole.  Venir de la meseta de Castilla, ya es traer una apretadura de greda dolorosa en el corazón heroico, pero duro.

   Transformación de Normalistas.

   Se arrancaba a los maestros de la limitación pedagógica, la mayor de las limitaciones humanas, para volverles la cara hacia la tierra y sus materiales creadores. Veía transformarse en otra cosa más profunda a los jóvenes de las Normales, en eso que para mí es el cabal tipo humano: un puente que baja desde el conocedor al artesano.

   Soltura nueva adquirían los brazos caídos de los bancos de escuela, injertando un naranjo. La química con que se había jugado escribiendo una fórmula sobre el pizarrón escolar, era la cosa viva que hervía en los jabones. El motivo de decoración, hecho con pereza sobre un caballete, adquiría sentido, apareciendo en la estera de juncia, que tejía un niño indio.

   ¡A agrarizar con los manuales de divulgación y con los azadones, y a industrializar sobre los bancos de la carpintería, que no se industrializa de otro modo!

   Vida Común.

   El huerto escolar no alcanza a verlo la misión, con sus cuadros plateados de olivos y con la donosura de los duraznos floridos. Pero la hortaliza sí, y las últimas comidas dominicales han sido de coles y lechugas propias. Mientras al costado se iban gritando ya con cierta soltura, las lecciones del silabario, crecían las habas... Y era una de las formas simpáticas de la   vanidad, la de ir contando, mientras se comía, a qué mano era deudor el vecino del buen plato de arvejas... (Más simpática que la de ufanarse por una prueba de geografía saqueada del noble Recius).

   Haciendo Una Civilización Rural.

   La misión va a seguir hacia la aldea próxima. Deja atrás de ella, como los misioneros colonizadores que mandó España, creado moralmente un pueblo. No hemos hecho cosa semejante los educadores en toda la América. Queda una indiada dirigiendo una Cooperativa Agrícola, leyendo los cuentos de Tolstoi y las parábolas del Evangelio en la tarde lenta del Anáhuac; las mujeres cosen sus vestidos en las máquinas de la escuela, dotada para la comunidad; las plantas de otras zonas se han transportado como en una fábula al huerto doméstico. Es la segunda fundación de México; se vuelve a vivir un tiempo épico y los que tienen la conciencia del momento trabajan como los héroes civilizadores de la mitología; como Hércules y como Eneas. La pulsación más vigorosa del Continente en esta hora es la de México. La ha escuchado con su oído fino ese gran   atento de la época que es Romain Rolland.

   Todo hombre americano que tiene el sentido de la honra española se siente deudor a esta faena. Existe un verdadero desafío entre las dos culturas del Continente; los regionalistas, satisfechos de su parcela próspera, no saben que la honra común española juega su última suerte en aquella frontera de la raza. Los que hemos visto hablamos con este tono que, no es de profetismo romántico, sino de ansiedad.

   La civilización rural que verifica México, está por hacerse en nuestros países. Tenemos una vanidosa cultura urbana, es decir, hemos civilizado a una quinta parte de nuestra población. Olvidamos el analfabetismo campesino y las tierras baldías. El suelo abandonado es una expresión de barbarie; el campo verde revela mejor que una literatura a los pueblos".

   Solía decir la Mistral que no iba sino a los pueblos en que podía servir, y en México sirvió (“pero aprendí más de lo que enseñé”, diría). Solía repetir: “Es muy importante ver un rostro humano”, y así como se desempeña en el Distrito Federal, vive no cortas épocas trabajando en Veracruz, Chapala, Cuernavaca, Zacapoaxtla, en el  Estado de México, en Michoacán, en Pátzcuaro, reside en Janitzio y en diversos pueblos de Oaxaca, especialmente en Cuautla de Jiménez, donde formó una escuela originalmente al aire libre, que hoy lleva su nombre, en comunión plena con el pueblo Mazateco, quienes, según dice la tradición "vinieron de allá donde las flores", con solo un bagaje de sabiduría acerca del mundo verde, conocimientos que en parte la legendaria curandera María Sabina traspasa en esa época a la comunidad científica internacional.

   Igual que María Sabina y los mazatecos, por tradición, Gabriela Mistral amaba al reino vegetal, y conocía extraños secretos del uso de los alimentos verdes, refiriéndose en su obra no pocas veces a herbolaria y el mundo de las plantas. Los niños del Valle del Elqui, desde el seno de su hogar, conocen el peyote que crece en el norte de Chile con la forma de cactus altísimos; y que los mazatecos llaman "angelitos" que brotan allí donde se detuvo a descansar Quetzalcóatl.

   Ciertamente, Gabriela se relacionó en el pueblo mazateco directamente con las mujeres de la cofradía del sagrado Corazón de Jesús, formada por las madres del lugar, todas poseedoras de la sabiduría tradicional, a la que accedió. Muchas fulgurantes imágenes de su literatura provendrán de ceremonias antiguas que se preservan en la zona mazateca. En esta Imagen de la Tierra, escribe:

   “No había visto antes la verdadera imagen de la Tierra. La Tierra tiene la actitud de una mujer con un hijo en los brazos (con sus criaturas en los anchos brazos). Voy conociendo el sentido maternal de las cosas. La montaña que me mira también es madre, y por las tardes la neblina juega como un niño por sus hombros y sus rodillas. Recuerdo ahora una quebrada del valle. Por su lecho profundo iba cantando una corriente que las breñas hacen todavía invisible. Yo soy como la quebrada; siento cantar en mi hondura este menudo arroyo y le he dado mi carne por breña hasta que suba hacia la luz”.

   En uno de sus famosos "Recados", el dedicado a la maestra María Dolores "Lolita" Arriaga, que, por entonces, trabajó con ella en la Sierra Madre, le dice:

   Lolita Arriaga, de vejez divina,

   Luisa Michel, sin humo y barricada,

   maestra parecida a pan y aceite

   que no saben su nombre y su hermosura,

   pero que son los "gozos de la Tierra".

   Maestra en tiempo rojo de Vikingos,

   con escuela ambulante entre vivacs y rayos,

   cargando la pollada de niños en la falda

   y sorteando las líneas de fuego con las liebres.

   Panadera en aldea sin pan, que tomó Villa,

   para que no lloraran los chiquitos, y en otra

   aldea del azoro, partera a medianoche,

   lavando al desnudito entre los silabarios

   O escapando en la noche del saqueo

   y el pueblo ardiendo, vuelta salamandra

   con el recién nacido colgado de los dientes

   y en el pecho terciadas las mujeres.

   Provincia y perdón de tus violentos,

   cuyas corvas azota Huitzilopochtli, el negro,

   porque todos son buenos, alanceados del diablo

   que anda a zancadas a medianoche

   haciendo locos...

   Comadre de las cuatro preñadas estaciones,

   que sabes mes de mangos, de mamey

   y de caña, mañas de raros árboles,

   trucos de injertos vírgenes;

   floreal y frutal con la Cibeles madre.

   Contadora de "casos" de iguanas y tortugas,

   de bosques duros alanceados de faisanes,

   de ponientes partidos por cuernos de venados

   y del árbol que suda el sudor de la muerte.

   Vestida de tus fábulas como jaguar de rosas,

   cortándolas de ti por darlas a otros

   y tejiéndome a mí el ovillo del sueño

   de tu viejo relato innumerable.

   Bondad abrahámica de Lola Arriaga,

   maestra del Dios del cielo enseñando en Anáhuac,

   sustento de milagro que me dura en los huesos

   y que afirma mis piernas en las siete caídas.

   Encuentro tuyo en la tierra de México,

   conversación feliz en el patio con hierba,

   casa desahogada como su corazón,

   y escuela tuya y mía que es nuestro largo abrazo.

   Madre mía, sin sueño, velándome dormida

   del odio suelto que llegaba hasta la puerta,

   como el tigrillo, que hallaba tus ojos,

   y que se iba con carrera rota...

   Los cuentos que en la Sierra a darme no alcanzaste

   me los llevas a un ángulo del cielo.

    En un rincón, sin volteadura de alas,

   dos viejas blancas como la sal, diciendo a México

   con unos ojos tiernos como las tiernas aguas

   y con la eternidad del bocado de oro

   en nuestra lengua sin polvo del mundo!"

   En 1978, en declaraciones a El Sol de México, que rescata el profesor Rubén Vizcaíno Valencia, María Dolores "Lolita" Arriaga, esta maestra de botánica que cultivó la amistad de la Nobel, recuerda así su desempeño en la Revolución:

   -La maestra Mistral luego de casi un año trabajando en el Distrito Federal, decidió entonces salir a las misiones. Sus dos compañeras chilenas, que la habían acompañado desde su llegada, volvieron a su país y ella había quedado sola. Fuimos encomendadas para escoltarla quien habla y Palma Guillén, lo que nos fue designado por oficio presidencial. Las instrucciones del entonces presidente Álvaro Obregón indicaban que debíamos servirle de apoyo en cada una de sus tareas. Palma Guillén era desde antes su amiga, las presentó Alfonso Reyes, y yo le fui recomendada por José Vasconcelos. No me costó nada acostumbrarme a la maestra Mistral, era una mujer de apostura que sabía lo que quería e iba directo a cumplir su oficio. Sin perder el tiempo. Yo había oído entre los maestros decir que ganaba un sueldo enorme, que se le pagaba en monedas de oro; la verdad es que el sueldo de ella era el mismo de nosotras, que era nuestro sueldo normal de maestras más una asignación de campaña y los viáticos de traslado y cosas que ocupábamos para nuestro trabajo rural. Jamás se preocupaba de juntar sus notas de gastos, yo lo hacia por ella, a quien no le interesaba en lo más mínimo el dinero, era absolutamente desprendida de las cosas materiales. Era humilde porque igual estaba enseñando desde una mesa que trabajando la tierra o diciendo poesías a los niños. Nos trasladábamos a caballo, en carreta tirada por bueyes con nuestros libros, una tienda de campaña, una cocinilla y la máquina para proyectar películas. Nos alimentábamos con lo que encontrábamos en el camino. Aunque la maestra era absolutamente desinteresada de la comida: podía alimentarse una semana entera de frutas y verduras. Desde entonces, cuando trabajamos juntas yo tomé a mi cargo la cocina. Donde ella estaba los niños se le acercaban; y los más humildes campesinos esperaban su llegada, porque se habían corrido la voz de que ella era enviada del presidente, pidiéndole toda clase de cosas; siempre atendió a todo el mundo, labor en que la ayudamos desde entonces con Palma, así como cada vez que ella volvió a México.

   "Recorrimos todos los pueblos aledaños al D.F. Se sintió luego inclinada a trabajar en la zona de Oaxaca, en que detectamos la mayor necesidad. En Cuautla de Jiménez fuimos recibidas por María Sabina, a quien yo había conocido antes por el interés que me despertó Gordon Wasson al hacer públicos sus descubrimientos medicinales a partir de informes botánicos proporcionados por la sabia curandera. Entre los mazatecos, que era la tribu de la Sabina Madre, como la nombra la maestra Mistral, tuvimos experiencias maravillosas; nos dieron más de lo que nosotras les enseñábamos; en varios de sus escritos está esta impresión maravillosa del mundo que le regaló México, donde siempre en su vida tuvo sitio seguro para volver cuando quiso. Incluso ya siendo Premio Nobel, al retornar a trabajar como cónsul de Chile seguimos haciendo lo mismo que practicábamos en nuestras casas de campaña en las selvas y los desiertos: la ayudábamos con su correspondencia. Palma y yo hacíamos una rigurosa lista de las cosas que le pedían y el sitio donde debían ser entregadas; anotábamos los casos y la información necesaria; le pedían desde muchas escuelas nuevas plazas para maestros, intercesión para que el Gobierno construyera nuevas escuelas en sitios perdidos o para hacer de sitios eriazos centros de cultivo, le pedían útiles y muebles para las escuelas, semillas para sembrar y herramientas... siempre agregábamos una lista de los libros que formaban la biblioteca que ideó ella con Vasconcelos, que eran primero cincuenta títulos y que en unos dos años aumentaron a mil autores; repartimos millones de libros... ella con Vasconcelos hizo realidad las bibliotecas ambulantes, y aportó su libro "Lecturas para Mujeres", que la ubicó de inmediato como algo más que una maestra dedicada a su oficio, como todas nosotras; pero nunca nos hizo sentir su enorme poder, simplemente iba ayudando a quien podía con la mayor naturalidad... ella firmaba las solicitudes que le presentábamos con Palma, sin nunca que yo recuerde, haber rechazado una petición de ayuda, y se las enviaba al presidente de turno; fue también amiga de Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, M. Ávila Camacho y Miguel Alemán, que era presidente cuando ella enfermó en altamar frente a costas mexicanas y la mandó rescatar en helicóptero, quedándose un tiempo no corto en la residencia presidencial de Mocambo en Veracruz, donde también fuimos encomendadas junto a Palma para acompañarla".

   Recordaba la maestra “Lolita” Arriaga que la Mistral "nunca fue persona de muchas amistades; cuando en París vivió una de las experiencias mayores de su vida, su maternidad que la historia debe respetar, fuimos a acompañarla con Palma. Luego, ella fue con su hijo Yin-Yin al norte de África, donde lo conocería su padre, y con Palma regresamos a México. También yo estuve con ella unos meses en Brasil, poco antes de la trágica partida del pequeño Yin-Yin en Petrópolis. Cuando, unos años después siendo Nobel regresó a México, era la misma amiga generosa de siempre. El Recado que me envió es un regalo que coronó la amistad más cercana que me dio la vida, sólo una muestra más de la generosidad de mi comadre, porque ella fue la madrina de mi tercer hijo que lleva el nombre de Gabriel en su homenaje".

   En sí, su Recado a Lolita Arriaga es todo un canto a las cosas que amó Gabriela Mistral de México. Tal cual María Sabina y su Cofradía de Madres del Sagrado Corazón, la Mistral plantada en sus firmes piernas de campesina, fumando impertérrita, hablando con su voz de dejo suave y cálido pero alto, era también, a su manera, una chamana; destinada al tránsito por  umbral elevado, más humanista, en que cabe todo; por ello sus textos dedicados a México inspirados en su primera estancia, suman lo mismo un parecer francamente político como la silueta de una figura de la cultura, el maguey o el sol tropical.

   En Silueta de la India, escribe: "La india mexicana tiene una silueta llena de gracia. Muchas veces es bella, pero de otra belleza que aquella que se ha hecho costumbre en nuestros ojos. Su carne, sin el sonrosado de las conchas, tiene la quemadura de la espiga bien laminada de sol. El ojo es de una dulzura ardiente; la mejilla de fino dibujo; la frente, mediana como la de la frente femenina; los labios, ni inexpresivamente delgados ni espesos; el acento dulce y con dejo de pesadumbre: como si tuviese siempre una gota ancha de llanto en la hondura de la garganta. Rara vez es gruesa la india; delgada y ágil, va con el cántaro a la cabeza o contra el costado, o con el niño, pequeño como el cántaro, a la espalda. Como en su compañero, hay en el cuerpo de ella lo acendrado del órgano en una loma.

   La línea sencilla y bíblica se la da el rebozo.  Angosto, no le abulta el talle con gruesos pliegues, y baja como un agua tranquila por la espalda y las rodillas. Una desflecadura de agua le hace también a los extremos. El fleco, muy bello: por alarde de hermosura, es muy largo y está exquisitamente entretejido.

   Casi siempre lo lleva de color azul y jaspeado de blanco: es como el más lindo huevecillo pintado que yo he visto. Otras veces está veteado con pequeñas rayas de color vivo.

   La ciñe bien: se parece esa ceñidura a la que hace en torno del tallo grueso del plátano, la hoja nueva y grande, antes de desplegarse. Lo lleva a veces puesto desde la cabeza. No es la mantilla coqueta de muchos picos, que prende una mariposa oscura sobre los cabellos rubios de la mujer ni es el mantón floreado, que se parece al tapiz espléndido de la tierra tropical; el rebozo se apega sobriamente a la cabeza.

   Con el rebozo, la india ata sin dolor, lleva blandamente a su hijo a la espalda. Es la mujer antigua, no emancipada del hijo. Su rebozo lo envuelve como lo envolvió, dentro de su vientre, un tejido delgado y fuerte hecho con su sangre. Lo lleva al mercado del domingo. Mientras ella vocea, el niño juega con los frutos o las baratijas brillantes. Hace con él a cuestas, las jornadas más largas; quiere llevar siempre su carga dichosa. Ella no ha aprendido a liberarse todavía...

   La falda es generalmente oscura. Sólo en algunas regiones, en la tierra caliente, tienen la coloración jubilosa de la jícara. Se derrama entonces la falda, cuando la levanta para caminar, en un abanico cegador...

   Hay dos siluetas femeninas, que son formas de corolas: la silueta ancha, hecha por la falda de grandes pliegues y la blusa abollonada: es la forma de la rosa abierta; la otra se hace con la falda recta y la blusa simple: es la forma del jazmín, en que dominan el pétalo largo. La india casi   siempre tiene esta silueta afinada.

   Camina y camina, de la sierra de Puebla o de la huerta de Uruapan hacia las ciudades; va con los pies desnudos, unos pies pequeños que no se han deformado con las marchas. (Para el azteca, el pie grande era signo de raza bárbara).

   Camina, cubierta bajo la lluvia y en el día despejado con las trenzas lozanas y oscuras en la luz, atadas en lo alto. A veces se hace, con lanas de color, un glorioso penacho de guacamaya.

   Se detiene en medio del campo, y yo la miro.  No es el ánfora: sus caderas son finas: es el vaso, un dorado vaso de Guadalajara con la rejilla bien lamida por la llama del horno, por su sol mexicano.

   A su lado suele caminar el indio: la sombra del sombrero inmenso cae sobre el hombro de la mujer y la blancura de su traje es un relámpago de luz sobre el campo. Van silenciosos por el paisaje lleno de recogimiento; cruzan de tarde en tarde una palabra de la que recibo la dulzura sin comprender el sentido.

   Habrían sido una raza gozosa: los puso Dios, como a la primera pareja humana, en un jardín: su país bellísimo. Pero cuatrocientos años esclavos les han desteñido la misma gloria de su sol y de sus frutas; les han hecho dura la arcilla de sus caminos, que es suave, sin embargo, como pulpas derramadas...

   Y esa mujer que no han alabado los poetas, con su silueta asiática, ha de ser semejante a la Ruth moabita que también labraba y que tenía atezado el rostro de las mil siestas sobre la parva..."

   De sus andanzas por el país, la Mistral escribió poemas, crónica, artículos, estudios etnográficos, simples cartas y eruditos ensayos de lo que creía posible de aplicar entre "los que no leen ni escriben, los más desprotegidos”. Sin embargo, es siempre su manera singular de decir las cosas, lo que vio o llamó su atención. Es cierto que las trágicas experiencias sentimentales que tuvo ella en su despertar como mujer, que otros se han ocupado en describir, la inclinaron más a todas las personas que a una en particular, convirtiéndose en una gran luchadora inquieta por la suerte de los desvalidos, los niños y el campesinado. Al iniciarse la década de 1930, ante intelectuales reunidos en Madrid, dijo:

   "Yo no soy una artista. Lo que soy es una mujer en la que existe viva el ansia de fundirse en su raza como se ha fundido en mi la religiosidad, como un anhelo lacerante de justicia social". Comenzó a escribir de Reforma Agraria luego de su trabajo entre el campesinado mexicano; un texto suyo de 1928, publicado en Santiago, dice que "el Chile angustiado no puede seguir sirviendo al latifundismo, sino como despreocupación inconcebible o como amparo deliberado de un régimen bárbaro... Yo he mirado siempre como sobrenatural la paciencia campesina en América". Como maestra misionera, dice públicamente: "Dirijamos toda actividad, como una flecha, hacia ese futuro ineludible, la América española una, unificada por dos cosas estupendas, la lengua que le dio Dios y el dolor que le da el norte".

   El principio de la edad contemporánea de la literatura en nuestro continente se ubica al término de la Primera Guerra mundial, cuando el pensamiento de América descubre su relativa independencia de lo que se pensaba en Europa. Dando nacimiento a un intento común de nuestros pueblos (relativo al proceso histórico de las grandes comunidades) de inventar explicaciones y encontrar soluciones adecuadas a su puro entorno. Movimientos obreros inéditos, grandes  latifundios,  miseria y analfabetismo, la revolución mexicana, el nacionalismo venezolano, el socialismo en Chile y Argentina... los escritores se ven obligados a ponerse como ante un espejo, a intentar extraer, si es posible, del reflejo de si  mismos, la  verdad. Nuestra civilización en aquella época esperaba de los escritores dispersos por el mundo lo mismo que espera ahora, cierta cantidad fundamental de lógica, y a la Mistral le sobraba cuando llegó al México de 1921, que le brinda un recibimiento que la inflama de ternura. Y se vuelca en la obra de los Maestros Misioneros, trabajando codo a codo con los míticos cofrades de una Orden cuya premisa era la de hoy: "educar al que no sabe, dar al que no tiene". La Orden, brotada del corazón mismo que inflamaba la revolución mexicana, la aceptó de inmediato, como si, de siempre, contara con ella.

   Afirma Octavio Paz:

   “Gabriela Mistral en Chile fue muy distinta de Huidobro y de Neruda. Se mantuvo aparte tanto de las aventuras estéticas como de las disputas ideológicas de esos años. Su verdadero parentesco lo encuentro en dos poetas mexicanos de su misma generación: Alfonso Reyes y Ramón López Velarde. Fue muy amiga del primero. Con estos tres poetas termina el modernismo hispanoamericano. Se les ha llamado postmodernistas; la denominación es exacta, aunque puede inducir a confusión: no sólo están después del modernismo, sino que fueron y son algo muy diferente. Con ellos aparece el lenguaje de la conversación, cierto prosaísmo aliado al cultivo de las formas tradicionales. No rompieron con el pasado, pero tampoco lo repitieron: exploraron otros caminos. En España no hay nada equivalente. La crítica ha sido injusta con ellos, sobre todo con Alfonso Reyes. Familiar de Góngora y de Lope tanto como de la poesía medieval, Reyes fue asimismo el que siguió de más cerca y con mayor simpatía algunas de las aventuras de la vanguardia. No sólo es un gran prosista, sino un notable poeta: dejó una docena y pico de admirables poemas, un inolvidable divertimento que recuerda y supera a Baltazar del Alcázar ("Minuta") y un gran poema dramático y filosófico cuyo tema es el mismo del teatro griego y del español:  el misterio de la libertad ("Ifigenia cruel").  Con menor obra, otros poetas han ganado reputaciones más vastas. Reyes nunca alzó la voz y su discreción lo ha perjudicado.

   "A diferencia de López Velarde y de Reyes -sigue Octavio Paz-, en los que la ironía es una nota constante, apenas si hay humor en Gabriela Mistral.  Esta es su gran limitación. En cambio, su poesía es más grave que la de Reyes, que con frecuencia se perdía en jugueteos. Huyó también de los juegos de artificio y de la originalidad "a outrance" que tentó a López Velarde. Sobria y apasionada, su voz tiene una tonalidad religiosa, incluso cuando habla de asuntos profanos. En Reyes la religión aparece, cuando aparece, como un vago deísmo heredado de la Ilustración o como una nostalgia, igualmente vaga, de las creencias infantiles. En Gabriela la religión se asocia, como en López Velarde, al erotismo, pero allí termina su parecido.

   "Su poesía no tiene la intensidad cruel de la de López Velarde -continúa Paz-, y evita esas expresiones que delatan el carácter ambiguo del placer, la caricia que se vuelve herida.  Al mismo tiempo, su religión es más vasta que la de López Velarde y, me atrevo a decirlo, más viril. En Gabriela Mistral hay ecos inconfundibles de la Biblia, una voz que echo de menos en casi toda nuestra poesía moderna. Dije: "voz viril"; agrego ahora: voz de varona, voz de Judith o de Esther.  Profunda y poderosa, voz de montaña mujeril. La montaña es terrible porque es tiempo petrificado, inmensa forma quieta en cuyas entrañas duerme y sueña un mundo primordial: agua y metales, piedras y fuego. Lejana e imponente, la montaña de pronto se vuelve maternal y se convierte en colina pacifica. La vemos por la ventana y cada anochecer le contamos nuestras penas y alegrías”, termina.

   El poeta Humberto Díaz-Casanueva, que la conoció en Santiago en 1925, cuando ella regresa a Chile por unos meses, la recuerda así:

   -"Al pensar en Gabriela Mistral, siento una extraña similitud entre su verso ascético, especialmente en sus últimos libros, de ritmos graves y quebrados o danzantes, y su enderezada, majestuosa figura,  caminando como una profetisa en un templo antiguo, vestida casi de túnicas, sin adornos ni atavíos, absorta en lo más esencial de la tierra. Ella buscó siempre la autenticidad en relación con un nuevo sentido de la existencia, que surgía, no de las torres de marfil, sino de la convivencia con el pueblo y la aproximación casi táctil con las substancias materiales de la naturaleza. Así surgen en ella preocupaciones fundamentales: el niño, la mujer, los indios, o sea los olvidados, todo aquello que constituye el llamado Tercer Mundo, para el cual seguimos pidiendo, cada vez con mayor apremio, justicia social...

   "Gabriela Mistral, en México, tiene que haber recibido la influencia de la revolución agraria, y haberse convencido que en varios países nuestros el problema agrario resulta de una discriminación racial, a la vez que se enraíza en una terrible desigualdad económica. Vi a Gabriela por primera vez en una institución magisterial denominada "Asociación de Profesores". Yo estudiaba en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y trabajaba como maestro en una escuela primaria... editábamos revistas, organizábamos exposiciones espontáneas, hacíamos desfiles, íbamos a los sindicatos obreros.  A veces nos encarcelaban porque éramos un taladro en la cerrada sociedad burguesa. Gabriela llegó a nuestro lado con gran valentía. Llegó de improviso, tomó asiento en medio de nosotros, y se puso a discutir toda clase de problemas. Vi a una mujer alta, bella, hablando con una voz calmada, rústica, y con un acento que parece había condensado todos los acentos indígenas de América.

   -No siempre estuvo de acuerdo con nosotros -dice Díaz-Casanueva-, pero su sola presencia, su adhesión constituían para nosotros un estímulo; para otros, un escándalo. Pasaron los años y siempre quedó el eco de su visita como una honra y una extensión de nuestro horizonte. Si Vasconcelos realizó una reforma pedagógica y una campaña contra el analfabetismo lanzando millares de libros de Platón y Plutarco a las masas, comenzamos a comprender que la reforma de la educación, siendo fundamental, tenía que conjugarse con la nutrición y la salud del niño, el estímulo a sus vocaciones, la seguridad de que no desertarían de la escuela antes de tiempo, la reforma agraria, la seguridad de encontrar un trabajo, el mejoramiento de niveles de vida de los trabajadores, el afianzamiento de la democracia, el respeto a los derechos humanos, tanto civiles como económicos y sociales -termina.

   Ella siempre reconoció que en su pensamiento social "mucho influyó México".  Casi al final de su vida, en una página escribe: "Hay dos puntos cardinales en la tierra: son Montegrande y el Mayab".  Es decir, la tierra de sus mayores en el valle del Elqui, y la que ella encontró destinada por derecho propio en México.

   Alfonso Reyes, el sobrio ensayista mexicano, en su Elogio a la mujer, dirá que "es un vasto soplo tonificante que anda entre los suelos y los cielos de América, cargada de esencias boscosas, rumores de pájaros y abejas de talleres y campanarios... La serenidad de Gabriela está hecha de terremotos interiores y de aquí que sea más madura".

   Ella de Alfonso Reyes decía, a su vez: "Desconcertante Alfonso Reyes, hombre salido de nuestra América y en el cual no están los defectos del hombre de nuestros valles: la vehemencia, la intolerancia, la cultura unilateral. Al revés de eso, una cordialidad fabulosa hacia los hombres y las cosas, especie de amistad amorosa del mundo; paralelo con el amor de las criaturas, una riqueza de conocimiento del cual vive ese amor.

   El ojo es el documento... La caricatura de la gordura de Reyes, la pipa de Reyes, la sonrisa de Reyes. Deja lo principal: el ojo húmedo de simpatía que no olvidará nunca quien lo haya visto. La conversación, una fiesta. ¿Qué fiesta? La del paisaje de Anáhuac que él ha reproducido en una prosa de esmalte: la luz aguda, el aire delgado, las formas vegetales heráldicas. Solidez y finura; antipatía, siempre presente, del exceso. Y la bondad, la bondad circulando por los motivos, suavizando aristas de juicios rotundos.  Bondad sin los azúcares de la cortesanía y sin penacho retórico, también como de sangre que corre escondida, pero que se siente, tibia y presente.

   Pero no sólo la charla coloreada, que el buen americano tiene siempre, sino otras cosas, además: la gravidez del   pensamiento en cada rama fina de la frase.  Una vida interior que se revela a cada paso, sin que él -que también es un pudoroso de su excelencia interior- lo busque. Detrás de la sonrisa se le descubre la tortura, que podemos llamar unamunesca, del hombre que la introspección sangra cotidianamente. Yo suelo recordar, oyéndolo, "la camisa de    mil puntas cruentas" que dijo Rubén. Algo mejor que el ojo goloso de formas del americano. Escardador de su "carne espiritual", entera se la conoce; como él ha palpado el   contorno de su naranja de Tabasco, así palpa los contornos de su espíritu.

   Mucho enriquecimiento le ha venido de los tres contactos mayores que se ha dado a si mismo: el inglés, el español y el francés.  Cavando en uno solo de esos suelos, por mucha suerte que tuviese en la cava, se le hubiesen quedado perdidos muchos hallazgos. Harto bien le allegaron su Chesterton -que tradujo- su Mallarme, cuyo ascetismo de belleza admira, su   Góngora amado.

   Y sube, sin brinco ambicioso. La "Ifigenia cruel" es lo mejor suyo, aunque tras ella está la estupenda "Visión de Anáhuac". Esta Ifigenia andará poco zarandeada en muchos comentarios, que es agua de hondura inefable, y quienes no bajaron con él a la cisterna negra no sabrán gozarla. Y el divulgador que divulga con fácil donosura, una especie de profesor a lo Renán, lo suyo, la historia de México, la flora de México, la revolución de México. Tendría para lo didáctico, si quisiera ejercerlo, el juicio agudo y la expresión bella. ¿Cómo le envidiaría un geógrafo la descripción de la meseta de Anáhuac? Tiene la disertación suya una ceñidura sobria que le da toda la autoridad de lo docente; y para alejarle la antipatía de lo docente, ahí está la gracia, presente.

   ¡Y vaya que le sirve a un diplomático el saber decir bien lo suyo en un medio de agudas exigencias mentales, y de dar, deleitando, la historia de su país en una conferencia de la Sorbona!

   Se recuerda la vieja disputa: ¿es mejor que un pueblo dé conjuntos estimables -Suiza, Estados Unidos- o que dé, como una tela preciosa y breve, unos cuantos individuos selectos? México en el pasado ha sido individualista, y se defiende con unos cuantos hombres, aplastando el reparo de que su conjunto humano no es homogéneo: un Nervo, un Vasconcelos, un Alfonso Reyes, un Caso. ¡Y aquella extraordinaria Sor Juana!

   Es menos leído en América que en Europa Alfonso Reyes. Resulta impopular en nuestro continente un hombre que predica la disciplina tenaz, en vez del gozoso desorden, y ni cual   importa muchísimo más contornear su alma antes de sacarla al   espejo del libro, que anticipar en el libro un alma vaga e inorganizada.

   Maestro difícil Alfonso Reyes. Convida a empresas lentas y graves. Cuando nos haya nacido una generación amante de heroísmo en el verdadero sentido de esta palabra, o sea, amante de faena costosa y larga, habrá llegado la hora de Alfonso Reyes en América, su meridiano habrá   madurado como un fruto".

   La Mistral toma su inspiración de todo aquello que vio, y de las dos construcciones mágicas levantadas a las puertas de nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo. Fue tal como fueron los escritores que hicieron la mitología, que escribieron la Biblia, el Antiguo Testamento, y más precisamente el Libro de Job, que, en especial, la atrae.  Por eso  el  afán  de intensidad  en sus  escritos primeros, cuando todas las expresiones le parecen débiles, cuando  busca en nuestra lengua sólo el acento divino; se ríe de los códigos literarios y de la retórica, y cuando nombra a la herida que le produce un amor perdido, dirá:  "socarradura larga que hace aullar". Sencillamente inventa cuentos y parábolas maravillosas, inmersos de prestigio antiguo; su poesía tiene la perfección del trabajo que realiza la campesina enfrentada a la vida desde la hora del alba, "bárbara" como a sí misma juzgaba su escritura poética.

   La selección de poemas completos que ella dedicó a México permanece inédita. Algunos publicados son clásicos, como por ejemplo "Himno Matinal": lo escribió cuando llega por primera vez, al inaugurarse la escuela del D.F. que lleva su nombre. La ronda "Meciendo" y la "Canción amarga" las escribió para sus pequeños alumnos de la escuela que inventa para la bella islita de Janitzio. Así como dedicaría al país, al menos, tres de sus poemas más difundidos: "Sol de Trópico", "El Maíz" y "El Ixtlazihuatl".

   Escribe Octavio Paz que, lo de Mistral, "es poesía hecha con las palabras de todos los días pero ungidas por el aceite invisible de lo sobrenatural. Realismo transfigurado, vida diaria transformada en rito y oficio divino. Habla del pan e inmediatamente el pan se vuelve criatura viva, a un tiempo hijo suyo y sustancia material convertida en maná espiritual".

   Dice Miguel Ángel Asturias: "sus manos de mujer fuerte conservaron el movimiento de aquella que formó las primeras letras del verbo hecho espíritu, ante los ojos atónitos del que adivina que detrás de las letras están las constelaciones del poder humano". El Nobel Asturias de Guatemala conoció a la Mistral en México: los presentó Pablo Neruda en la casa de Guadalupe Amor en Cuernavaca.

   Dice la poeta Guadalupe "Pita" Amor: "Pablo trajo a Gabriela, a quien admiraba y había conocido en su infancia, en el sur. Ella era exactamente, matemáticamente lo contrario de lo que yo soy. Por eso, pudimos conversar durante muchas horas, hablamos de cosas que hablan las mujeres frente a sus espejos, que son cosas irreproducibles. Los hombres guardaron silencio. También estaban allí Diego (Rivera) y Arreola (Juan José), que siempre fueron sus amigos. Yo también creo que es una escritora altamente en la verdad, mejor que yo, sin duda, porque tenía esa cualidad tan difícil de alcanzar que es la humildad, claro que yo no tengo por qué ser humilde, bastante hago con ser genial. Gabriela también era genial, Pablo lo decía. Ella era genial y humilde, eso la hacía mejor que los otros".

   Para "Pita" Amor, la Mistral representaba el espíritu mismo que inflamaba la revolución mexicana de 1910, "porque su interés central era la práctica del oficio. Enseñar que los problemas del mundo se acabarían si cada uno se limitara a cumplir bien su trabajo. Su último viaje a México fue una casualidad, porque viajando en barco a Nueva York sufrió una enfermedad y la rescatamos desde altamar frente a Veracruz. Allí estuvimos a verla con Neruda, que estaba conmigo entonces en Cuernavaca. Nos quedamos con ella en la finca de Mocambo, donde vivió unas semanas, porque ella era así: se iba quedando en los lugares según su inspiración. Cuando decidió seguir a Nueva York, la fuimos a despedir con Alfonso Reyes, Diego (Rivera) y Frida (Kahlo). Estaba ahí José Vasconcelos, quien mantuvo con Gabriela un lazo ritual y matemático, que les permitió trabajar juntos y hacer cosas por los demás, como si estuvieran predestinados. Ella era una celebridad mundial, pero se conservaba como la mujer más normal de la tierra. Al contrario mío, nunca usaba joyas o algún adorno, sin embargo, yo le regalé una rosa roja artificial iluminada artificialmente y ella, toda esa última noche, llevó esa flor de seda en sus cabellos. Siempre fue gentil y eso la hacía también mejor que los otros que fuimos sus amigos".
   Pablo Neruda recomendaba "entrar con reposo y con ímpetu en su poesía, en su prosa tan rica y tan dura como quebradas rocosas de nuestro territorio, llenos de misteriosas maderas, sarmientos encrespados, visitación de pájaros". En la última entrevista concedida por Neruda a Luis Alberto Mansilla, uno de sus biógrafos, declara el poeta que cree que “Los Sonetos de la muerte” de Gabriela Mistral, era “lo más desgarrador y profundo escrito en idioma español”.

© Waldemar Verdugo Fuentes.
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