GABRIELA MISTRAL
Y LOS MAESTROS DE MÉXICO
(Primera de Tres Partes)
“La presencia de Gabriela Mistral en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria: son las dos grandes poetisas de nuestras tierras. Mejor dicho de la lengua española”. (Octavio Paz)
Por Waldemar Verdugo Fuentes
PRÓLOGO
Gabriela Mistral fue una
criatura errante. Sirvió a Chile en el extranjero, haciendo mejores los pueblos
donde llegó. Aquí se habla de su trabajo en México a partir de 1920, cuando es
invitada a integrarse con los maestros de la entonces joven Revolución
mexicana. Después escribirá: "Nada de la patria me faltó, y si la patria
fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también".
En 1990, en su elogio a la escritora llamado “El Pan, la Sal y la Piedra”, el
Nobel mexicano Octavio Paz escribiría: “La presencia de Gabriela Mistral en la
patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una coincidencia, una verdadera
rima histórica y literaria: son las dos grandes poetisas de nuestras tierras.
Mejor dicho de la lengua española.”
Los escritos de Gabriela Mistral a México
aquí incluidos en forma parcial o versión completa, según se presentan,
corresponden a una selección de lo que ella escribió del país. Debo agradecer a
las personas que accedieron a compartir su vivencia dando cauce al material
inédito consultado para este libro, en especial a su albacea Doris Dana. Así
como a la memoria de María Dolores “Lolita” Arriaga, a quien la Mistral dedica
uno de sus Recados, gracias a sus recuerdos confiados al profesor Rubén
Vizcaíno Valencia, reconstruyendo un episodio muy delicado ocurrido en Francia
e Italia cuando la Nobel presidía el Instituto Cinematográfico Educativo enviada
por la Liga de las Naciones, hoy Naciones Unidas. La maestra Palma Guillén,
secretaria durante muchos años de la Nobel, nos permitió consultar las
referencias en su poder. Debo agradecer la disposición siempre atenta del
maestro Federico Hernández Serrano, director del Museo de la Ciudad de México,
que fue amigo de la autora chilena; así como a los escritores Elías Nandino y
Juan José Arreola, con quienes viví momentos de buena comunión cuando la
recordaban. Debo agradecer a Hilda O’Farrill de Compeán, que me incentivó a
realizar la investigación
relacionada con la amistad de
la Mistral y José Vasconcelos, fragmentos que publicó en revista Vogue en 1982;
así también al equipo editorial del suplemento Sábado del diario unomásuno, que
publicaron en 1988 otros cuatro fragmentos de este trabajo, y, al citado
profesor Rubén Vizcaíno Valencia, director
de Extensión Cultural de la
Universidad Autónoma de Baja California Norte, que en Veracruz durante su
juventud fue chofer de la Mistral un tiempo no corto, quien publicó en 1989 fragmentos
en varios números del suplemento cultural Identidad de El Mexicano. Asimismo a
las maestras Emma Godoy y Guadalupe "Pita" Amor, dos de sus amigas
que aquí nos comparten sus recuerdos. Debo decir que la maestra Godoy, cuando
fui a hablar con ella, me dio copias de diversos recortes periodísticos,
incluso algunas escritos “brotados de mi memoria de Gabriela", y que
fueron de gran utilidad para rescatar sucesos. Con "Pita" Amor, en
cambio, tuve diversas oportunidades para que nos compartiera sus recuerdos de
una época en que, siendo ella compañera de Pablo Neruda que vivía entonces en
México, la Mistral debió ser rescatada desde altamar y permaneció un tiempo en
Veracruz, donde llegó a visitarla acompañando a Neruda al igual que Diego
Rivera, Frida Kahlo, Alfonso Reyes, José Vasconcelos... los maestros de México.
También agradezco los recuerdos que
compartieron con nosotros los escritores chilenos Luis Humberto Casanueva y
María Urzúa, que fue su secretaria en Petrópolis, Brasil, donde ocurrió el
suceso desgraciado que dejó a la Mistral definitivamente sola.
En particular, aquí he intentado rescatar
aspectos del quehacer diario de la Mistral que solucionaba problemas de
comunidades enteras con su sola firma, no dejando nunca de predicar que la
solución a los problemas del mundo estaba en el buen cumplimiento del oficio.
Ahora este escrito es del lector, para quien, en fin, se ha conjurado.
El
autor.
GABRIELA
MISTRAL Y LOS MAESTROS DE MÉXICO.
Primera Parte
Cuando Gabriela Mistral llega a
México, en antiguas fotos rescatadas la vemos rodeada por maestros de la
entonces joven Revolución Mexicana de 1910: Primera fila en orden acostumbrado:
Ricardo Gómez Robelo, Roberto Montenegro, Antonio Caso, Alfredo L. Palacios, la
Mistral, Carlos Pellicer y Julio Torri. Atrás: Francisco del Río, Alberto
Vázquez del Mercado, Alfonso Reyes, Palma Guillén, José Vasconcelos, Secretario
de Palacios y Manuel Gómez Morín. (Foto atribuida a Gabriel Figueroa). La vemos
en la Escuela Francisco I. Madero del D.F. rodeada de las maestras Elena
Torres, María Dolores “Lolita” Arriaga, Palma Guillén… con quienes recorrió el
país. Se la ve junto al maestro Alfonso Reyes o rodeada por niños en la escuela
que lleva su nombre en Veracruz, durante su última estancia en el país. Luego
dirá: “En México siempre aprendí más de lo que pude enseñar”.
A los 33 años, cuando Gabriela Mistral
decide francamente vivir errante, hasta "morir en tierra extraña de muerte
callada y extranjera", su poesía ya se había difundido en México. En
especial sus rondas y versos, para exaltar las virtudes infantiles, además de
esos, sus sentidos sonetos a la muerte como dadora de vida: de inmediato sus
raíces le crecían donde llegaba, le brotaban con pasmosa facilidad. Hasta
entonces fue una maestra rural del campo chileno empeñada en una lucha
quijotesca, única: enseñar las primeras letras a cuantos se pudiera, lo que
era, sin ella haberlo palpado, el alma misma que inflamaba ese gran aliento que
era entonces la joven revolución mexicana. Así es: al llegar a México se
encontró con muchos maestros que practicaban su quehacer solitario del sur.
A comienzos del siglo XX nuestros países de
América estaban sumidos en el analfabetismo; sólo a partir de la revolución
mexicana se iniciaron las campañas masivas para acabar con el flagelo, hasta
entonces enfrentado solo por mentes preclaras como la de Mistral, que en México
se inundó de "tremenda hermosura". Volvería muchas veces y nunca
dejaría de sentirse encantada en el país, que la acogió de inmediato. A ella en
México la conforta esa "sencillez absoluta, una sencillez afectuosa que es
la virtud más rara de encontrar... Alabé a Dios y bendije con todo mi corazón a
esta tierra ajena que me da semejante paz”. Para ella, México no era un país,
era un destino, era un clima y un panorama que la hizo feliz.
Gabriela Mistral nació en la aldea de
Montegrande del Valle del Elqui, al norte de Chile, el 7 de abril de 1889. Se
convierte en un personaje de la cultura chilena a partir de 1914, cuando le
otorgan a sus "Sonetos de la muerte" el Premio Literario de los
Juegos Florales de Santiago, que revela sin dudas su presencia colosal. Desde
un comienzo ella nombra sin temor a la muerte, en un continente en que los
escritores se refieren a ella sólo en susurros. Porque este desenfado, este
sentido de familiaridad con que el mexicano trata a la muerte, esta suerte
burlona, esta conformación singularísima de los pueblos más antiguos de la
tierra, a la Mistral le era también natural. O sea, desde antes, existía en
ella ese carácter de confianza con el más allá. Cuando llega escribe Sé que
también amaré a la muerte, que pertenece, por derecho propio, a esa cierta
intimidad que unió a esta mujer con el alma mágica del pueblo mexicano. Es
cuando asegura, y acierta:
"No creo, no, que he de perderme tras
la muerte.
¿Por qué me habrías henchido Tú,
si había de ser vaciada y quedar como las
cañas exprimidas?
¿Para qué derramarías la luz cada mañana
sobre mis sienes y mi corazón,
si no fueras a recogerme como se recoge el
racimo negro,
melificado al Sol, cuando ya media el otoño?
Ni fría ni desmorada me parece, como a los
otros, la muerte.
Paréceme más bien un ardor, un tremendo
ardor,
que desgaja y desmenuza las carnes,
para despeñarnos caudalosamente el alma.
Duro, ocre, sumo el abrazo de la muerte.
Es Tu amor, es Tu terrible Amor. ¡Oh Dios!”
El lazo afectuoso con México lo inició ella
epistolarmente, cuando, a los quince años, escribe a Amado Alonso y a Alfonso
Reyes, a quienes envía sus modestas primeras publicaciones en los periódicos
del Valle del Elqui; los escritores de inmediato la apoyan, difundiendo su obra
sin obstáculos. En 1922 recibe una invitación para trabajar en el país.
Le escribe el reformador José Vasconcelos:
“Si yo siguiera diciéndole todo lo que
México siente y todo lo que espera de usted, no terminaría nunca: Usted misma
va a mirar otras cosas que tal vez nosotros no hemos visto y usted no se
sentirá cohibida para decirnos su pensamiento, porque por encima de sus sentimientos,
de su cortesía, están sus deberes de maestra que dice la verdad conforme a su
limpio corazón”.
Antes de llegar, ella tenía amigos en el
país. Así, luego de ejercer su ministerio en aldeas del norte de Chile y en los
poblados más extremos del Sur, luego de una lucha quijotesca por enseñar las
primeras letras en los villorrios de la cordillera y de la costa chilena,
siendo directora de un liceo de niñas en el propio Santiago, decide dejar todo
atrás, y ya no volverá sino en fugaces oportunidades. Explica:
“A Chile le sirvo tanto o más fuera que
adentro”.
Llega a México destinada a cumplir labores
educacionales, pero irá, si es posible, más lejos aún: se empapa del país, de
las personas, de la naturaleza vegetal; lo transita en trenes de locomotora a
vapor, silenciosa, entre los revolucionarios, recorre los campos en carreta
tirada por caballos y se va quedando en los pueblos, sube como en peregrinación
a las comunidades altas de Oaxaca. No tenía horror al vértigo y cruza el país
en los primeros aeroplanos, henchida de luz de la Alta Meseta, plena del color
verde de las secretas profundidades del Norte de América.
Fue una criatura vagabunda, que tiene muchas
patrias adoptivas, nunca interesada por crear un hogar definitivo. Así, llega a
México tal cual llegaba a un pueblo más, con sobriedad, envuelta en largas
vestimentas, con una valija frágil de efectos personales y un baúl repleto de
libros, lápices y papeles.
Contribuyó decididamente a la reforma de la
educación que implantaba Vasconcelos, y que luego había de extenderse a toda
América. Esta experiencia, como lo narra ella, era inédita. Y se entregó a su
trabajo por entero. Se le debe, en especial, la redacción de muchas nuevas
modalidades, como la Ley de Jubilaciones de los Maestros rurales, luego
comprendida y adoptada por el resto de nuestros países latinoamericanos.
En magnífica errancia vivirá en una decena
de países, a los que retornaba una y otra vez. En cinco visitas, en México
vivió poco menos de una década. A comienzos de 1922 escribe (para "El
Mercurio" de Santiago de Chile):
"Este paisaje del Valle de México es
cosa tan nueva para mis ojos, que me desconcierta, aunque el desconcierto está
lleno de maravillamiento. Yo he vivido muchos años en paisajes de montañas;
pero de montañas agrias, en ese que yo he llamado paisaje hebreo por la
terquedad y la grandeza hosca.
También aquí me ciñe un abrazo de montes;
pero, ¡qué diversos! La meseta del Anáhuac tiene, como se sabe, una altura
media de 1.800 metros sobre el nivel del mar. Sus cumbres, el Popocatépetl, el
Iztaccihuatl y el Ajusco se elevan sobre ella, más no dan esa impresión de
formidable muro, que es nuestra cordillera en Santiago: están aisladas, y su
altura de más de 5.000 metros, queda así muy disminuida, vista desde la meseta.
Son cumbres dulcísimas, de una línea depurada, como hecha por la mano de Donatello. Muy dulces.
Nos levantan sobre la meseta faldas anchas y poderosas.
Varias líneas de lomajes y cerros velan sus
asientos y aparecen solamente las cumbres buriladas contra el azul. Es la palabra, buriladas. El Dios que hizo
estas montañas no es el Jehová potente, ni siquiera el Dios cuya mano enérgica
amasó Rodin; este es un Dios que hace su tierra con dedo acariciante, y yo he
recordado, mirando esta naturaleza, el elogio que Anatole France hiciera del
paisaje de Florencia. No me dan la visión de cordillera ni de la gran Sierra
que ellas son; me parecen estas montañas obras de arte, en vez de creaciones de
la feroz naturaleza.
La que más amo es el Iztaccihuatl, o sea, La
Mujer Blanca. Línea a línea, es una mujer tendida y vuelta al cielo. Tiene una
elevación como de pierna recogida, y otra menor que simula el pecho. La
blancura de su nieve eterna (aquí lo de eterna es verdad) aumenta la visión
deleitosa.
Mi casa de Mixcoac (alrededores de México)
queda frente a ella. La saludo al abrir mis ventanas como a mi diosa tutelar.
Cuando no tiene su espesa superposición de nubes, ¡qué dulces suben de ella las
mañanas!
El cielo de México es maravilloso. Generalmente
está límpido, en las primeras horas del día; pero mantiene siempre las nubes en
los bordes del horizonte, descansando sobre su línea de cumbres.
A medida que avanza el día, el cerco blanco
se va subiendo al fin, se estrecha y se oscurece y empieza la lluvia de
todas las tardes.
Es una lluvia ligera y breve. Ella es el eco
debilitado de tempestades lejanas. Deben ser las tempestades hermosísimas y
terribles en la línea de las montañas. Alcanzan al centro del valle sólo sus
ecos, sus ecos.
La
lluvia cotidiana es una de las bendiciones de Dios para esta tierra. Aunque
jamás se siente en la meseta un calor intenso, es necesaria y deliciosa a la
par. Hacia las seis o siete de la tarde ya ha cesado, y sube la exhalación de
la tierra, en un vaho de frescura. Se hizo la desecación de los lagos que
rodean a México. Según algunos, la desecación era natural y solamente se
apresuró. La arena que vino a cubrir una gran extensión de terreno, vuela sobre
la ciudad en un polvo menudo que esta lluvia aplaca, devolviendo al horizonte
la nitidez que tiene y que es para mí el mejor atributo del paisaje. Dije que
el cielo era maravilloso. No le he visto aún las tardes ricas de color de que
me hablan los mexicanos, y que vienen con el invierno. La hermosura del cielo
es para mí la de su infinita extensión y la de sus anchos juegos de nubes.
Como no hay esa muralla épica de nuestra
cordillera, que disminuye el horizonte, este cielo mexicano es vastísimo. Las
nubes son dilatadas y ligeras y tienen como mayor movilidad, como menor
espesura que las de nuestro cielo del Sur. Tejen allá arriba un universo
fantástico que yo suelo seguir una
tarde entera desde la azotea de mi casa. Son juegos graciosos e
infinitos. Es un avance hacia la mitad del cielo, y que termina con esa lluvia
de todas las tardes.
No he visto muchas noches despejadas. Al
revés de lo que pasa en nuestra zona, estas noches vendrán con el invierno... Mi
fiesta cotidiana es la de la luz de la meseta. En los primeros días fue para mí
una especie de éxtasis ardiente que sucedía al éxtasis del mar. Aunque
entrecerraba mis ojos la luz por su crudeza, yo la recibía como debieron
hacerlo los aztecas, místicamente. Era la compañera de mi infancia, perdida
tantos años y que vuelve a jugar conmigo...
El valle en que nací la tiene semejante, y
yo le debo mi rica sangre, mi férvido corazón. Mis años de tierra fría fueron
un largo castigo para estos ojos, los acostumbrados a beberla y a vivir de
ella, como se vive del sustento. La he recuperado aunque sea por un tiempo y
dejo que me riegue largamente. No querría perderla ni una sola mañana. Canta en
mi pecho y en mis venas. La estoy alabando siempre, con una exaltación que no
pueden explicarse las gentes mexicanas que nunca conocieron la tristeza
desolada de la tierra austral.
Yo he apreciado aquí en todo su valor la
importancia de una temperatura privilegiada. Solía decir en Punta Arenas que su
horrible frío era una desventaja moral: me hacía egoísta; vivía yo preocupada
de mi estufa y de mi carne entumecida... En La Habana viví cuatro días
exclusivamente ocupada de matar el calor, de disminuirlo siquiera, con mala
fortuna, por cierto. En México puedo ocuparme de todo y no sólo de mi misma. La
actividad no se resiente como piensan algunos por la dulzura del clima; para
los pobres que no tienen ninguna forma de felicidad mundana, se me ocurre que
este solo clima suavísimo debe serles una forma de dicha. Corrijo, sin embargo,
mi pensamiento: los que han nacido aquí no pueden sentir en esto lo
extraordinario que yo encuentro, y que llega a producirme ventura.
De la dulzura de las cumbres y del cielo
bajan los ojos a la del Valle. Esta palabra valle la adopto sólo por respeto a
la geografía oficial. El Anáhuac no es lo que nosotros llamamos en Chile un
valle. Le sobra extensión para ello: es más bien un llano dilatadísimo, de una
línea horizontal casi perfecta.
Es un paisaje suavísimo, como un juego
delicado de las arcillas que durante siglos las vertientes de las montañas han
ido depositando. En torno de la ciudad de México hay campos, campos extensos,
cubiertos de pastos y de árboles aislados, grandes fresnos, graciosos chopos y
huejotes (árboles muy parecidos a nuestro esbelto álamo). Todos estos árboles
me hacen recordar los de Corot, elegantes y sobrios como figuras humanas.
No es nuestro campo quebrado, con hondonadas
donde los matorrales dan una ilusión de grutas sombrías y frescas. La planicie
es perfecta y la luz lo baña todo. Los solares rurales están separados unos de
otros por líneas extensas de magueyes, la planta característica de la región,
la cual merece que yo, mala descriptora siempre, procure sin embargo
describirla, porque vale el esfuerzo... El Maguey parece una exhalación de la
tierra, un ancho suspiro, basto como un surco. Todo él está hecho de fuerza en
la reciedumbre de las hojas inmensas y de las puntas zarpadas.
Suelo sentir las plantas como emociones de
la tierra: las margaritas son sus sueños de inocencia; los jazmines son un
agudo deseo de perfección. Los magueyes son versos de fortaleza, estrofas
heroicas.
Nacen y viven a flor de tierra, mejilla
contra mejilla con el surco; no se elevan rectos como el cirio del órgano; caen
hacia los lados para acariciar la gleba con una caricia filial.
Carece el maguey de ese tallo inferior,
espiritualización de la planta, que le hace más criatura del aire que del suelo
y que le da la idealidad que pone el largo cuello en la mujer. ¡Es toda la
planta como una copa dura y potente, donde puede caber el rocío que baja sobre
toda la llanura en una noche!
El ardor no le deja cuajarse aquel verde
joven, matiz de enternecimiento, que tienen las hierbas. Su color es un
amoratado que en los atardeceres se adensa. Dominan entonces en el paisaje
mexicano esta mancha morada de los plantíos de magueyes y ese como
derramamiento de violetas de las montañas lejanas.
El maguey es para el indio como la palmera
para el árabe, fuentes de dones innumerables. Sus hojas inmensas pueden hacer
la techumbre de su casa; sus fibras le dan dos formas de servicio; el hilo duro
con que teje esa red de color de miel que el indio lleva sobre la espalda y que
entrega las jarcias más recias, y esa otra hebra delicada que es la seda
artificial.
Da, además, con la herida que puede hacerse
en su corazón, el aguamiel, que cuaja en una azúcar cándida...
Este es, simplificadísimo, el paisaje del
Valle de México: suma suavidad y también suma sobriedad. Hay que salir de la
meseta, según me aseguran, para encontrar el paisaje agrio y exuberante".
Octavio Paz, Premio Nobel de México, en su
texto "El Pan, la Sal y la Piedra", 1990, escribe: "Hoy se lee
poco a Gabriela Mistral, su obra no padece en el purgatorio de la literatura,
sino en su limbo. Este olvido es un signo, uno más, de la frágil memoria
histórica de los hispanoamericanos. La poesía de Gabriela Mistral es un
manantial que brota entre rocas adustas en un alto paisaje frío, pero calentado
por un sol poderoso; olvidarla es olvidar una de nuestras fuentes. Más que una
falta de cultura, es un pecado espiritual. Pero las quejas y las imprecaciones
son vanas. Recordar, solamente que, entre los escritores hispanoamericanos que
vivieron en México en los primeros años de la década de 1920, invitados por
José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación de la joven revolución
mexicana, Gabriela Mistral fue la figura más destacada. La otra gran figura,
Haya de la Torre, pertenece al mundo de la política. La presencia de Gabriela
Mistral en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que una
coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria: son las dos grandes poetisas de nuestras
tierras. Mejor dicho de la lengua española, pues Santa Teresa es notable por su
prosa y Rosalía Castro es, sobre todo, una poetisa gallega”, termina Paz.
Ya instalada trabajando en México,
contribuyó decididamente a la reforma de la educación que implantaba José
Vasconcelos, y que luego había de extenderse a toda América; esta experiencia,
como lo narra ella en "El Mercurio" de Chile, era inédita. Luego de
conocer la Escuela Francisco I. Madero, escribe:
"Empiezo a dar mis impresiones de la
enseñanza en México con la más pobre de todas las escuelas, con la que encontré
más desnuda en mi
primera visita, y a la que he
visto crecer bajo mis ojos, en dos meses, por una de esas maravillas que sólo
hace el espíritu, que no podrá hacer nunca sino el espíritu.
Para llegar hasta ella el automóvil me hizo
atravesar el barrio (o rumbo, como aquí se dice) más abandonado y feo de la
gran ciudad; puro arrabal, casas de obreros y de trabajadores, semejantes a
aquellas otras en que nosotros arrojamos a morir a nuestro pueblo obrero. Al
entrar en la escuela mi primer pensamiento fue mezquino: "¿Para qué
traerán a ver un colegio tan pobre a una extranjera?" Porque es de estilo
en estos casos en muchas partes, mostrar a los visitantes los grandes colegios
de parquets brillantes y de aulas decoradas.
Pero el pensamiento maligno desapareció en
cuanto yo llegué al primer patio. Una multitud de niños, de pobrecitos,
desarrapados, hacia labores de huerto: regaban, removían la tierra,
desmalezaban, entre un rumor jubiloso de colmena de octubre. Fui acercándome
desorientada primero. Una hora después mi estado de alma era un respeto y un
fervor religioso por lo que estaba viendo. Tenía delante de mí realizada en
tierra mexicana la escuela que soñó León Tolstoi y que ha hecho Tagore en la
India: la racional escuela primaria agrícola, que debiera formar el ochenta por
ciento de los colegios en nuestros países, sueño mío ella desde hace quince años.
El maestro que me guiaba iba apoyándose en
su azadón. Le pregunté de qué Escuela Normal tenía título, para rastrear
la fuente de un espíritu
extraordinario en el
gremio pedagógico, por su
sentido práctico. Supe que salió
de una Normal, a poco de haber entrado, lleno de desencanto. Ha sido un bien.
Las Normales suelen entregar excelentes educadores.
Yo cuento entre mis amigos de Chile y México
algunos de ellos; pero son excepciones, tardías, distanciadísimas excepciones;
la regla es que caracteriza a estos colegios una congestión libresca, que dan a
sus alumnos una vanidad intelectual enorme que puede verse en el hecho de que
el normalista chileno considera una injuria que se le dé un nombramiento de
escuela rural y, si llega a ésta, vive
al margen de la población campesina, desdeñando a ese pueblo del cual viene
siempre, y al cual está destinado.
Caracteriza a los estudiantes de pedagogía
el concepto un poco infantil de que el aprendizaje de las
biografías de todos los maestros de verdad, los Pestalozzi, los Froebel,
significan alguna adquisición efectiva, siendo que lo único necesario es que la
lectura de estas biografías los encienda
de apostolado y les dé el espíritu
heroico que ha sido el de esos hombres, y sin el cual una cultura -pedagógica,
filosófica, científica en general- no les servirá sino para ser lucida en un
discurso de aniversario...
-¿Cómo hizo usted esta escuela, compañero?
-fui preguntándole.
Estábamos sentados delante de una mesa
rústica y yo compartía la comida frugal del hombre tolstoiano.
Y fue contándome la formación de su Escuela
Granja, con la sencillez con que nuestros campesinos cuentan la poda de sus
árboles.
-Este terreno -empezó diciéndome-, formaba
el parque "Francisco Madero", enteramente abandonado y que si de algo
servía, era de sitio de bacanales populares en los días festivos, de
borracheras y riñas de la infeliz población aglomerada en torno.
La Sección de Desayunos Escolares que
sostiene el Gobierno, enviaba aquí diariamente a su jefe, señorita Elena
Torres, para hacer el reparto en la Escuela Primaria que daba al parque. Fue
suya la idea de solicitar el gran terreno baldío a la autoridad y destinar las
dos hectáreas a una Escuela-Granja, que sería el primer ensayo de esta índole
hecho en la enseñanza primaria de México. Se obtuvo la concesión.
Afortunadamente, mis jefes me dejaron en entera libertad de acción; no se me
fijaron programas; no se me ataron las manos con reglamentos. Un día empecé a
cultivar una parcela en el centro del terreno, y dije a los niños solamente que
hicieran lo que yo fuera haciendo.
Ellos verificaron el reparto del suelo en
pequeñas secciones y se las distribuyeron. No les di lecciones previas de
agricultura, porque no creo en la enseñanza teórica, sino como cosa paralela
con la práctica y a veces como posterior a ella.
Se fue poblando la tierra eriaza y fea de
las pequeñas manchas verdes de hortaliza. Había que ver con qué ardor
trabajaban mis pequeñitos agricultores, siempre con mi vigilancia, pero sin mi
ayuda, para enardecerlos de esfuerzos. No he querido matarles la alegría
ingenua de que descubran ellos, de que se sientan menudos creadores...
Vino la cosecha. La hizo cada uno por separado en su parcela. Yo
envié algunos niños a invitar al Ministro de Educación para que la viera. Y
aquí comienzan las numerosas incidencias gratas que han ido levantando la
escuelita pobre, creándole el prestigio y la simpatía.
Los niños pedían inútilmente una entrevista
con el atareado funcionario. Cuando el señor Vasconcelos supo de qué se
trataba, los hizo pasar, entre el asombro consiguiente de los empleados
subalternos. Vino a la escuela, vio la cosecha y desenterró algunos betabeles
(remolachas). Y este hombre, que tiene un ojo tan agudo para mirar lo que en la
enseñanza es corteza pintada y muerta y lo que es verdad viva, tuvo una mañana
de alegría y comprendió lo que de allí iba a nacer.
Yo dejé que cada uno de los niños se fuera
al mercado con su liviana cosecha. Volvieron descontentos a contarme que los
revendedores les habían pagado muy mal las legumbres, les habían dicho que no les convenía perder
tiempo en adquirir lotes tan insignificantes.
Dedujeron ellos mismos que necesitaban
asociarse y encomendar a uno solo la venta total. Dedujeron, además, que no
toda la semilla empleada había sido de buena calidad y que deberían comprarla
selecta. El mismo día se fundó la cooperativa para adquirir semilla y se nombró
el encargado de la venta. Se crearon también un Banco minúsculo y una Caja de
Ahorros. Las utilidades se distribuirían de este modo: un tercio para el
agricultor; un tercio para la adquisición de útiles y otro para la Caja de
Ahorros, hasta capitalizar cinco pesos (veinte pesos chilenos), con lo cual
adquiriría un traje cada uno de los
pobrecitos campesinos.
Cuando después de tres cosechas varios niños
pudieron comprar calzado y ropa, y los efectos de la organización, fueron
apreciados por ellos mismos sin necesidad de que se les hiciese una lección sobre el asunto, el
entusiasmo fue tal que tuve a mi alrededor un clamoreo de peticiones de tierra
y la aumentó su matrícula espléndidamente.
Les dije que había de conseguir esa tierra
con ellos, dando a conocer la escuela: irían ellos a cada no de los periódicos
y traerían a los reporteros a ver lo conseguido y no a oír disertaciones
interesadas... Se buscaría la ayuda de los Jefes del Ministerio, en ausencia
del licenciado Vasconcelos. Se traería aquí a los miembros de las sociedades
agronómicas. Les aseguré, que todo vendría, desde las herramientas hasta los
terrenos Y es que conozco a mi raza. Sé que todo está en convencerla con la visión directa del bien
que se hace y que hay un descontento muy grande hacia la vieja escuela
primaria, que se nos hizo retórica y perdió el sentido de la realidad,
descontento que sólo espera ver surgir
una cosa diferente y verdadera para remplazar lo que ha fracasado.
Hasta aquí llegó mi primera conversación con
el maestro Arturo Oropeza. Ya empezaba la campaña de la prensa. Cada día yo iba
leyendo uno y otro artículo y sentía un placer muy grande por la comprensión de
este pueblo hacia el oscuro maestro del arrabal...
El coronel Rojas llega un día en busca de
los niños a ofrecerles el terreno colindante: cinco hectáreas casi baldías,
donde pastaban unos cuantos caballos. Fue enorme el asombro de los
campesinitos. Ya no tendrían la parcela de diez metros, que recorrían varias
veces en la mañana con su azadón y sus manos... Pero ahora se necesitaban
tantos útiles de labranza y tanta semilla, que el Banco Cooperativo iría a la
quiebra. El Ministro de Agricultura, señor don Ramón De Negri, vino a sacarlos
de la confusión: fue el segundo Rey Mago. Su Ministerio ha entregado a la
Escuela Francisco I. Madero una dotación completa de maquinaria agrícola, vacas
para un establo que ya se construye, gusanos de seda, colmenas y algunos
técnicos que guíen a los niños.
Una visita de los profesores norteamericanos
que hacían en este tiempo curso de español en la Universidad de México,
significó a la Escuela el pequeño capital para la adquisición de una imprenta.
Como todo organismo espiritual, necesitaba este la palabra múltiple para la
propaganda. Empezó a publicarse "El Niño Agricultor". Quincenalmente
aparece la publicación de la cual tengo a mucha honra ser colaboradora, y que
los chicos vocean en las calles. Toda la vida de la escuela se cuenta allí; las
experiencias de los campesinos, como se siembran y se cultivan las parcelas,
breves y graciosas monografías de plantas, el movimiento de fondos, las visitas
que se reciben, hasta los fracasos de los agricultores que riegan mal... Está
desde el editorial minúsculo hasta la diminuta crónica, escrita por los
muchachos.
Quise darles un día algunas indicaciones
sobre periodismo infantil; pero vi que poco las necesitaban. Fuera de sus errores de ortografía, ellos
saben muy bien lo que deben publicar para que los lectores sigan la vida de la
colonia y el tesoro de la simpatía aumente y aumente.
Oí una vez a un orador de doce años explicar
a sus compañeros algunas reformas que le parecían necesarias. Visitábamos la
escuela los Maestros Misioneros (profesores de indígenas repartidos por todo el
país) y yo, que les había invitado en una sesión de su congreso, que presidí, a
conocer la maravilla que el entusiasmo y la fe de un hombre estaban haciendo en
el jirón más desgraciado de su
metrópoli Nos detuvimos a escuchar, y es la verdad que se sacaba más provecho
de aquel discurso que de muchos discursos pedagógicos. Trataba el orador de la
biblioteca en formación.
Me asombra la facilidad extraordinaria de
expresión que tiene este pueblo mexicano, desde la niñez. La dicción aventaja a
la de cualquier profesor chileno.
Confieso que cuando les hablo me esfuerzo un
poco en pronunciar mejor mi español tan chileno... Ha sido mi mayor alegría oír
conversar a los pescadores en el lago de Chapala, a los obreros de cerámica en
las fábricas de Puebla, y por todas partes, a los campesinos. Y este encanto de
su lenguaje tal vez sea una de las
cosas que les ha ganado mi corazón tan profundamente. Porque para mi lo mejor
que tiene México en su haber para el futuro, es su masa indígena, esta pasta
racial sencillamente maravillosa que
son el indio azteca, maya o tolteca.
Vuelvo a la escuela y a mi orador infantil.
Hablaba aquel niño sin el énfasis tan común a los escolares que hacen
discursos, con la claridad del que conoce muy bien su asunto, y con un acento
cordial en el que yo una vez más reconocía la dulzura del pueblo mexicano, la
dulzura india que yo he visto en todas las expresiones genuinas de su alma: en
las canciones, en el trato de la mujer y del amigo.
La escuela Francisco I. Madero ha triunfado
en meses y se ha impuesto enteramente. Pero lo más importante no es su éxito
individual; es el haber dado el tipo de la escuela que el país necesita
derramar de Estado en Estado.
-Yo quiero -me dice la habilísima
colaboradora del maestro Oropeza, señorita Elena Torres-, que se haga en torno
de la ciudad una especia de cerco de bien, de redención, que vaya del arrabal
hacia el centro, limpiando el ambiente moral de la ciudad. Vea usted: en dos
meses se han cerrado cinco pulquerías (lugares de expendio de licores), que
infestaban este desgraciado rumbo. Ya tenemos en la escuela un cinematógrafo
que atrae a los obreros. Así, lo que estamos haciendo no es sólo enseñar a leer
y a escribir, cosa que constituye la labor única a que se creía llamada la
escuela primaria, tan mezquina de horizontes generalmente. Como todos los niños
del barrio no querrán ser agricultores, me siguen informando, ya hemos formado
cursos de pequeños sastres, de tipógrafos y mecanógrafos.
La labor del hombre humilde que me parece
salido del Evangelio, ha sido el grano de mostaza de la parábola. Sigámosla.
Estoy interesada vivamente en que las cooperativas agrícolas se propaguen,
educando a todos, a los grandes también,
en esta materia descuidada por nuestros países; el Ministro de Hacienda,
señor don Adolfo de la Huerta, ha destinado cien mil pesos mexicanos (cuatrocientos
mil chilenos) para la formación de un Banco de Crédito, que servirá a todas las
escuelas granjas futuras. Hay que mirar con ojos maravillados este éxito moral
y económico.
Y las iniciativas del director Oropeza no se
agotan. Ya tiene la escuela una sección de peluquería, atendida por los mismos
alumnos, y para su propio servicio: ¡Venían tan revueltas algunas cabecitas de
niños del arroyo! El parque estaba ya enteramente limpio e higienizado; pero
las calles vecinas, el barrio entero, como he dicho, tenían la suciedad de
todos los suburbios.
Los escolares empezaron a servir a sus
vecinos. Una comisión de ellos se apersonó al Ayuntamiento para solicitar los
carros de aseo urbano, y ellos mismos se han encargado de hacerlo en parte, de
dirigirlo en otra.
Estos y otros servicios extraordinarios de
los alumnos son recompensados con un bono de desayuno. Ha habido trabajadores
exageradamente laboriosos, que llegan a ganar tres bonos al día. Se pensó, por esto, en crear una Liga
Protectora Infantil para favorecer a los pequeños del barrio que aún no van a
la escuela, y que, por lo mismo, no tienen derecho a recibir la ración de
alimento matinal. De este modo objetivo y no con discursos, se combate el
egoísmo entre los niños.
El jefe de la educación primaria, señor
Roberto Medellín, lógicamente ha tenido que mirar con respeto afectuoso la
personalidad del que era el último de sus subalternos. Envía semanalmente a la
escuela Francisco I. Madero, un Orfeón Popular, que está formando otro
Infantil, y le manda también maestras de declamación para que en el año próximo
la extensión primaria, o sea los
espectáculos educadores que así llamamos en Chile, sea atendida enteramente por
los alumnos. Ya he hablado en otra ocasión a los lectores de "El Mercurio"
del cariño que siente el pueblo mexicano por la música, y he dicho que esta es
la raza que canta, no sólo dentro de los Conservatorios, sino derramada por sus
campos entre el gozo de los maizales.
Mis dos compañeras chilenas, la escultora
Laura Rodig y la maestra normalista Amantina Ruiz, van a la escuela-granja a
dar clases de dibujo y de gimnasia, y yo en poco más cumpliré a los niños mi
promesa de ir a enseñarles algunas canciones de las escuelas chilenas.
¿Qué serán estos niños en diez años más?,
¿qué los diferenciará de los otros formados en las escuelas primarias? No
serán, por cierto, aspirantes a bachilleres, postulantes eternos a empleos, que
llenen pasillos de Ministerios, pidiendo con un montón de recomendaciones el
puestecito fiscal más mezquinamente remunerado, con tal de ser miseria dorada,
pobreza decente. Ni serán tampoco hombres unilaterales, sin la visión de unidad
de la vida que caracteriza a los intelectuales: ni pesimistas que se han
hinchado de odio y de desaliento por su pequeño fracaso, del cual no tienen la
culpa sino sus manos torpes y su mente amodorrada. Serán eso que es para mí lo
más grande en medio de las actividades humanas: los hombres de la tierra,
sensatos, sobrios y serenos, por el contacto con aquella que es la perenne
verdad. Harán una democracia, menos convulsionada y menos discurseadora que la
que nos ha nacido en la América Latina, porque, hay que decir mil veces este
lugar común: la pequeña propiedad (que ellos exigirán y que conseguirán en
México), aplaca las rebeldías, da dignidad a la vida humana y hace el corazón
del hombre propicio a las suavidades del espíritu. La pequeña república agraria
que estos niños han creado, les irá revelando el régimen económico y los
caminos por donde se busca la prosperidad de un país: no tendrán el odio de la
riqueza, que sólo cuaja cuando el
hombre no tiene nada que defender ni amar
bajo el sol porque sea suyo.
No es que me haya lanzado en un río de
fantasías; es que palpo, por primera vez en mi vida, lo que significa la
pequeña experiencia de los niños sobre los grandes problemas sociales. He visto
la fuerza estupenda que tiene la enseñanza económica cuando se hace carne en
los hechos y no se da como palabrería gárrula. Ha habido momentos en que la
masa de escolares que trabaja en la tierra, por la que trabajaba en la tierra,
por la
sensatez que ponía en su trabajo, por las intuiciones que alcanzaba, me
ha parecido una República de verdad, y me he sentido embriagada de una fe muy
grande.
Suelo decirle al maestro Oropeza que hay
para felicitarse de la miseria inicial de su colegio, de sus salas desnudas.
Porque todo eso lo ha hecho sacar a sus alumnos al Parque, y cambiar el aula
techada, por esta aula de Dios que es su cielo mexicano, siempre azul, bajo el
cual la lección es más verdad y
más belleza, donde la ausencia de la
clásica tarima hace al maestro sencillo y espontáneo y la proximidad a la
tierra le da vergüenza de gastar diez horas enseñando análisis gramatical.
Si, mi compañero. Hay que alabar esta vez
con San Francisco, a la santa Pobreza, que hace suplir con espíritu los
materiales; a la buena Pobreza, que mata la vanidad y da inspiraciones y
fervores que usted tal vez no hubiese tenido en un gran colegio con
laboratorios y gimnasios. Y hay que alabarle
a Ud., como a un caso de milagro entre la masa de los maestros, que se sienten
injuriados cuando se les manda a la escuela del suburbio, porque creen que un
titulo más o menos decoroso, es una patente para exigir situaciones
espléndidas, y esquivar la fusión con el pueblo, del cual somos.
Aunque
su escuela sea laica como todas las del país, deje que yo la sienta el tipo de
la escuela cristiana: casi nació en un pesebre; el coro de sus niños descalzos
ha debido ser el mismo que tuvo un día Jesús.
La escuela nueva que sueñan los obreros es esto que usted está haciendo.
No creen ya los trabajadores, y yo les acompaño en este escepticismo, en
aquella escuela que les enseñó todas las inutilidades y los lanzó a la vida con
las manos torpes para todos los oficios; ellos no aman; no pueden amar, al
maestro sin sentido de la vida que les robó la riqueza de la sangre en una sala
de clase oscura, y que les mató la
alegría de vivir al no ponerlos en
contacto con la tierra-madre, de la cual emanan el vigor y todas las
excelencias, más que de sus lecciones sin
entusiasmo. Y digo para terminar: ¿no habrá un gran propietario chileno
que entregue a un maestro de verdad, cinco hectáreas de suelo en los arrabales
de Santiago, para que se haga una escuela de esta índole? Aunque he hecho mal
la interrogación: el éxito que cuento empieza en el maestro, y acaba en el
rico generoso".
La maestra Elena Torres, recuerda que cuando
Gabriela Mistral fue invitada a conocer el trabajo que se estaba realizando en
la Escuela Francisco I. Madero, "simplemente se quedó trabajando. Ella
eligió, justamente, nuestra escuelita para iniciar su labor. Todos esperaban
que iba a trabajar desde un escritorio, pero no, se dedicó a enseñar a los
niños a labrar la tierra, a escribir su propio diario con noticias que les
interesaba, a enfrentar las enormes dificultades de sacar adelante el trabajo
con un mínimo de recursos. Nos ayudó, especialmente, porque siendo ella una
figura pública, los medios noticiosos y las autoridades tuvieron gran interés
en ver cuáles eran los afanes educacionales de la maestra extranjera. Para
nosotros, su cercanía representó un desafío enormemente beneficioso. Digamos
que luego de su paso por nuestra escuelita, el trabajo que realizábamos se
extendió rápidamente a todas las escuelas públicas del país. Su desempeño en
México no fue fácil, pero ella terminó imponiendo su amor al oficio que la hizo
célebre".
En México, Gabriela se dedicó de lleno a
trabajar: a ella se debe el sistema básico de enseñanza de las primeras letras
en comunidades del campo y marginales, hoy extendido a toda América; así como
la creación de la Escuela Nocturna para los trabajadores y la organización de
escuelas ambulantes, que ideara Vasconcelos
con tanto acierto. En varios de sus escritos, que publica en Santiago a
partir de 1922, comenta la reforma educacional misionera creada al alero de la
Revolución mexicana. Debemos anotar que algunos de sus textos a México
conforman parte especialísima y muy delicada de su obra capital. Toca los más
diversos temas y en especial estos referidos a la reforma educacional, que por
sí solos pueden ser contenidos en un volumen aparte. Aquí solo podemos trabajar
con una breve selección. La Mistral escribe en Las misiones rurales:
"La secretaría de Agricultura de México
publica un semanario popular, "La Tierra", que es repartido
gratuitamente a los campesinos y a las escuelas. Su tiraje es de cien mil
ejemplares; consta de veinte páginas llenas de divulgación agrícola. Publica,
además, un Boletín mensual, destinado a las personas de mayor cultura, sobre
las mismas materias. Mensualmente también, edita cinco folletos de
especialización, acerca del cultivo científico de las plantas textiles,
forrajeras, de tinte, etc.
Diariamente la Secretaria lanza una hoja,
que yo leo todas las mañanas, sobre la dotación de ejidos a los pueblos. El
ejido, como se sabe, es la propiedad rural del indio. Tiene su origen en
disposiciones reales que dispusieron la entrega de predios a los naturales. La
independencia, aunque parezca ironía, fue poco a poco anulando la justicia que
hacían los Virreyes mismos... Mestizos audaces, hallaron medios
"legales" de expropiar estas tierras. El Gobierno del Presidente
Obregón ha restaurado la justicia colonial.
Día a día el Ministerio de Agricultura
informa, pues, sobre qué pueblo, del lejano Yucatán, de California o
Tehuantepec, ha recibido en una masa de ciento o quinientos campesinos, la
devolución de su suelo. La misma cotidiana circular enumera las cooperativas
agrícolas que se forman en cada aldea.
Aparte de esta propaganda activísima,
considerándola teórica, la misma Secretaría acaba de crear las llamadas
Misiones rurales.
Las misiones rurales son el éxito más
evidente de la obra de Vasconcelos y lo más sabio de su organización.
¡Curiosa composición de misiones! Los profesores son una parte solamente: la
faena educativa es un trabajo humano amplio, que debe abrirse a los hombres de
las diversas actividades. Como una sala cerrada, el problema educacional se ha
viciado de puro especialísimo, de contar con los hombres unilaterales de un
solo oficio. Vasconcelos habló muchas veces del "envenenamiento
pedagógico", de la debilidad que comienza en el organismo nutrido por el
alimento único...
Son, pues, las misiones de una hermosa
heterogeneidad: la Directora, una enfermera, tres maestros primarios, cuatro
carpinteros, algunos albañiles, un agrónomo, una modista, una profesora de
economía doméstica, el especialista de una pequeña industria... van a fijarse
en los pueblos indígenas durante dos meses. Enseñan a los indios a hacer sus
casas con procedimientos modernos; les demuestran las excelencias del cultivo
intenso del suelo; viven, comen, en común con ellos y les obligan a aceptar la
mesa, el servicio, la comida española; los instruyen en medicina casera y les
enseñan a leer en el plazo anotado.
Hacia
la Sierra.
Sale la misión de la capital, en grandes
camiones llenos de libros, de herramientas agrícolas, de semillas. Dejan atrás
la meseta de Anáhuac, esa suave perfección geográfica, donde la vida es
bondadosa; van adentrándose lentamente, pasan pequeñas ciudades, divulgando
"la buena nueva"; siguen por caminos todavía civiles, hasta entrar en
la sierra, ceñida de bosque, y
detenerse en la aldea que se ha escogido.
Los naturales ven llegar con curiosidad,
pero sin asombro, la comitiva extraordinaria.
Saben que su país se está rehaciendo y tiene la agitación de una fragua
que ahora calienta a la Patria desde el centro hasta las extremidades. Después
de los años porfirianos, en los que el indio dio su tributo, silenciosa e
irónicamente, sin preguntar nada, se han transmutado los valores, se ha hecho
una volteadura total de ellos. El Gobierno legisla para el campo, y ha empezado
algo así como la vinificación de la sierra, que se incorpora a la nación viva.
Comitivas de ingenieros, que hormiguean por los campos, trazando la red de
caminos; dirigentes agrarios que van de aldea en aldea, dando conferencias
agrícolas; Vasconcelos y De Negri, llegando a explicar a la indiada la política
educacional y agraria.
El Indio.
El indio, que ha tenido siempre dignidad
humana, aunque ella no le fuese reconocida en cien años, ha adquirido ahora la
conciencia de su fuerza nacional. ¡Cuán
fácilmente se despierta el fondo de excelencia del hombre azteca, que tiene
raza de cuatro mil años de cultura! No hay que crearle como a otros indios americanos la sensibilidad, ni la altivez
del hombre libre, ni el sentido del trabajo manual, ni el de la cooperación.
Artistas han sido siempre, como el hombre del extremo oriente; como el pueblo
de Moisés, vivieron un comunismo religioso, y saben compartir la tribulación y
la alegría. Acaso la cultura no sea sino estas dos cosas: la sensibilidad,
fuente de la piedad humana, y la capacidad de organización; ellos la tuvieron
siempre.
Se reúnen los indios, rodean a la misión y
van a informarse de lo que viene a hacer entre ellos. Yo no olvidaré nunca esos
verdaderos parlamentos al aire libre, en una plaza medio española, o sencillamente
sobre un camino. Llegan sin tropel: no hay raza más libre que ésta de la
grosería del tumulto.
Se sientan en esteras, como los japoneses, a
conversar; hacen sus quejas burlonas y delicadas sobre el abandono en que los
ha tenido el centro. Dicen sus necesidades: caminos, tierra, herramientas,
buena justicia rural y maestros que los comprendan; nada más.
Después van expresando la ayuda que pueden
proporcionar: ofrecen una o dos horas de trabajo colectivo gratuito. Ellos,
previo trazado del ingeniero, hacen las carreteras, como levantaron durante la
colonia sus iglesias.
Yo estoy viendo, mientras escribo, el grupo
oriental que se destaca contra la montaña, vestidos blancos, grandes sombreros
que alcanzaban a darme sombra...
Los que no hablan español, buscan al
intérprete. Conversan de igual a igual, con el Ministro de Agricultura, como
con la maestra de escuela extranjera: ¡tienen cuatro mil años para ser dignos!
Sencilla Exposición.
La Directora de la misión les resumía más o
menos así el plan, sin discurso de tabladillo: -Venimos a construirles una
escuela. Traemos el fierro y la madera. Uds. nos darán los ladrillos y dos
horas diarias de trabajo. Mientras la escuela se levanta, aprenderán Uds. a
leer, plantando los árboles o en una capacitada escuela, va a tener una o dos
cuadras de tierras fiscales. Haremos el huerto frutal, de donde Uds. sacarán
después las especies nuevas para poblar la región. Las mujeres cultivarán con
nosotros la hortaliza y el jardín escolar. Cada domingo, almorzaremos en una
mesa común. Tienen durante tres meses una enfermera para que les de prácticas
de salud; quedará un botiquín en su escuela. Los que quieran aprender otro
oficio, ayudarán a ir haciendo el taller de zapatería o de jalones. En la tarde
de los sábados, les haremos la lectura comentada; hemos traído una biblioteca
formada de obras sencillas.
Los indios interrumpen cortésmente,
ofreciendo ayuda. Señalan a los buenos
carpinteros que tienen; explican qué árboles desean adquirir; ofrecen maíz y verduras
para la comida en comunidad; dan ideas inesperadamente valiosas; dejan caer de
pronto una broma. Hay en el grupo la jovialidad india, a la que debo mi alegría
nueva. Se presentan unos a los otros: el que sabe algo de medicina natural, el
que puede hacer de "monitor", el buen cantero.
Nada de largos preparativos; las empresas de
Vasconcelos llevan un imperativo de rapidez, que aviva el ritmo más lento. Se
cortan los adobes o se hace la construcción de paredones. Los indios cantan
trabajando, y cuando menos se piensa se está cantando con ellos; hemos entrado
en su gozo. Tienen, por excelencia, el don del trabajo dichoso; no aceptan una
jornada demasiado larga, que los agote, ni tampoco la faena silenciosa de
peones egipcios de las Pirámides...
Oyéndoles hablar mientras trabajan, sabemos
cómo viven, qué problemas tienen y hasta las penas amorosas en que andan... A
los tres días, yo bromeaba con ellos, que en el comienzo recelaban un poco de
mi rostro de cariátide.
A veces se hacia la escuela en dos semanas.
Cuando la techumbre empezaba a cubrir las murallas, la misión tenía su fiesta:
un banquete de frutas, la comida india de puras combinaciones con el viejo maíz
sagrado, todas las canciones de la comarca y el derramamiento de color vívido
en las faldas y los pañuelos de las mujeres.
¡Mi México! El único que está en el corazón;
mis indios de palabra sobria y donosa; mis niños de largo ojo oscuro, que me
corregían la pronunciación de una palabra azteca; mis mujeres de piel dorada y
habla dulcísima; qué decoración antigua, contra la mole blanca del
Popocatépetl, la de su vieja danza española, bailada con el cuerpo de la reina
Xóchitl.
Paralela con la faena de los albañiles, la
de los hortelanos. Tierra enorme: cabe la América en ese dorado cuerno de
México, que hasta en el dibujo geográfico tiene la gracia; suelo domado por
cuatro mil años de cultivo y pintado de color por las gredas más hermosas del
mundo.
Colaboración de Ministerios.
El Ministerio de Agricultura colabora, como
es lógico que se haga en todas partes, con el Educativo, para la civilización
rural de México. Me parece que esta unión daba más sentido humano a las
misiones escolares; igual impresión me daba la alianza del Ministerio del
Trabajo.
Andaba la enfermera de visita por las casas;
a la vez que regalaba una medicina, daba prácticas sencillas de higiene. Mujer
venida de la ciudad, se asombró de que los indios se bañen mucho más que las
señoras de la capital.
En las mañanas las orillas del río blanquean
de ropa, y viene una gritería gozosa de nadadores "que repechan el agua
jadeando". La enfermera tiene que respetar muchísimos nombres aztecas de
hierbas maravillosas, lo mismo que los de sus
sales, y volverá con una química más viva a la capital...
El
Cuerpo Azteca y Maya.
Con un médico y con el pintor Montenegro,
conversábamos del cuerpo indio, delgado y fuerte como la varilla del sauce.
-Caminan -me decían-, tal vez sean el hombre
que más camina en la tierra, y la marcha les ha dado esta gracia. Miran como un
espectáculo grotesco a los grasos funcionarios que suben a duras penas un
repecho a caballo. ¡Cómo se ha olvidado el género humano de caminar, Gabriela!
La cara cansada con un surco a cada lado de
la boca, que es la de los otros indios americanos (y la misma española de
usted), no aparece entre estas gentes. Aceptan el trabajo manual, sin el
exceso bárbaro de un obrero
yanqui. El dolor morboso no lo conocen,
en medio de la fiesta que son su mañana y su medio día, respirando el bosque de
vainilla y el manglar. Para dibujar una
teoría humana, de friso antiguo, yo me pongo en un camino al atardecer.
-Son el oriente -les digo-, pero un oriente
sin el opio y sin la servidumbre del Mandarín. Son hombres libres que gozan de
la vida como de una Navidad permanente, en una tierra sin fango y sin aridez.
Yo les veo conservar lo mejor de las razas viejas, dentro de una frescura de
infancia. Nacer en la meseta de Anáhuac es una gracia de Dios, equivalente a
nacer en una colina de Fiesole. Venir de
la meseta de Castilla, ya es traer una apretadura de greda dolorosa en el
corazón heroico, pero duro.
Transformación de Normalistas.
Se arrancaba a los maestros de la limitación
pedagógica, la mayor de las limitaciones humanas, para volverles la cara hacia la
tierra y sus materiales creadores. Veía transformarse en otra cosa más profunda
a los jóvenes de las Normales, en eso que para mí es el cabal tipo humano: un
puente que baja desde el conocedor al artesano.
Soltura nueva adquirían los brazos caídos de
los bancos de escuela, injertando un naranjo. La química con que se había
jugado escribiendo una fórmula sobre el pizarrón escolar, era la cosa viva que
hervía en los jabones. El motivo de decoración, hecho con pereza sobre un
caballete, adquiría sentido, apareciendo en la estera de juncia, que tejía un
niño indio.
¡A agrarizar con los manuales de divulgación
y con los azadones, y a industrializar sobre los bancos de la carpintería, que
no se industrializa de otro modo!
Vida
Común.
El huerto escolar no alcanza a verlo la
misión, con sus cuadros plateados de olivos y con la donosura de los duraznos
floridos. Pero la hortaliza sí, y las últimas comidas dominicales han sido de
coles y lechugas propias. Mientras al costado se iban gritando ya con cierta
soltura, las lecciones del silabario, crecían las habas... Y era una de las
formas simpáticas de la vanidad, la de
ir contando, mientras se comía, a qué mano era deudor el vecino del buen plato
de arvejas... (Más simpática que la de ufanarse por una prueba de geografía
saqueada del noble Recius).
Haciendo Una Civilización Rural.
La misión va a seguir hacia la aldea
próxima. Deja atrás de ella, como los misioneros colonizadores que mandó
España, creado moralmente un pueblo. No hemos hecho cosa semejante los
educadores en toda la América. Queda una indiada dirigiendo una Cooperativa
Agrícola, leyendo los cuentos de Tolstoi y las parábolas del Evangelio en la
tarde lenta del Anáhuac; las mujeres cosen sus vestidos en las máquinas de la
escuela, dotada para la comunidad; las plantas de otras zonas se han
transportado como en una fábula al huerto doméstico. Es la segunda fundación de
México; se vuelve a vivir un tiempo épico y los que tienen la conciencia del
momento trabajan como los héroes civilizadores de la mitología; como Hércules y
como Eneas. La pulsación más vigorosa del Continente en esta hora es la de
México. La ha escuchado con su oído fino ese gran atento de la época que es Romain Rolland.
Todo hombre americano que tiene el sentido
de la honra española se siente deudor a esta faena. Existe un verdadero desafío
entre las dos culturas del Continente; los regionalistas, satisfechos de su
parcela próspera, no saben que la honra común española juega su última suerte
en aquella frontera de la raza. Los que hemos visto hablamos con este tono que,
no es de profetismo romántico, sino de ansiedad.
La civilización rural que verifica México,
está por hacerse en nuestros países. Tenemos una vanidosa cultura urbana, es
decir, hemos civilizado a una quinta parte de nuestra población. Olvidamos el
analfabetismo campesino y las tierras baldías. El suelo abandonado es una
expresión de barbarie; el campo verde revela mejor que una literatura a los
pueblos".
Solía decir la Mistral que no iba sino a los
pueblos en que podía servir, y en México sirvió (“pero aprendí más de lo que
enseñé”, diría). Solía repetir: “Es muy importante ver un rostro humano”, y así
como se desempeña en el Distrito Federal, vive no cortas épocas trabajando en
Veracruz, Chapala, Cuernavaca, Zacapoaxtla, en el Estado de México, en Michoacán, en Pátzcuaro,
reside en Janitzio y en diversos pueblos de Oaxaca, especialmente en Cuautla de
Jiménez, donde formó una escuela originalmente al aire libre, que hoy lleva su
nombre, en comunión plena con el pueblo Mazateco, quienes, según dice la
tradición "vinieron de allá donde las flores", con solo un bagaje de
sabiduría acerca del mundo verde, conocimientos que en parte la legendaria
curandera María Sabina traspasa en esa época a la comunidad científica
internacional.
Igual que María Sabina y los mazatecos, por
tradición, Gabriela Mistral amaba al reino vegetal, y conocía extraños secretos
del uso de los alimentos verdes, refiriéndose en su obra no pocas veces a
herbolaria y el mundo de las plantas. Los niños del Valle del Elqui, desde el
seno de su hogar, conocen el peyote que crece en el norte de Chile con la forma
de cactus altísimos; y que los mazatecos llaman "angelitos" que
brotan allí donde se detuvo a descansar Quetzalcóatl.
Ciertamente, Gabriela se relacionó en el
pueblo mazateco directamente con las mujeres de la cofradía del sagrado Corazón
de Jesús, formada por las madres del lugar, todas poseedoras de la sabiduría
tradicional, a la que accedió. Muchas fulgurantes imágenes de su literatura
provendrán de ceremonias antiguas que se preservan en la zona mazateca. En esta
Imagen de la Tierra, escribe:
“No había visto antes la verdadera imagen de
la Tierra. La Tierra tiene la actitud de una mujer con un hijo en los brazos
(con sus criaturas en los anchos brazos). Voy conociendo el sentido maternal de
las cosas. La montaña que me mira también es madre, y por las tardes la neblina
juega como un niño por sus hombros y sus rodillas. Recuerdo ahora una quebrada
del valle. Por su lecho profundo iba cantando una corriente que las breñas
hacen todavía invisible. Yo soy como la quebrada; siento cantar en mi hondura
este menudo arroyo y le he dado mi carne por breña hasta que suba hacia la
luz”.
En uno de sus famosos "Recados",
el dedicado a la maestra María Dolores "Lolita" Arriaga, que, por
entonces, trabajó con ella en la Sierra Madre, le dice:
Lolita Arriaga, de vejez divina,
Luisa Michel, sin humo y barricada,
maestra parecida a pan y aceite
que no saben su nombre y su hermosura,
pero que son los "gozos de la
Tierra".
Maestra en tiempo rojo de Vikingos,
con escuela ambulante entre vivacs y rayos,
cargando la pollada de niños en la falda
y sorteando las líneas de fuego con las
liebres.
Panadera en aldea sin pan, que tomó Villa,
para que no lloraran los chiquitos, y en
otra
aldea del azoro, partera a medianoche,
lavando al desnudito entre los silabarios
O escapando en la noche del saqueo
y el pueblo ardiendo, vuelta salamandra
con el recién nacido colgado de los dientes
y en el pecho terciadas las mujeres.
Provincia y perdón de tus violentos,
cuyas corvas azota Huitzilopochtli, el
negro,
porque todos son buenos, alanceados del
diablo
que anda a zancadas a medianoche
haciendo locos...
Comadre de las cuatro preñadas estaciones,
que sabes mes de mangos, de mamey
y de caña, mañas de raros árboles,
trucos de injertos vírgenes;
floreal y frutal con la Cibeles madre.
Contadora de "casos" de iguanas y
tortugas,
de bosques duros alanceados de faisanes,
de ponientes partidos por cuernos de venados
y del árbol que suda el sudor de la muerte.
Vestida de tus fábulas como jaguar de rosas,
cortándolas de ti por darlas a otros
y tejiéndome a mí el ovillo del sueño
de tu viejo relato innumerable.
Bondad abrahámica de Lola Arriaga,
maestra del Dios del cielo enseñando en
Anáhuac,
sustento de milagro que me dura en los
huesos
y que afirma mis piernas en las siete
caídas.
Encuentro tuyo en la tierra de México,
conversación feliz en el patio con hierba,
casa desahogada como su corazón,
y escuela tuya y mía que es nuestro largo
abrazo.
Madre mía, sin sueño, velándome dormida
del odio suelto que llegaba hasta la puerta,
como el tigrillo, que hallaba tus ojos,
y que se iba con carrera rota...
Los cuentos que en la Sierra a darme no
alcanzaste
me los llevas a un ángulo del cielo.
En un rincón, sin volteadura de alas,
dos viejas blancas como la sal, diciendo a
México
con unos ojos tiernos como las tiernas aguas
y con la eternidad del bocado de oro
en nuestra lengua sin polvo del mundo!"
En 1978, en declaraciones a El Sol de
México, que rescata el profesor Rubén Vizcaíno Valencia, María Dolores
"Lolita" Arriaga, esta maestra de botánica que cultivó la amistad de
la Nobel, recuerda así su desempeño en la Revolución:
-La maestra Mistral luego de casi un año
trabajando en el Distrito Federal, decidió entonces salir a las misiones. Sus
dos compañeras chilenas, que la habían acompañado desde su llegada, volvieron a
su país y ella había quedado sola. Fuimos encomendadas para escoltarla quien
habla y Palma Guillén, lo que nos fue designado por oficio presidencial. Las
instrucciones del entonces presidente Álvaro Obregón indicaban que debíamos
servirle de apoyo en cada una de sus tareas. Palma Guillén era desde antes su
amiga, las presentó Alfonso Reyes, y yo le fui recomendada por José
Vasconcelos. No me costó nada acostumbrarme a la maestra Mistral, era una mujer
de apostura que sabía lo que quería e iba directo a cumplir su oficio. Sin
perder el tiempo. Yo había oído entre los maestros decir que ganaba un sueldo
enorme, que se le pagaba en monedas de oro; la verdad es que el sueldo de ella
era el mismo de nosotras, que era nuestro sueldo normal de maestras más una
asignación de campaña y los viáticos de traslado y cosas que ocupábamos para
nuestro trabajo rural. Jamás se preocupaba de juntar sus notas de gastos, yo lo
hacia por ella, a quien no le interesaba en lo más mínimo el dinero, era
absolutamente desprendida de las cosas materiales. Era humilde porque igual
estaba enseñando desde una mesa que trabajando la tierra o diciendo poesías a
los niños. Nos trasladábamos a caballo, en carreta tirada por bueyes con nuestros
libros, una tienda de campaña, una cocinilla y la máquina para proyectar
películas. Nos alimentábamos con lo que encontrábamos en el camino. Aunque la
maestra era absolutamente desinteresada de la comida: podía alimentarse una
semana entera de frutas y verduras. Desde entonces, cuando trabajamos juntas yo
tomé a mi cargo la cocina. Donde ella estaba los niños se le acercaban; y los
más humildes campesinos esperaban su llegada, porque se habían corrido la voz
de que ella era enviada del presidente, pidiéndole toda clase de cosas; siempre
atendió a todo el mundo, labor en que la ayudamos desde entonces con Palma, así
como cada vez que ella volvió a México.
"Recorrimos todos los pueblos aledaños
al D.F. Se sintió luego inclinada a trabajar en la zona de Oaxaca, en que
detectamos la mayor necesidad. En Cuautla de Jiménez fuimos recibidas por María
Sabina, a quien yo había conocido antes por el interés que me despertó Gordon
Wasson al hacer públicos sus descubrimientos medicinales a partir de informes
botánicos proporcionados por la sabia curandera. Entre los mazatecos, que era
la tribu de la Sabina Madre, como la nombra la maestra Mistral, tuvimos
experiencias maravillosas; nos dieron más de lo que nosotras les enseñábamos;
en varios de sus escritos está esta impresión maravillosa del mundo que le
regaló México, donde siempre en su vida tuvo sitio seguro para volver cuando
quiso. Incluso ya siendo Premio Nobel, al retornar a trabajar como cónsul de
Chile seguimos haciendo lo mismo que practicábamos en nuestras casas de campaña
en las selvas y los desiertos: la ayudábamos con su correspondencia. Palma y yo
hacíamos una rigurosa lista de las cosas que le pedían y el sitio donde debían
ser entregadas; anotábamos los casos y la información necesaria; le pedían desde
muchas escuelas nuevas plazas para maestros, intercesión para que el Gobierno
construyera nuevas escuelas en sitios perdidos o para hacer de sitios eriazos
centros de cultivo, le pedían útiles y muebles para las escuelas, semillas para
sembrar y herramientas... siempre agregábamos una lista de los libros que
formaban la biblioteca que ideó ella con Vasconcelos, que eran primero
cincuenta títulos y que en unos dos años aumentaron a mil autores; repartimos
millones de libros... ella con Vasconcelos hizo realidad las bibliotecas
ambulantes, y aportó su libro "Lecturas para Mujeres", que la ubicó
de inmediato como algo más que una maestra dedicada a su oficio, como todas
nosotras; pero nunca nos hizo sentir su enorme poder, simplemente iba ayudando
a quien podía con la mayor naturalidad... ella firmaba las solicitudes que le
presentábamos con Palma, sin nunca que yo recuerde, haber rechazado una
petición de ayuda, y se las enviaba al presidente de turno; fue también amiga
de Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, M. Ávila Camacho y Miguel Alemán,
que era presidente cuando ella enfermó en altamar frente a costas mexicanas y
la mandó rescatar en helicóptero, quedándose un tiempo no corto en la
residencia presidencial de Mocambo en Veracruz, donde también fuimos encomendadas
junto a Palma para acompañarla".
Recordaba la maestra “Lolita” Arriaga que la
Mistral "nunca fue persona de muchas amistades; cuando en París vivió una
de las experiencias mayores de su vida, su maternidad que la historia debe
respetar, fuimos a acompañarla con Palma. Luego, ella fue con su hijo Yin-Yin al norte de África, donde lo
conocería su padre, y con Palma regresamos a México. También yo estuve con ella
unos meses en Brasil, poco antes de la trágica partida del pequeño Yin-Yin en Petrópolis. Cuando, unos años
después siendo Nobel regresó a México, era la misma amiga generosa de siempre.
El Recado que me envió es un regalo que coronó la amistad más cercana que me
dio la vida, sólo una muestra más de la generosidad de mi comadre, porque ella
fue la madrina de mi tercer hijo que lleva el nombre de Gabriel en su
homenaje".
En sí, su Recado a Lolita Arriaga es todo un canto a las cosas que amó
Gabriela Mistral de México. Tal cual María Sabina y su Cofradía de Madres del
Sagrado Corazón, la Mistral plantada en sus firmes piernas de campesina,
fumando impertérrita, hablando con su voz de dejo suave y cálido pero alto, era
también, a su manera, una chamana; destinada al tránsito por umbral elevado, más humanista, en que cabe
todo; por ello sus textos dedicados a México inspirados en su primera estancia,
suman lo mismo un parecer francamente político como la silueta de una figura de
la cultura, el maguey o el sol tropical.
En Silueta
de la India, escribe: "La india mexicana tiene una silueta llena de
gracia. Muchas veces es bella, pero de otra belleza que aquella que se ha hecho
costumbre en nuestros ojos. Su carne, sin el sonrosado de las conchas, tiene la
quemadura de la espiga bien laminada de sol. El ojo es de una dulzura ardiente;
la mejilla de fino dibujo; la frente, mediana como la de la frente femenina;
los labios, ni inexpresivamente delgados ni espesos; el acento dulce y con dejo
de pesadumbre: como si tuviese siempre una gota ancha de llanto en la hondura
de la garganta. Rara vez es gruesa la india; delgada y ágil, va con el cántaro
a la cabeza o contra el costado, o con el niño, pequeño como el cántaro, a la
espalda. Como en su compañero, hay en el cuerpo de ella lo acendrado del órgano
en una loma.
La línea sencilla y bíblica se la da el
rebozo. Angosto, no le abulta el talle
con gruesos pliegues, y baja como un agua tranquila por la espalda y las
rodillas. Una desflecadura de agua le hace también a los extremos. El fleco,
muy bello: por alarde de hermosura, es muy largo y está exquisitamente
entretejido.
Casi siempre lo lleva de color azul y
jaspeado de blanco: es como el más lindo huevecillo pintado que yo he visto.
Otras veces está veteado con pequeñas rayas de color vivo.
La ciñe bien: se parece esa ceñidura a la
que hace en torno del tallo grueso del plátano, la hoja nueva y grande, antes
de desplegarse. Lo lleva a veces puesto desde la cabeza. No es la mantilla
coqueta de muchos picos, que prende una mariposa oscura sobre los cabellos
rubios de la mujer ni es el mantón floreado, que se parece al tapiz espléndido
de la tierra tropical; el rebozo se apega sobriamente a la cabeza.
Con el rebozo, la india ata sin dolor, lleva
blandamente a su hijo a la espalda. Es la mujer antigua, no emancipada del
hijo. Su rebozo lo envuelve como lo envolvió, dentro de su vientre, un tejido
delgado y fuerte hecho con su sangre. Lo lleva al mercado del domingo. Mientras
ella vocea, el niño juega con los frutos o las baratijas brillantes. Hace con
él a cuestas, las jornadas más largas; quiere llevar siempre su carga dichosa.
Ella no ha aprendido a liberarse todavía...
La falda es generalmente oscura. Sólo en
algunas regiones, en la tierra caliente, tienen la coloración jubilosa de la
jícara. Se derrama entonces la falda, cuando la levanta para caminar, en un
abanico cegador...
Hay dos siluetas femeninas, que son formas
de corolas: la silueta ancha, hecha por la falda de grandes pliegues y la blusa
abollonada: es la forma de la rosa abierta; la otra se hace con la falda recta
y la blusa simple: es la forma del jazmín, en que dominan el pétalo largo. La
india casi siempre tiene esta silueta
afinada.
Camina y camina, de la sierra de Puebla o de
la huerta de Uruapan hacia las ciudades; va con los pies desnudos, unos pies
pequeños que no se han deformado con las marchas. (Para el azteca, el pie
grande era signo de raza bárbara).
Camina, cubierta bajo la lluvia y en el día
despejado con las trenzas lozanas y oscuras en la luz, atadas en lo alto. A
veces se hace, con lanas de color, un glorioso penacho de guacamaya.
Se detiene en medio del campo, y yo la
miro. No es el ánfora: sus caderas son
finas: es el vaso, un dorado vaso de Guadalajara con la rejilla bien lamida por
la llama del horno, por su sol mexicano.
A su lado suele caminar el indio: la sombra
del sombrero inmenso cae sobre el hombro de la mujer y la blancura de su traje
es un relámpago de luz sobre el campo. Van silenciosos por el paisaje lleno de
recogimiento; cruzan de tarde en tarde una palabra de la que recibo la dulzura
sin comprender el sentido.
Habrían sido una raza gozosa: los puso Dios,
como a la primera pareja humana, en un jardín: su país bellísimo. Pero
cuatrocientos años esclavos les han desteñido la misma gloria de su sol y de
sus frutas; les han hecho dura la arcilla de sus caminos, que es suave, sin
embargo, como pulpas derramadas...
Y esa mujer que no han alabado los poetas,
con su silueta asiática, ha de ser semejante a la Ruth moabita que también
labraba y que tenía atezado el rostro de las mil siestas sobre la
parva..."
De sus andanzas por el país, la Mistral
escribió poemas, crónica, artículos, estudios etnográficos, simples cartas y
eruditos ensayos de lo que creía posible de aplicar entre "los que no leen
ni escriben, los más desprotegidos”. Sin embargo, es siempre su manera singular
de decir las cosas, lo que vio o llamó su atención. Es cierto que las trágicas
experiencias sentimentales que tuvo ella en su despertar como mujer, que otros
se han ocupado en describir, la inclinaron más a todas las personas que a una
en particular, convirtiéndose en una gran luchadora inquieta por la suerte de
los desvalidos, los niños y el campesinado. Al iniciarse la década de 1930,
ante intelectuales reunidos en Madrid, dijo:
"Yo no soy una artista. Lo que soy es
una mujer en la que existe viva el ansia de fundirse en su raza como se ha
fundido en mi la religiosidad, como un anhelo lacerante de justicia
social". Comenzó a escribir de Reforma Agraria luego de su trabajo entre
el campesinado mexicano; un texto suyo de 1928, publicado en Santiago, dice que
"el Chile angustiado no puede seguir sirviendo al latifundismo, sino como
despreocupación inconcebible o como amparo deliberado de un régimen bárbaro...
Yo he mirado siempre como sobrenatural la paciencia campesina en América".
Como maestra misionera, dice públicamente: "Dirijamos toda actividad, como
una flecha, hacia ese futuro ineludible, la América española una, unificada por
dos cosas estupendas, la lengua que le dio Dios y el dolor que le da el
norte".
El principio de la edad contemporánea de la
literatura en nuestro continente se ubica al término de la Primera Guerra
mundial, cuando el pensamiento de América descubre su relativa independencia de
lo que se pensaba en Europa. Dando nacimiento a un intento común de nuestros
pueblos (relativo al proceso histórico de las grandes comunidades) de inventar
explicaciones y encontrar soluciones adecuadas a su puro entorno. Movimientos
obreros inéditos, grandes latifundios, miseria y analfabetismo, la revolución
mexicana, el nacionalismo venezolano, el socialismo en Chile y Argentina... los
escritores se ven obligados a ponerse como ante un espejo, a intentar extraer,
si es posible, del reflejo de si mismos,
la verdad. Nuestra civilización en
aquella época esperaba de los escritores dispersos por el mundo lo mismo que
espera ahora, cierta cantidad fundamental de lógica, y a la Mistral le sobraba
cuando llegó al México de 1921, que le brinda un recibimiento que la inflama de
ternura. Y se vuelca en la obra de los Maestros Misioneros, trabajando codo a
codo con los míticos cofrades de una Orden cuya premisa era la de hoy:
"educar al que no sabe, dar al que no tiene". La Orden, brotada del
corazón mismo que inflamaba la revolución mexicana, la aceptó de inmediato,
como si, de siempre, contara con ella.
Afirma Octavio Paz:
“Gabriela Mistral en Chile fue muy distinta
de Huidobro y de Neruda. Se mantuvo aparte tanto de las aventuras estéticas
como de las disputas ideológicas de esos años. Su verdadero parentesco lo
encuentro en dos poetas mexicanos de su misma generación: Alfonso Reyes y Ramón
López Velarde. Fue muy amiga del primero. Con estos tres poetas termina el
modernismo hispanoamericano. Se les ha llamado postmodernistas; la denominación
es exacta, aunque puede inducir a confusión: no sólo están después del
modernismo, sino que fueron y son algo muy diferente. Con ellos aparece el
lenguaje de la conversación, cierto prosaísmo aliado al cultivo de las formas
tradicionales. No rompieron con el pasado, pero tampoco lo repitieron:
exploraron otros caminos. En España no hay nada equivalente. La crítica ha sido
injusta con ellos, sobre todo con Alfonso Reyes. Familiar de Góngora y de Lope
tanto como de la poesía medieval, Reyes fue asimismo el que siguió de más cerca
y con mayor simpatía algunas de las aventuras de la vanguardia. No sólo es un
gran prosista, sino un notable poeta: dejó una docena y pico de admirables
poemas, un inolvidable divertimento que recuerda y supera a Baltazar del
Alcázar ("Minuta") y un gran poema dramático y filosófico cuyo tema
es el mismo del teatro griego y del español:
el misterio de la libertad ("Ifigenia cruel"). Con menor obra, otros poetas han ganado
reputaciones más vastas. Reyes nunca alzó la voz y su discreción lo ha perjudicado.
"A diferencia de López Velarde y de
Reyes -sigue Octavio Paz-, en los que la ironía es una nota constante, apenas
si hay humor en Gabriela Mistral. Esta
es su gran limitación. En cambio, su poesía es más grave que la de Reyes, que
con frecuencia se perdía en jugueteos. Huyó también de los juegos de artificio
y de la originalidad "a outrance" que tentó a López Velarde. Sobria y
apasionada, su voz tiene una tonalidad religiosa, incluso cuando habla de
asuntos profanos. En Reyes la religión aparece, cuando aparece, como un vago
deísmo heredado de la Ilustración o como una nostalgia, igualmente vaga, de las
creencias infantiles. En Gabriela la religión se asocia, como en López Velarde,
al erotismo, pero allí termina su parecido.
"Su poesía no tiene la intensidad cruel
de la de López Velarde -continúa Paz-, y evita esas expresiones que delatan el
carácter ambiguo del placer, la caricia que se vuelve herida. Al mismo tiempo, su religión es más vasta que
la de López Velarde y, me atrevo a decirlo, más viril. En Gabriela Mistral hay
ecos inconfundibles de la Biblia, una voz que echo de menos en casi toda
nuestra poesía moderna. Dije: "voz viril"; agrego ahora: voz de
varona, voz de Judith o de Esther. Profunda
y poderosa, voz de montaña mujeril. La montaña es terrible porque es tiempo
petrificado, inmensa forma quieta en cuyas entrañas duerme y sueña un mundo
primordial: agua y metales, piedras y fuego. Lejana e imponente, la montaña de
pronto se vuelve maternal y se convierte en colina pacifica. La vemos por la
ventana y cada anochecer le contamos nuestras penas y alegrías”, termina.
El poeta Humberto Díaz-Casanueva, que la
conoció en Santiago en 1925, cuando ella regresa a Chile por unos meses, la
recuerda así:
-"Al pensar en Gabriela Mistral, siento
una extraña similitud entre su verso ascético, especialmente en sus últimos
libros, de ritmos graves y quebrados o danzantes, y su enderezada, majestuosa
figura, caminando como una profetisa en
un templo antiguo, vestida casi de túnicas, sin adornos ni atavíos, absorta en
lo más esencial de la tierra. Ella buscó siempre la autenticidad en relación
con un nuevo sentido de la existencia, que surgía, no de las torres de marfil,
sino de la convivencia con el pueblo y la aproximación casi táctil con las substancias
materiales de la naturaleza. Así surgen en ella preocupaciones fundamentales:
el niño, la mujer, los indios, o sea los olvidados, todo aquello que constituye
el llamado Tercer Mundo, para el cual seguimos pidiendo, cada vez con mayor
apremio, justicia social...
"Gabriela Mistral, en México, tiene que
haber recibido la influencia de la revolución agraria, y haberse convencido que
en varios países nuestros el problema agrario resulta de una discriminación
racial, a la vez que se enraíza en una terrible desigualdad económica. Vi a
Gabriela por primera vez en una institución magisterial denominada
"Asociación de Profesores". Yo estudiaba en el Instituto Pedagógico
de la Universidad de Chile y trabajaba como maestro en una escuela primaria...
editábamos revistas, organizábamos exposiciones espontáneas, hacíamos desfiles,
íbamos a los sindicatos obreros. A veces
nos encarcelaban porque éramos un taladro en la cerrada sociedad burguesa.
Gabriela llegó a nuestro lado con gran valentía. Llegó de improviso, tomó
asiento en medio de nosotros, y se puso a discutir toda clase de problemas. Vi
a una mujer alta, bella, hablando con una voz calmada, rústica, y con un acento
que parece había condensado todos los acentos indígenas de América.
-No siempre estuvo de acuerdo con nosotros
-dice Díaz-Casanueva-, pero su sola presencia, su adhesión constituían para
nosotros un estímulo; para otros, un escándalo. Pasaron los años y siempre
quedó el eco de su visita como una honra y una extensión de nuestro horizonte.
Si Vasconcelos realizó una reforma pedagógica y una campaña contra el
analfabetismo lanzando millares de libros de Platón y Plutarco a las masas,
comenzamos a comprender que la reforma de la educación, siendo fundamental,
tenía que conjugarse con la nutrición y la salud del niño, el estímulo a sus
vocaciones, la seguridad de que no desertarían de la escuela antes de tiempo,
la reforma agraria, la seguridad de encontrar un trabajo, el mejoramiento de
niveles de vida de los trabajadores, el afianzamiento de la democracia, el
respeto a los derechos humanos, tanto civiles como económicos y sociales
-termina.
Ella siempre reconoció que en su pensamiento
social "mucho influyó México".
Casi al final de su vida, en una página escribe: "Hay dos puntos
cardinales en la tierra: son Montegrande y el Mayab". Es decir, la tierra de sus mayores en el
valle del Elqui, y la que ella encontró destinada por derecho propio en México.
Alfonso Reyes, el sobrio ensayista mexicano,
en su Elogio a la mujer, dirá que "es un vasto soplo tonificante que anda
entre los suelos y los cielos de América, cargada de esencias boscosas, rumores
de pájaros y abejas de talleres y campanarios... La serenidad de Gabriela está
hecha de terremotos interiores y de aquí que sea más madura".
Ella de Alfonso Reyes decía, a su vez: "Desconcertante
Alfonso Reyes, hombre salido de nuestra América y en el cual no están los
defectos del hombre de nuestros valles: la vehemencia, la intolerancia, la
cultura unilateral. Al revés de eso, una cordialidad fabulosa hacia los hombres
y las cosas, especie de amistad amorosa del mundo; paralelo con el amor de las
criaturas, una riqueza de conocimiento del cual vive ese amor.
El ojo es el documento... La caricatura de
la gordura de Reyes, la pipa de Reyes, la sonrisa de Reyes. Deja lo principal:
el ojo húmedo de simpatía que no olvidará nunca quien lo haya visto. La
conversación, una fiesta. ¿Qué fiesta? La del paisaje de Anáhuac que él ha
reproducido en una prosa de esmalte: la luz aguda, el aire delgado, las formas
vegetales heráldicas. Solidez y finura; antipatía, siempre presente, del
exceso. Y la bondad, la bondad circulando por los motivos, suavizando aristas
de juicios rotundos. Bondad sin los
azúcares de la cortesanía y sin penacho retórico, también como de sangre que
corre escondida, pero que se siente, tibia y presente.
Pero no sólo la charla coloreada, que el
buen americano tiene siempre, sino otras cosas, además: la gravidez del pensamiento en cada rama fina de la frase. Una vida interior que se revela a cada paso,
sin que él -que también es un pudoroso de su excelencia interior- lo busque.
Detrás de la sonrisa se le descubre la tortura, que podemos llamar unamunesca,
del hombre que la introspección sangra cotidianamente. Yo suelo recordar, oyéndolo,
"la camisa de mil puntas
cruentas" que dijo Rubén. Algo mejor que el ojo goloso de formas del
americano. Escardador de su "carne espiritual", entera se la conoce;
como él ha palpado el contorno de su
naranja de Tabasco, así palpa los contornos de su espíritu.
Mucho enriquecimiento le ha venido de los
tres contactos mayores que se ha dado a si mismo: el inglés, el español y el
francés. Cavando en uno solo de esos
suelos, por mucha suerte que tuviese en la cava, se le hubiesen quedado
perdidos muchos hallazgos. Harto bien le allegaron su Chesterton -que tradujo-
su Mallarme, cuyo ascetismo de belleza admira, su Góngora amado.
Y sube, sin brinco ambicioso. La
"Ifigenia cruel" es lo mejor suyo, aunque tras ella está la estupenda
"Visión de Anáhuac". Esta Ifigenia andará poco zarandeada en muchos
comentarios, que es agua de hondura inefable, y quienes no bajaron con él a la
cisterna negra no sabrán gozarla. Y el divulgador que divulga con fácil
donosura, una especie de profesor a lo Renán, lo suyo, la historia de México,
la flora de México, la revolución de México. Tendría para lo didáctico, si
quisiera ejercerlo, el juicio agudo y la expresión bella. ¿Cómo le envidiaría
un geógrafo la descripción de la meseta de Anáhuac? Tiene la disertación suya
una ceñidura sobria que le da toda la autoridad de lo docente; y para alejarle
la antipatía de lo docente, ahí está la gracia, presente.
¡Y vaya que le sirve a un diplomático el
saber decir bien lo suyo en un medio de agudas exigencias mentales, y de dar,
deleitando, la historia de su país en una conferencia de la Sorbona!
Se recuerda la vieja disputa: ¿es mejor que
un pueblo dé conjuntos estimables -Suiza, Estados Unidos- o que dé, como una
tela preciosa y breve, unos cuantos individuos selectos? México en el pasado ha
sido individualista, y se defiende con unos cuantos hombres, aplastando el
reparo de que su conjunto humano no es homogéneo: un Nervo, un Vasconcelos, un
Alfonso Reyes, un Caso. ¡Y aquella extraordinaria Sor Juana!
Es menos leído en América que en Europa
Alfonso Reyes. Resulta impopular en nuestro continente un hombre que predica la
disciplina tenaz, en vez del gozoso desorden, y ni cual importa muchísimo más contornear su alma
antes de sacarla al espejo del libro,
que anticipar en el libro un alma vaga e inorganizada.
Maestro difícil Alfonso Reyes. Convida a
empresas lentas y graves. Cuando nos haya nacido una generación amante de
heroísmo en el verdadero sentido de esta palabra, o sea, amante de faena
costosa y larga, habrá llegado la hora de Alfonso Reyes en América, su
meridiano habrá madurado como un
fruto".
La Mistral toma su inspiración de todo
aquello que vio, y de las dos construcciones mágicas levantadas a las puertas
de nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo. Fue tal como fueron los
escritores que hicieron la mitología, que escribieron la Biblia, el Antiguo
Testamento, y más precisamente el Libro de Job, que, en especial, la
atrae. Por eso el
afán de intensidad en sus
escritos primeros, cuando todas las expresiones le parecen débiles,
cuando busca en nuestra lengua sólo el
acento divino; se ríe de los códigos literarios y de la retórica, y cuando
nombra a la herida que le produce un amor perdido, dirá: "socarradura larga que hace
aullar". Sencillamente inventa cuentos y parábolas maravillosas, inmersos
de prestigio antiguo; su poesía tiene la perfección del trabajo que realiza la
campesina enfrentada a la vida desde la hora del alba, "bárbara" como
a sí misma juzgaba su escritura poética.
La selección de poemas completos que ella
dedicó a México permanece inédita. Algunos publicados son clásicos, como por
ejemplo "Himno Matinal": lo escribió cuando llega por primera vez, al
inaugurarse la escuela del D.F. que lleva su nombre. La ronda "Meciendo"
y la "Canción amarga" las escribió para sus pequeños alumnos de la
escuela que inventa para la bella islita de Janitzio. Así como dedicaría al
país, al menos, tres de sus poemas más difundidos: "Sol de Trópico",
"El Maíz" y "El Ixtlazihuatl".
Escribe Octavio Paz que, lo de Mistral,
"es poesía hecha con las palabras de todos los días pero ungidas por el
aceite invisible de lo sobrenatural. Realismo transfigurado, vida diaria
transformada en rito y oficio divino. Habla del pan e inmediatamente el pan se
vuelve criatura viva, a un tiempo hijo suyo y sustancia material convertida en
maná espiritual".
Dice Miguel Ángel Asturias: "sus manos
de mujer fuerte conservaron el movimiento de aquella que formó las primeras
letras del verbo hecho espíritu, ante los ojos atónitos del que adivina que
detrás de las letras están las constelaciones del poder humano". El Nobel
Asturias de Guatemala conoció a la Mistral en México: los presentó Pablo Neruda
en la casa de Guadalupe Amor en Cuernavaca.
Dice la poeta Guadalupe "Pita"
Amor: "Pablo trajo a Gabriela, a quien admiraba y había conocido en su
infancia, en el sur. Ella era exactamente, matemáticamente lo contrario de lo
que yo soy. Por eso, pudimos conversar durante muchas horas, hablamos de cosas
que hablan las mujeres frente a sus espejos, que son cosas irreproducibles. Los
hombres guardaron silencio. También estaban allí Diego (Rivera) y Arreola (Juan
José), que siempre fueron sus amigos. Yo también creo que es una escritora
altamente en la verdad, mejor que yo, sin duda, porque tenía esa cualidad tan
difícil de alcanzar que es la humildad, claro que yo no tengo por qué ser
humilde, bastante hago con ser genial. Gabriela también era genial, Pablo lo
decía. Ella era genial y humilde, eso la hacía mejor que los otros".
Para "Pita" Amor, la Mistral
representaba el espíritu mismo que inflamaba la revolución mexicana de 1910,
"porque su interés central era la práctica del oficio. Enseñar que los
problemas del mundo se acabarían si cada uno se limitara a cumplir bien su
trabajo. Su último viaje a México fue una casualidad, porque viajando en barco
a Nueva York sufrió una enfermedad y la rescatamos desde altamar frente a
Veracruz. Allí estuvimos a verla con Neruda, que estaba conmigo entonces en
Cuernavaca. Nos quedamos con ella en la finca de Mocambo, donde vivió unas
semanas, porque ella era así: se iba quedando en los lugares según su
inspiración. Cuando decidió seguir a Nueva York, la fuimos a despedir con Alfonso
Reyes, Diego (Rivera) y Frida (Kahlo). Estaba ahí José Vasconcelos, quien
mantuvo con Gabriela un lazo ritual y matemático, que les permitió trabajar
juntos y hacer cosas por los demás, como si estuvieran predestinados. Ella era
una celebridad mundial, pero se conservaba como la mujer más normal de la
tierra. Al contrario mío, nunca usaba joyas o algún adorno, sin embargo, yo le
regalé una rosa roja artificial iluminada artificialmente y ella, toda esa
última noche, llevó esa flor de seda en sus cabellos. Siempre fue gentil y eso
la hacía también mejor que los otros que fuimos sus amigos".
Pablo
Neruda recomendaba "entrar con reposo y con ímpetu en su poesía, en su
prosa tan rica y tan dura como quebradas rocosas de nuestro territorio, llenos
de misteriosas maderas, sarmientos encrespados, visitación de pájaros". En
la última entrevista concedida por Neruda a Luis Alberto Mansilla, uno de sus
biógrafos, declara el poeta que cree que “Los Sonetos de la muerte” de Gabriela
Mistral, era “lo más desgarrador y profundo escrito en idioma español”.
© Waldemar Verdugo Fuentes.
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