Y LOS
MAESTROS DE MÉXICO
Por Waldemar Verdugo Fuentes
(SEGUNDA PARTE)
“Gabriela Mistral era persona de fe enorme. Nunca olvidó cantar al Bien. El pueblo se dio cuenta de la grandeza de esta mujer excepcional. Conocía sus poemas, y ya se sabe que los pueblos hispanoamericanos se rinden más fácilmente al poeta que a cualquier otro. Anticipándose a la muerte, Gabriela estuvo en la visión de los mexicanos en la firme expresión de la piedra". (José Vasconcelos)
México siempre dio a Gabriela otra visión de las cosas. Rodeada de amigos, perfeccionó su espíritu. Se hizo más trascendente sin dañar su fuerza telúrica, que, como se puede leer en estos Pequeños Relieves, de 1923, ningún fenómeno le pareció ajeno, creando magníficos retratos y evocaciones: "Vamos a hacer plantaciones de árboles en una colonia semi rural.
El árbol no ha de ser solamente bajorrelieve
de la montaña ni el perfume secreto de la soledad: ha de ser la verde decoración de la casa del
hombre, el amparo de su dicha.
En cada lugar donde, para que se extienda
amplia la casa, se tala el bosque, se destruye el equilibrio misterioso de la
naturaleza y se traiciona la voluntad divina, que puso a la primera pareja
humana en un jardín. Y cuando ese
equilibrio sagrado se rompe, cuando del reino vegetal absoluto que era el
bosque, se pasó al reino absoluto del hombre que es la ciudad, la
"voluntad escondida" nos castiga, haciendo que degeneremos
lentamente. Entonces acomete a los hombres la fiebre. No recibe la exhalación
de los surcos y sus fuerzas menguan; su visión de la existencia se pervierte, y
en vez de la felicidad, busca el placer. Las delicadezas, los matices
temblorosos del espíritu, se hunden en nosotros. Puede decirse que empieza el
materialismo plebeyo de la época con la pérdida de la emoción cotidiana del
paisaje. Comienza una segunda barbarie, más tremenda cuanto más se disimula
bajo la máscara de una civilización.
Plantaremos hoy los árboles que no hemos de
gozar, que no sombrearán para nuestro reposo. Somos generosos: damos a los que
vendrán lo que no recibimos. Los grandes
pueblos se hacen con estas generosidades de una generación hacia la siguiente. Las
instituciones, la legislación, todo lo que se hace para beneficio de los que
vienen, son también plantaciones de bosques, cuyas resinas no serán fragancia
que aroma nuestra dicha.
En alguna región del desierto africano, los
beduinos tienen una especie de ley religiosa.
El que pasa por una fuente, si la halla envenenada por la corrupción, ha
de vaciarla, para que la caravana que sigue la encuentre colmada y vital. Ellos
continúan caminando con la sed que no pudieron aplacar; pero se ha asegurado el
sorbo de agua clara de los que vienen y que no deben perecer...
Nosotros somos también purificados de todas
las fuentes corrompidas que nos dejaron otros, no por maldad, sino por
indolencia.
Si hay un acto religioso es este. Religioso es todo lo que significa una acción
que salta sobre el presente como una flecha hacia el porvenir más lejano. Religioso es el acto de fe que llama a las
fuerzas de la vida, porque este llamado es una invocación a lo divino. Hundimos
una pequeña raíz en el suelo, e invocamos a las energías invisibles del agua,
del aire y de la luz, para que cooperen.
Es una plegaria al Dios creador, que continúa el acto humilde que
nosotros realizamos. Dejamos erguido un tallo débil y cinco hojitas
temblorosas, y la Gracia comienza a trabajar en este mismo instante. La Gracia desciende
sobre toda criatura apenas enderezadas sobre el surco. Los naturalistas
llamarán defensas de la vida a la pequeña lucha maravillosa de estos retoños
con los insectos y la sequía; que prefiero llamarlo La Gracia.
El pueblo que es el vidente mayor, ha creado
advocaciones agrícolas para sus dioses y sus patronos. Hay un Señor de la
Lluvia, uno de las Simientes, una Virgen de las Nieves y un Isidro Labrador, en
el periodo cristiano, como hubo en el paganismo una Deméter y una Perséfone.
Hagamos esta ceremonia con emoción
religiosa, para que no tenga la fealdad de un acto puramente utilitario, es
decir, de una actividad de esclavos. Sintamos la presencia misteriosa de los espíritus sutiles de la tierra, del
aire y del calor, y estos espíritus, que danzan en torno de nosotros, felices
de que les demos pretexto para
expresarse en la belleza del bosque
futuro, nos sean propicios y nos pongan en las manos, al cubrir las raíces, un sagrado
estremecimiento".
Cuando
esté ausente.
Delicadísima es la ofrenda que San Ángel ha
querido hacerme: me regala un pedazo de tierra verde, que será en cada primavera una mancha gozosa de flores.
Mi nombre, que por sí mismo no significa
sino un poco de cansancio -de vida declinante- va a ser por primera vez símbolo
de alegría y de salud. Con él se
designará un lugar de juegos para los niños. Me confundiré un poco con la
naturaleza, con el agua y con el calor del sol.
Yo misma, comentando esa transfiguración
ingenua, me siento dichosa...
Aquí, a dos pasos de esta glorieta, he
vivido más de un año. México será para mí, cuando esté ausente, más que el
bosque de Chapultepec y que las torres severas de la gran Catedral, este pedazo
de tierra, dorado de hierbas en el otoño, donde yo tuve la revelación del paisaje
mexicano.
Desde aquí he gozado, mirada a mirada, la
línea casta del Iztaccihuatl y el horizonte inmenso, llenos de sugestiones para
el recogimiento. Me eligió una compañera cariñosa este remanso para mi reposo y
mi libación tranquila del paisaje.
Sepan los que me hacen este don, que lo
comprendo y lo agradezco, y que lo mereceré sólo por la ternura con que lo
recibo.
Dieta
o sueldo de los Congresales.
Me dice un político porfirista, es decir,
conservador:
-Rebajando sus dietas a los congresales, la
lucha política sería en México mucho menos enconada, porque entrañaría menos
intereses.
Cuando yo le digo que en Chile estos cargos
son sin honorarios, lanza una exclamación de asombro y dice:
-Ah, no, yo no voy tan lejos. No vivimos en tiempos apostólicos y si se
aceptan gratuidades de esa índole, hay que aceptar o disimular, muchas
gestiones de comisionistas...
Ganan en México los congresales mil pesos
(cuatro mil nuestros) mensuales.
La
ciudad futura.
Los hombres hemos mirado con exceso este
mundo como campo de explotación. Fuimos puestos en la Naturaleza no sólo para
aprovecharla, sino para contemplarla y velar por ella con amor. Somos la
conciencia en medio de la Tierra, y esa conciencia pide la conservación
matizada con el aprovechamiento, la ternura mezclada con el servicio.
Yo deseo que la ciudad futura no sea
solamente el conjunto de los palacios levantados para el comercio, la masa de
las fábricas, el agrupamiento necesario de las oficinas públicas. Las casas de los hombres, que queden lejos de
esa mancha de humo y de ese vértigo de agio.
Así, el rico y el obrero tendrán, al
caer la tarde, sobre sus espíritus, la misericordia del descanso
verdadero y el ofrecimiento suave del paisaje.
Así, ellos poseerán los dos hemisferios de la vida que hacen al hombre
completo: la diaria acción y el recogimiento.
Pero sobre todo, y deseo que desaparezca el
tipo de nuestras ciudades por una cosa: por la infancia, que se desarrolla
monstruosamente en las poblaciones fabriles. El niño debe crecer en el campo;
su imaginación se anula o se hace morbosa si no tiene, como primer alimento, la
tierra verde, el horizonte límpido, la perspectiva de montañas. El niño
criado en el campo entra en la ciudad
con un capital de salud, lleva todas sus facultades vivas y ricas, y posee dos
virtudes profundas, que son las del campesino en todo el mundo: la fuerza y la
serenidad, que emanan de la tierra y del mar.
Yo soy uno de los inadaptados de la urbe,
uno de los que han transigido sólo parcialmente con la tiranía de su tiempo. Mi
trabajo está siempre en las ciudades; pero la tarde me lleva a mi casa rural.
Llevo a mi escuela al otro día un pensamiento y una emoción llenos de la
frescura y la espontaneidad del campo.
Se me disminuye o se me envenena la vida del espíritu cuando quebranto el
pacto.
Con los Maestros Misioneros salió a sembrar
la tierra y su semilla fue fructificada. A esto debió referirse el poeta
Hjalmar Gullberg en el momento de presentar a Gabriela Mistral su Premio Nobel,
en 1945, cuando dice que en sus libros se siente "the cosmic calm";
ese Orden natural que rescata ella en sus escritos. Por eso mismo, en su vida, la enseñanza fue
de primera importancia y la literatura de segunda. Al menos en el nivel de su
vida inmediata entre quienes la conocieron, hay coincidencia en afirmar que en
su intención, fue su trabajo de maestra y no las letras su hálito vital, que da
a su obra, quizás, esa naturaleza especial, que, a partir de su relación con
México, es cada vez más notoria. Una de sus amigas de entonces, otra gran
escritora como fue la norteamericana
Katherine Anne Porter, la soberbia autora de “La nave del mal”, tan poco
conocida en su país, en 1926 se refiere a Gabriela como a la "poeta
mística de América Latina". K. A.
Porter nos dejó un bello retrato de cómo vio a la poeta en sus primeros años en
México, en tiempos de largas tertulias amables, en que Gabriela siempre
disputaba con Diego Rivera, por quien sentía especial estimación.
Dice Katherine Anne Porter:
"La constante y compleja religiosidad
de Gabriela, al mismo tiempo que enojaba a Rivera, desde dentro, le dio fuerza
para crear su propia y magnífica obra muralista, que llevó a Diego a pintar la
frase "Dios no existe", y que le valió una severa reprimenda de
Gabriela; pero siempre terminábamos riendo. Ella tenía muy buen humor y
celebraba el menor gesto cómico. Fue muy amiga también de Frida Kahlo, que
tenía gran sentido del humor y siempre impuso su talento, que Gabriela no
dejaba de elogiar. Su contacto con la obra de los grandes muralistas mexicanos
(fue también amiga de Siqueiros, Orozco y Montenegro) estimuló su propia sensibilidad
plástica y social. Porque, si bien, escribir era para ella una forma de
desahogarse de su agobiante trabajo pedagógico, fue también una herramienta
eficaz que la ayudaba a trascender el
dolor personal que le
causaba ver toda la desprotección en que viven especialmente
los niños, que era su mayor preocupación, transformando cada uno de sus actos
en puro amor universal. La literatura
llegó a ser una manera suya de animar a los demás, de defender las causas
justas, de cantar a la mujer nuestra de cada día; fue también el suyo un canto
épico a la tierra de América. Para
Gabriela encerrada en la luz del día duro, y frío, el dolor engendra una luz de
esperanza, una nueva vitalidad; no es la suya más que una vía de elevación
espiritual como principio del Maestro Misionero, por eso se elevó y levantaba a
los demás. Porque el suyo era un
ejercicio místico, un camino a la perfección ética”.
La Mistral siempre fue una mujer humilde en
la expresión de su trabajo, quizás si nunca estuvo feliz con un texto terminado
(de aquí que entre sus manuscritos que se conservan hay varias versiones de sus
escritos, que trabajaba una y otra vez). Luego de ver una edición tardía de su
primer libro editado en México, “Lecturas para Mujeres", diría: "Aunque
siempre lo hice mal yo canté con alma y cuerpo". En su famoso Decálogo del artista, escribe:
"No hay arte ateo, el arte es ejercicio divino". Pero entiéndase que ella no lo decía a la
manera de los románticos, del arte entendido como una religión, no, ella entendía
el arte como hermano de la artesanía.
En su Grandeza
de los Oficios escribirá:
"Hay entre las artes más complejas y
más humildes una correlación mística; así quedan por ella unidos, aunque no lo
reconozcan, el artesano encorvado sobre su laca y el hombre que trabaja con la
santidad de la palabra". Gabriela extiende lo sagrado a toda forma de
trabajo humano: "Tal vez, mis amigos, la única cosa importante en este
mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester". Más
adelante agrega que, "solamente Dios es asunto más trascendente para el
hombre que su oficio". Y llega a hablar de la profesión como de "un
pacto firmado con Dios", "que obliga terriblemente a nuestra
alma".
"En la Catedral de Puebla, una de las
más nobles de América, yo me he detenido largamente delante de una puerta
lateral inmensa, y que está labrada en esa madera de alerce, eterna como el mármol.
La madera será siempre materia más
humanizada que las piedras valiosas de construcción. El mármol labrado por mano
de hombre es como si no retuviera nada de ella, como si se libertara soberbia,
de su modelador. Y es que el mármol es el material divino por excelencia y no
quiere guardar la huella miserable, la presión de las yemas y de las palmas
humanas que estuvieron sobre él. El roble, el pino, el cedro, la encina, son
materiales del hogar, cosa íntima y dulce; ellos recuerdan la silla, la mesa,
el lecho; no fueron creados para existir al aire libre, como los mármoles, los
ónices, los alabastros, sino para exhalarse en la casa de los hombres, en la
penumbra tibia y sufriente del hogar. He quedado mucho tiempo delante de esta
puerta de Iglesia. Tendrá ocho o diez metros de alto y cinco de ancho: la
hicieron para que dejara pasar anchamente las multitudes. Tiene una barnizadura
sombría, que fraterniza con las piedras tristes, con las piedras austeras y
anchas de la Catedral toda, con las naves heladas, con las figuras dolorosas de
los altares.
Fue tallada totalmente, de extremo a
extremo, y la hizo el artífice con una suavidad y una delicadeza que hace
olvidar el leño y pensar en los materiales más dóciles: las plastilinas, los
encajes. Cien, mil, figuras enlazadas: motivos florales y humanos, hojas que se
enlazan, semblantes seráficos, ni rígidos, ni blandamente graciosos, porque la
rigidez no es cosa del misticismo católico y la gracia es siempre sensual.
Mirando esta obra inmensa hecha para los
siglos, como todo lo que hacían las generaciones anteriores a nosotros, pienso
en el tiempo que fue necesario para entregarla. Quiero imaginar a un solo
obrero, porque el trabajo individual ennoblece más la obra que el de un grupo,
el de una muchedumbre. ¡Qué lentamente iría avanzando ese obrero nobilísimo!
Tal vez comenzó la puerta en un día de esta primavera mexicana, luminosa hasta
el resplandor; tal vez la madera que le entregaron tenía la fragancia vegetal
de que está traspasado el trópico. Fue pasando la primavera, vino el otoño y la
dulzura de éste solía poner languidez en la mano del artífice; llegó el
invierno, y la obra continuaba, y la mano seguía sobre la obra como soldada por
esa forma intensa de amor que es la faena artística, en la cual el hombre se
abraza a la materia por una especie de entrega mística, o como el esposo a la
esposa.
No debe haber sido muy joven el artista,
porque el joven trabaja con cierta violencia, con cierto ardor que no es
propicio a las obras exquisitamente largas. Prefiero imaginarlo un hombre
maduro, ya apaciguado en muchas labores análogas. Tenía esa mano un poco
blanda, pero no laxa, que está como traspasada de la belleza que ha ido creando
a través de la vida y que es toda espíritu de haberse pasado sobre las obras
maestras. Estas manos de artista envejecidas son hermanas, por su color
amarillento, y su delgadez, de las manos del viejo sacerdote, que han sentido
cuarenta años el roce del cáliz y la patena. Voy creando el semblante de ojos
ardorosos; voy haciendo el cuerpo encorvado que trabajaba la puerta colonial.
El, como todos los constructores del mundo, pasó como una sombra frente a su
propia obra, que tiene también de mística su anónimo. El nombre del artista no
se halla ni insinuado en un hueco; es menos glorioso que la hoja de acanto o de
oliva, glorificada en la talladura
Durante cien años pasaron bajo esa puerta de
Catedral, los duros conquistadores. Ella se abría dulcemente para dejarlos
penetrar el templo, donde rezaban aquel encendido Padre Nuestro de los
guerreros, más lleno de voluntad que de emoción, más quemante de ímpetu que de
rendimiento religioso.
Años después, la puerta colonial vio pasar a
los hombres y a las mujeres de la Colonia, de alma ya domada, de pasos velados,
hasta ser imperceptibles, y cuya plegaria había cobrado un poco de esa
monotonía que se vuelve la costumbre religiosa, la misa diaria. Y ve pasar
ahora a las nuevas gentes, violentas de otra manera, con ese apresuramiento de
nuestros días, febriles de afanes numerosos, que nos ha creado la avidez
material. Y verá pasar todavía a las que vengan después de nosotros, que ojalá tengan al
cruzarla otra forma de religiosidad ardiente, en cuyos ojos ojalá se haya
mudado la brasa de nuestra codicia, quemadura de ojo de milano, por el ardor
delicado de una nueva fe acendrada y dulce.
Palpo con unción esta puerta bajo la cual
cruzaron los millares de muertos de una raza enorme, que es la mía, ennoblecida
por el dolor que venían a apaciguar en las naves silenciosas. Y beso en una de
las flores, labradas, al artífice desaparecido, al hombre que dejó tras de sí
algo que yo no he de dejar: la obra perdurable, sobre la cual cien años son
apenas una veladura del esmalte..."
Este texto, Una puerta colonial, lo escribió en 1923, cuando, de plano, vivía
Gabriela entre pueblo y pueblo mexicano, iba y venía a veces entre aguaceros y
soles intranquilos, pero envuelta en la práctica esa suya de nombrar las cosas
y contarlas; habla del maguey, de las jícaras, de la Palma real, de las grutas subterráneas
misteriosas de Cacahuamilpa, pero, más que nadie, habla del indio. Canta a la
grandeza del obrero indígena, viviendo ella misma la vida rural ("Vengo de
campesinos y soy uno de ellos"). Es
famosa la anécdota que narra que al llegar a México, de inmediato se pone a las
órdenes de Vasconcelos, quien la lleva a saludar al entonces Presidente Álvaro
Obregón a su hogar, que era el Palacio de Chapultepec, como se usaba antes de
Los Pinos. En el inicio de la conversación,
el Presidente le pregunta:
"-Y dígame, Gabriela, ¿dónde le han
instalado su escritorio?
-Discúlpeme don Álvaro -respondió-, pero,
¿para qué quiero un escritorio yo, que trabajo en el campo?"
Y "don Álvaro" se hizo su amigo,
proporcionando a los Maestros Misioneros todo el apoyo económico que requirió
la campaña de alfabetización más extensa emprendida en América.
Políticamente, Gabriela narra la situación
en "La educación en México", y "El Presidente
Obregón". De 1924 data "La
rebelión contra el gobierno" y "La Rebelión en México".
A bordo del vapor "Patric", que la
lleva de México a Cuba, escribe En la
otra orilla:
"Llegamos a orillas del río Bravo o
Grande del Norte; no es bravo ni es grande; como acaban en él las tierras
áridas, el doloroso desierto del Norte, algún viajero debió, al llegar a sus
orillas exagerar, por alegría, el don de su frescura. En otra parte del curso,
debe hacer belicosidades de espuma y tener bravuras blancas. Aquí, donde lo
cruzamos, es un agua triste, como un límite consciente y doloroso; apenas
corre, y yo le habría puesto, si hubiese sido el primer viajero, "Río de
lágrimas". Desde la otra orilla, la ajena, yo miro con el espíritu, yo
recojo en una gran bebedera de recuerdo, el país que he recorrido con los
trenes trepidantes o con el paso lento de mi caballo de sierra, México, el
territorio trágico y suave a la vez, donde un pueblo parecido al nipón vive en
cada día la cordialidad y la muerte. Y esta mirada mía, recogedora de cuarenta
panoramas, me lleva al corazón una oleada de sangre calurosa.
Gracias a México, por el regalo que me hizo
de su niñez blanca; gracias a las aldeas
indias donde viví segura y contenta, gracias al hospedaje, no mercenario, de
las austeras casas coloniales, donde fui recibida como hija; gracias a la luz de la meseta, que me dio salud y dicha;
a las huertas de Michoacán y de Oaxaca, por sus frutos cuya dulzura va todavía
en mi garganta; gracias al paisaje, línea por línea, y al cielo, que como en un
cuento oriental, pudiera llamarse "siete suavidades".
Pero
gracias, sobre todo, por estas cosas profundas: viví con mi norma y mi verdad
en esa tierra y no se me impuso otra norma; enseñando tuve siempre el señorío
de mí misma; dije con gozo mi coincidencia con el ambiente, muchas veces, pero
dije otras mi diversidad. No se me
impuso forma de trabajo: tuve la gracia
de elegirlo; cuidaron de no darme fatiga, tal vez porque me vieron interiormente rendida; nada
de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima,
México fuera patria mía también.
Amé aquí lo que he amado siempre: los niños,
las obras del pasado y los relieves -como de islas de coral, que suben- del
porvenir; y vi más dichosos a los campesinos que son mi verdadera familia en
cualquier tierra, y mis ojos gozaron de mirar igualdad entre los hombres (la
relativa igualdad que es posible hacer desde afuera con manos de carne).
Sufrí lo que se sufre en país extraño o
propio, por los recelosos de cualquier bien ajeno. Y me es dulzura profunda
decir el bien y darle el contorno durable en el recuerdo, y pensar, con una
balanza sensibilísima, como las que tratan materias diamantinas, los sutiles
afectos, las delicadas ofrendas. Dios libre a México de nueva angustia. Se ha
derramado sangre suficiente para pagar todas las justicias que tienen precio de
sangre; Dios le dé la concordia larga y segura que sigue, que nunca antecede
verdaderamente a aquéllas.
El tren me arrebata el paisaje en grandes
planos que bebe el horizonte, y yo sigo por el territorio extranjero, puro
desolación, con los ojos velados, para aceptar lo más tarde posible, la mudanza
irremediable..."
Cuando Álvaro Obregón muere trágicamente
antes de tomar posesión del Gobierno, luego de ser relegido en 1928, Gabriela
estaba en Roma, a cargo del Instituto Cinematográfico Educativo, encomendada
por la Liga de las Naciones, hoy Naciones Unidas, y ya los Maestros Misioneros,
su labor ideal, había sido extendida por ella en las islas del Caribe y
Centroamérica; quedando, en México, como
un símbolo, la figura señera del
reformador Vasconcelos, quien junto a su labor de fundar la Secretaría
de Educación Pública, estaba dedicado a
crear su propia obra literaria: “Ética”,
“La raza cósmica”, “La sonata mágica”... la filosofía de los Maestros de
México.
José Vasconcelos y Gabriela Mistral fueron
almas afines. Los más desprotegidos en la obra de ambos es más que un tema; es
una preocupación fundamental. Para Gabriela, el indio es su territorio
espiritual, la patria que debe mirarse como "nuestro primer cuerpo”. En uno
de sus Recados, anota: "D.H. Lawrence escribe con disgusto del ritmo
reiterado del tambor azteca, y a un hombre irlandés hay que dejarle en esta
ocasión el derecho de no entender... Nosotros entramos fácilmente en la magia
atrapadora, en la delicia dulce de esta monotonía, que mece la entraña de carne
y mece también el cogollo del alma".
El trabajo de los Maestros nacido en México
está destinado a levantar a los hombres considerados "plebeyos" de
los oficios, lo que les confiere un estricto sentido de relación social. La Mistral dice que "el obrero no puede
ser una máquina desgraciada, que en sus horas laborales abandona su propia
alma, y con ella la gracia de Dios". Y afirma que "la industria moderna,
en un principio mirada como aplastadora de las artes, se las va incorporando, y
a la vez se redime con ellas de la fealdad del maquinismo. La máquina debe ser
la criada de la imaginación, como quien dice, los pies humildes y ágiles de la
inteligencia artesana". De allí el interés profético de los Maestros por
elevar a los que no saben, postura de la que nació el interés de Gabriela y su
obra monumental para acabar con el flagelo del analfabetismo en el continente.
Lo que le sería facilitado de practicar en México por el célebre Ministro de
Educación Pública en los inicios de la Revolución mexicana; de José
Vasconcelos, ella escribió lo suficiente como para conformar un libro por sí
mismo, además de su epistolario que permanece inédito. Lo nombra a Vasconcelos
Hombre-Sarmiento de América:
"Decir el Hombre-Sarmiento en América
es casi dar una fórmula que equivaldría a lo siguiente: autodidactismo, fuerza
fogosa de creación y capacidad de ordenación en frío; odio de la barbarie y
combate cerrado con ella, y, ganado el combate, la despedida de la violencia y una
cordialidad ciudadana para edificar lo nuevo con todas las voluntades".
"Al aparecer Vasconcelos, el mexicano,
nos hemos acordado de Sarmiento; al acercarnos a ver bien el
"documento", el parecido se
acentuaba más, y hemos acabado por dar los papeles del derrotero como
recuperados y el tesoro como vecino de las
manos".
"El nace en Oaxaca, lo mismo que Benito
Juárez y que Porfirio Díaz. Curioso destino de ciudad haber dado al país sus
hombres fundamentales, los tres creadores y destructores a su manera; añadir al
triángulo oaxaqueño un breve complemento, y se tiene la historia moderna de México.
La ciudad de Oaxaca fue fundada en un valle
del que todos tendríamos justa noticia si la América se conociese lo mejor de
ella misma, lo único indudable de ella, que es su geografía maravillosa.
Valle más perfecto no puede darse: una lonja
bastante generosa, si bien menos largo que el valle del Magdalena, de más
clemencia en el clima que éste, y con una regularidad, una facilidad del
relieve, un desahogo, que equivalen en la geografía, a lo que en la literatura
se llama una página clásica. Tierra cálida, sin ser, todavía, el bochorno tropical; capacidad de la caña, del algodón
y de la piña, en algunos trechos; en otros, esa semi aridez donde el
suelo muestra todavía hueso, antes de perderlo en la tierra caliente donde se
pisa una cosa blanda como entraña que llega a no parecer suelo. La luz, a causa
de la sequedad del aire, es de un absoluto teológico; el indio primero, y el
español después, supieron muy bien en qué regodeo de luz ponían masas de
templos, y sembraron de ellos la meseta, como si esa luz fuese una incitación
fuerte, igual que la fe religiosa, para construir, y como si entendieran mejor
que nadie aquello del Génesis: "la luz primero, y en seguida el
acomodamiento de las formas, para probar esa luz".
"A veces, andando por la meseta de
México, que Alfonso Reyes ha dicho definitivamente y esa luz que Martín Luis
Guzmán alaba como a una mujer, la tierra me ha parecido una mesa de cristal en
que las cosas estaban por lujo puro, sin intención alguna de medro o de logro,
temblorosas de agradecimiento, lo mismo el cactus estirado que la cúpula de la
iglesia, sin grano de polvo encima, tan visibles que cuando se baja de ahí
parece que los ojos se nos trocaron y que en cualquiera otra parte se ve menos;
el mundo es menos visibilidad abajo, menos presa del ojo, él se reduce; él pasa
a obedecer a las leyes de la distancia que allí arriba, en aquel reino estaban
anuladas.
Cantan las cigarras en los trechos áridos
tan fuertemente que "casi no son ellas"; en el contorno de Mitla,
sentada yo en una piedra y creyéndome muy atenta al momento, por aquel duelo de
cuchillos que ellas hacen, yo no oía venir la pareja o el grupo de indios que camina como si en sus
cuatro mil años no les hubieran enseñado sino el sigilo para andar, o se les
hubiera prohibido también el paso de la planta entera. De pronto, un indio, a
un metro, y no se le había oído, mientras la cigarra que está a cien metros nos
hostiga a su gusto.
Los reyes de España regalaron nominalmente a
Cortés esta preciosa tajada de su conquista. Caído en desgracia, el gran pobre
siguió llevando el título de Marqués de Oaxaca, seguramente con la dicha de
quien sabe lo que lleva, porque él caminó aquella tierra sin precio; pero el
marquesado le resultó tan ilusorio como uno de los reinos que se atribuyen los
niños en el juego.
La raza de los zapotecas ha dejado en el
valle de Oaxaca ruinas de un valor extraordinario, menos famosas que las de
Teotihuacán, vecinas a la ciudad de México, y las de Uxmal en Yucatán, que han
recibido más fácilmente las excursiones de los norteamericanos. Oaxaca está metida en la entraña del país;
todavía no se le da aquella salida recta al Pacífico que hará, con su
prosperidad económica, su divulgación de núcleo arquitectónico. (El ser la
tierra de don Porfirio Díaz, presidente de treinta años, no le sirvió de gran
cosa, como no le sirvió el serlo antes de Juárez, el Benemérito).
La educación secundaria y la superior
siempre fueron buenas en México. La Colonia, que descuidó tanto la instrucción
de las capitanías generales pobres, como la de Chile, sirvió en este aspecto
los virreinatos de México y el Perú todo lo bien que las pedagogías del tiempo
lo permitieron, y dio unas humanidades honorables, y cuando menos decorosas,
siguiendo el mismo criterio aristocrático de la Península en la cultura: buena
Universidad o nula escuela primaria. La educación colonial atendió al blanco
por deseo de consolarlo de su lejanía de España, y ofreció también facilidades
al mestizo entendiendo su utilidad como vínculo de dos sangres. Ella abandonó
al indio por completo a su suerte en las sierras, excepto cuando el régimen
tenía a su mano grupos misioneros a
quienes entregarlos en suave tutoría. El educador laico hace presencia
útil y hasta excelente en los colegios secundarios, pero en la escuela primaria
el laico no dejó cosa que se le pueda estimar.
Donde el misionero no pudo entrar, ya sea porque el soldado lo mirase
como el anti conquistador y lo aventara de su empresa, según lo contó Las
Casas, ya sea por escasez de misioneros, donde eso ocurría, el indio se quedaba
en una espantosa soledad moral, en un abandono sin nombre.
El que la aldea contase siempre con su
iglesia y su cura, no significa gran cosa: del Clero regular al misionero
español corren, como quien dice, unos veinte grados geográficos de
evangelización; cien curas españoles molidos no dan el cuerpo de un Motolinia o
de un Pedro de Gante".
"Alfonso Reyes recuerda que ya en
aquellos años, él veía al estudiante José Vasconcelos trabajar en un proyecto
de ensambladura de nuestros pueblos. La pasión hispanoamericana del mexicano
viene de lejos. Dicen que su prédica es más vehemente y menos desinteresada que
la de Ugarte, porque es hombre de país amagado. La explicación no dice nada:
mucha gente de países amagados no muestra interés grande ni pequeño por su
salvación.
Vasconcelos recibe su titulo de abogado, que
no le servirá para gran cosa, pues él desdeña esta profesión pudridora de
conciencias buenas y malas.
Viene la campaña de Madero.
Naturalmente, Vasconcelos está con Madero y
casi se le sale al encuentro desde la cárcel, porque ha tenido varias prisiones
por causa política; él lo acompaña en cuanto a liberador de una dictadura, en
cuanto a provocador de una república de veras y en buena parte, en cuanto a
hombre religioso. Vasconcelos piensa que se trata de coger el manubrio de la
política para hacer carrera de bien. Dos
vínculos le soldaron con Madero: el de que ambos miraban la política con
facciones morales y el de que ambos eran semi budistas. La teosofía es para
nosotros una especie de silabario sentimental del budismo, un gramito de indostanismo bien
batido por la señora Besant. Vasconcelos se reirá más tarde con risa grande de
los "críos" de la señora Besant; pero el propio budismo suyo tuvo un
arranque de esa falda profética. Madero, como el Vasconcelos de esos años,
andaba en la aventura teológica, y es muy probable que el budismo le haya dado
su estupenda debilidad, que sería repugnancia a la violencia..."
Habiendo ya recibido el Premio Nobel, y
viviendo en París, la Mistral escribe sobre "Indología" del
reformador:
"Vasconcelos ha vivido dos años en
Europa, evitando, con más pertinacia que Ulises, la sirena europea,
especialmente la sirena de París, que parece ser la más inclinada a malograr a
los Ulises americanos; verdaderamente, él ha metido cera dura a sus oídos,
aunque no ha cerrado sus ojos observadores, porque mirar el espectáculo del
mundo es su más noble placer. Pero ha
mirado para América y por América, y de este modo en Grecia ha visto un teatro
que hará algún día en su país; en Austria anduvo recorriendo instituciones
sociales que pueden trasplantarse; en Egipto hacía, momento a momento, la
confrontación de este Oriente con el suyo de Mitla y Yucatán. Los
hispanoamericanos que van por los bulevares con una complacencia de delfines en
alta mar, y que se inventan encarnaciones anteriores irrefutables, para
declararse hijos legítimos y no dudosos de Montparnasse, lo han mirado con
estupor. Un extraño hombre que no siente
la Plaza de la Concordia como la abuela de su aristocracia mental y que toma a
París solamente como centro de las vías férreas, para echarse hacia Turquía,
Bélgica o Italia.
Cuando he ido a verlo, lo he encontrado en
una de las avenidas más quietas de Neuilly trabajando delante de su mesa que
cubre un sarape de Saltillo, de aquellos que son el trópico cuajado, y sentado
sobre otro sarape, rodeado de libros de América... conversamos de la desgracia
de Nicaragua...
Aunque se guste poco o nada de los
nacionalismos de la hora, como aquí se trata del "nacionalismo
continental", es decir, de un agudo sentido de la raza únicamente, el caso
de este viajero que rehúsa darse hasta la más ilustre tentación, que es Europa,
conmueve e inspira respeto. Sabe bien que no tenemos sino un alma, de corto
préstamo para este mundo, al revés de los que pensando que tienen tres o siete,
andan metidos en otras tantas empresas al mismo tiempo y trabajan flojamente,
como si hubiesen firmado un pacto muy seguro con el tiempo. Ya él ha dado
alguna vez la explicación de su apresuramiento, cuando le han sido enrostrados.
Caído en un continente con deuda de obra, con letras vencidas vergonzosamente
respecto de la cultura contemporánea, cada uno debería vivir así, trabajando
sin levantar las manos sino para comer rápidamente y dormir un poco, porque
para buen descanso está la otra vida, puesto que se cree en ella y aún allá no
descansarán sino los que salen de aquí verdaderamente fatigados.
La "Raza Cósmica" se publicó hace
unos diez meses; ahora acaba de salir de las prensas de una buena editorial de
París su "Indología", todo esto escrito entre el montón de sus
artículos admirables para "El Universal" y entre un viaje y otro, como quien dice en la pausa de dos
trenes. Hombre pobre, vive de sus sesos, pero sin alquilarlos a nadie, sin ponerlos en otra cosa que al servicio de su
pasión de América. En estos mismos días parte para la Universidad de Chicago
para una serie de conferencias, de lo cual saldrá otro libro como "Indología".
Yo no sé si cuando se ha comparado a
Vasconcelos con Sarmiento -paralelo sin exageración, con ceñida justeza-, se ha
aludido también a la similitud de ambos en cuanto a escritores.
El "Facundo" tiene la prosa
coloreada, expresiva y desordenada de "Indología"; desordenada como
cualquier espectáculo natural, sea un poniente o una caída de agua exenta de
ingeniarías. Prosa destinada a
convencer, en ambos, sin otro fin que el de clavar doctrina; ha vuelto la
espalda al estilismo que la haría sospechosa de literatura. Al estilismo, pero
no a la belleza que se logra aquí involuntariamente, a pura naturalidad, a pura
agilidad y a puros relámpagos de Gracia. Sin contar con el dinamismo
espléndido. Yo no sé de escritor americano de esta hora tan eléctrico como
Vasconcelos, que saca chispas con la frase -yo lo he visto- hasta de las almas
más sordas. Un poco viene este hálito caliente que tiene la prosa
vasconceliana, de su lirismo, que trepa por el período como la marejada por la
duna. Si el verso no tuviese ya su fea reputación de vaso para contener la
mentira y si el preciosismo no lo hubiese invadido, Vasconcelos sería hoy un
lírico. Como Whitman, con quien tiene también curiosas analogías, habría hecho
a la vez el poema trascendente y utilitario.
Yo no tengo capacidad para decir si éste es
o no uno de los mejores libros de Vasconcelos, pero puedo asegurar que me
parece el más útil. Andaba por ahí el hispanoamericano lleno de confusión,
sugiriendo grandes cosas sin definirlas; andaba también más en sentimental que
en polémico, y lo que necesita precisamente es cuajar en fórmulas, ojalá
químicas, que se tatúen, y contestar con unas razones agudas como lanzas, los
reparos que se le hacen como credo hábil para 19 países. Aquí está la
"Indología" con todo un capítulo en polémica: el estudio sobre el
mestizaje. Vasconcelos ha aprendido en sus viajes que la causa primera del desdén
europeo hacia nosotros no viene de nuestro analfabetismo -que mucho de
ello queda todavía en Europa-, ni siquiera de nuestro desorden político -que
también cojea de esta pierna Europa-, sino que viene de nuestro color. El indo
español permanece para el francés o el alemán, como zona intermedia entre el
Asia y el África; después del Japón, después del Egipto y anterior solamente a
Mozambique... No nos resta, para conseguir la estimación de la América, sino
hacer la defensa del mestizaje o rasparnos la tostadura del rostro... Hay que
comprobar que el griego, la ilustre carne en que se hizo Aristóteles, llevaba
una piel bastante obscura, y recordarles, con alguna malicia, que la Provenza y
el Sur de Italia están llenos de "prietos" ágiles, de cabello
como nuestros mulatos y de gesto abundante. Ventura García Calderón
me decía, hablando de Rubens: "-Lo mejor para nosotros es que este hombre
no era blanco. Vea usted qué testimonio para el mestizaje".
Vasconcelos ha hecho en grande la defensa
del mestizo americano. Han hablado dentro de él un cristiano emplazado por el
bautismo para no aceptar que un hombre
puede ser radicalmente
inferior; después, el
profesor que se
siente apoyado en
su alegato por
algunos hombres de ciencia de última
hora que miran sin repugnancia el tipo mixto y, por fin, el economista que acepta un hecho, una cifra
irremediable: somos mestizaje y con
este material o con ninguno hay que trabajar y salvarse.
"Indología" se abre con un
capitulo espléndido sobre la geografía del Continente. Sabe describir la tierra
Vasconcelos, porque la ha caminado y lleva unos sentidos cargados de paisajes.
Pinta con precisión a una novia (¿no le llamó Carlos Pellicer el novio de la
América?) desde el valle dantesco del Colorado hasta la palpitación reposante
de pastos en la Patagonia. Fija la riqueza del Continente como un Aladino
engolosinado de su maravilla, que dibujara el árbol de piedras preciosas; sólo
que aquí la fábula es verdad: todo eso, el salto permanente de petróleo de la
Huasteca, la misma boliviana y los
ganados que hacen horizonte en la pampa.
Lo único que no se discute de la América es
su riqueza; hasta el pobre diablo sudamericano, cuando en Francia cuenta su
salitre o su caucho, ve de pronto ponerse grave a su camarada de mesa. Sólo que
si el contador de fábula saca una estadística y completa su información con el
10 por ciento del inglés o del yanqui, que forman el cuadro absurdo de la
verdad económica de la América, la sonrisa del francés se derramará finamente en su cara. "-A esto, piensa,
nosotros lo llamamos colonias, no naciones".
En "Educación americana",
Vasconcelos empieza hablando de Quetzalcóatl.
Está muy bien. ¡Qué olvidado se queda siempre detrás de los Moctezuma y
los Atahualpa, de vestidos espejeantes, el relato del civilizador misterioso!
Llegó más callado que Lohengrin, por el mar, como venido directamente de lo
divino; enseñó oficios, dio oficios netos en vez de doctrinas obscuras a las
gentes que no eran de su color, y cuando ya supieron labrar sus platas con
desembarazo y tejer su algodón, se fue por el mismo mar, "muy cansado y
muy triste", dice la sobria leyenda.
Sigue a su elogio el de los misioneros
españoles. ¡En buena hora! Están ellos menos relegados que Quetzalcóatl de la
memoria de los suyos, pero nunca se les ha glorificado dignamente; los ateos
han temido exaltar en ellos al catolicismo y los católicos, con una torpeza
vergonzosa, no han sabido ni sacar de ellos su norma social para nuestro
tiempo, volver sus nombres una atmósfera que salve nuestros países con el
oxígeno absoluto de su generosidad divina.
Este Vasconcelos de las justicias
espléndidas, sin tasa de miedo les ha dedicado en su libro ocho páginas
tremolantes de fervor. El los entiende porque los lleva adentro. Después de la semblanza casi sobrenatural que
dejó Martí sobre el Padre Las Casas, ésta es la página más noble que conocemos
sobre los misioneros, y me place agudamente que Vasconcelos haya insistido
mucho en don Vasco de Quiroga, para mí mayor que el mismo Las Casas.
Porque si Fray Bartolomé tuvo algo de locura
en su caridad, no sé qué de "santa insensatez", Quiroga conservaba,
bajo el corazón ardiendo, los pulsos tranquilos, mientras enseñaba a pulir los
violines y a exprimir los zumos tintóreos para las lacas...
Vasconcelos cuenta en "Indología"
su trabajo educacional con una minuciosidad que le agradecemos.
Esa jornada civil magnífica, narrada con
tanta sencillez como una cosa doméstica, pasará a la historia de la pobre
América llena de aventura fea, así, entera, y como una ráfaga de aire limpio.
Habrá que imprimirla para hacer su envío directo, como un llamado a la
diligencia en el servicio público, a algunos Ministros de Educación
sudamericanos. Y si el Ministro resultase ser pedagogo, habría que poner, con
lápiz azul o rojo, al pie: "Esta obra técnica, de primera fila entre
empresas técnicas, ha salido de manos de
un hombre no especialista, pedagogo sin Escuela Normal, que supo todo esto sólo
con poseer sensatez, capacidad de creación y un patriotismo dinámico de manos
vivas".
Se publica "Indología" en un
momento psicológico que parecería buscado, si no fuese que en la malicia,
cuando la pérdida de Nicaragua para la raza española lleva trazas de ser un
hecho consumado. Que ella haga lo que el "Ariel" en hora
oportunísima: dejar caer su consejo de fuego: "O nos purificamos o nos
perdemos: o nos juntamos codo con codo de Norte a Sur, o pasamos a ser la chacota
del mundo llevando este rubro en la cabeza: Una raza se alquila".
Gabriela Mistral, ya en la etapa final de su
vida, en una conferencia llamada Imagen y
Palabra en la Educación, que ella brindó en Nueva York en el Congreso del
Bicentenario de la Universidad de Columbia, en 1957, recordaba así su misión en
México:
"Hace muchos años tuve ocasión de
celebrar y ver esa bonita experiencia llamada Escuelas Al Aire Libre.
Funcionaban por gracia de familias ricas en patios y huertas de las haciendas,
con subida asistencia de alumnos. Era cosa ejemplar, el llamado constante de
las radios urbanas convocando desde las grandes casas patronales a asistir a
esas Escuelas ambulantes. Ellas eran fáciles de confeccionar. Había una mesita,
una radio y un maestro rural de tipo apostólico, que renunciando a su descanso
nocturno, doblaba horario, y esto con paga o sin ella. Yo las llamaba Escuelas
Sin Horas y Sin Techos. Guardo el recuerdo de esa y de otras invenciones
geniales del gran reformador José Vasconcelos, quien alfabetizó con la ayuda de
los Maestros Misioneros, del cine y de la radio, a millares de campesinos...
Allí tuve yo la alegría de aprender que ha sido una vieja y malhadada
superstición aquello de que el indio americano padece de una incapacidad intelectual
irredimible. Más aún, allí gocé de
observar el genio que tiene el indio para el dibujo, la pintura y la escultura.
Vi sobre todo la sed de leer, de escribir, recitar, danzar y cantar, que posee
el pueblo. La alfabetización iba de mes en mes liquidando centenares de
analfabetos. Esas Escuelas nocturnas llamadas por su creador Misioneras,
parecían realmente un asunto tan civil como religioso: eran también el
desagravio a una raza entera, la indígena".
Como ella, José Vasconcelos era amante de la
tradición bíblica. Afirmaba él de Gabriela Mistral:
"Los profetas hebreos fueron los
primeros grandes exploradores de ciencias éticas, ciencias del destino humano.
Su doctrina está a mil leguas, por ejemplo, del idealismo platónico. La absurda
pretensión socrática de reducir Verdad, Belleza y Bien a unidad de concepto,
salta a la vista. El Bien ordena el destino; la Verdad unifica lo vario; la
Belleza es disfrute de la existencia. Según esto, se acercaron mucho más a la
noción del Bien, Esquilo y Eurípides, que Sócrates o Platón o el propio
Aristóteles. Los trágicos griegos reflexionaron en el misterio de la conducta y
su relación con el acontecer. Pero no tocó a Grecia ser maestra de los éticos,
sino a Judea. Y en parte también a los creadores de la religión de Asia: Buda y
Lao-Tsze.
Como José Vasconcelos, entonces ella veía a
"los oficios y las profesiones descuidadamente servidas" como la raíz
de los males inmediatos del mundo: "Político mediocre, educador mediocre,
médico mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras calamidades
verdaderas", no deja de repetir. En
1957, en declaración a Augusto Iglesias, el reformador Vasconcelos narra cómo
vio la llegada de la Mistral en su primer viaje a México:
"Desde la costa, vino en ferrocarril
hasta esta capital. A la estación acudió a recibirla una verdadera multitud
organizada por la Secretaría de Gobernación. Entre algunos de los que fueron
recuerdo a Diego Rivera, a Roberto Montenegro, a Alfonso Reyes, seguidos éstos
y los otros intelectuales que formaban el grupo directivo, de toda una legión
de poetas, pintores y artistas, seguidos de un sinnúmero de niños y niñas de
las escuelas públicas de México. Gabriela fue portada casi en hombros hasta su
automóvil, dirigiéndose al hotel que hoy se llama "Génova" -uno de
los mejores de aquella época- donde se le tenía, para ella y sus dos ayudantes,
alojamiento. Allí pudo descansar del largo viaje... Pero al otro día, temprano,
se presentó al Ministerio a pedir instrucciones y comenzó a trabajar. Se ha
dicho que Gabriela cobraba un sueldo fabuloso. Esto es mentira. La Secretaría
de entonces pagaba sueldos decorosos pero modestos. El salario de ella era el
mismo que ganaban pintores de tanto cartel como Rivera. Cuando surgió el
problema de la manera cómo deberíamos utilizar la capacidad educadora de
Gabriela, ella misma lo resolvió cuando la puse delante de las posibilidades
que podía ofrecer la Secretaría de Estado a mi cargo. Se iniciaba entonces la
campaña llamada de los Maestros Misioneros, los cuales acudían a los poblados
más remotos a enseñar no sólo al analfabeto sino a redimir a sus educandos con
el ejemplo, virtud e inteligencia, aplicados éstos a las circunstancias de la
vida diaria. Este fue el empleo escogido
por Gabriela. Y desde entonces, pasando temporadas cortas en la capital,
dirigía sus actividades por distintos rumbos del país. Una misión muy noble. Dedicábase, por las tardes, a leerles a la
gente el periódico, desde su "púlpito": un banco de la plaza... Esto
provocaba polémicas, establecía relaciones y creaba amistades, entre el maestro
y la población. De allí venía el pedido de libros, la fundación de una pequeña
biblioteca y todo lo que puede hacer una persona bien preparada y bien
intencionada, para levantar el nivel moral de la gente. De esta suerte, cada maestro era una especie
de enviado especial del Ministro, dedicado a averiguar las necesidades locales
y a resolverlas con las medidas y posibilidades del Gobierno. Y cuando esta
tarea está a cargo de personas de categoría -como lo era Gabriela-
comprobábanse otras ventajas. Es lo que ocurrió con nuestra amiga. En aquella
época empezó a escribir sus impresiones, hoy clásicas en nuestra lengua, sobre
el aspecto del indio, su modo de vivir y pensar. El indio mexicano al cual se
aficionó tanto, como tema literario, lo midió y describió ella en forma
magistral. Mi impresión sobre su obra literaria es la de un bloque gigantesco:
algo así como un pedazo de roca de los Andes".
Otra amistad inmediata que hizo Gabriela en
México a partir de la década de 1920, es la escritora Emma Godoy, quien la
recordaba así: "Ella protestaría si se la clasificara entre los
intelectuales. Gabriela era un genio, pero genio intuitivo. Repetía que el
razonamiento es una forma degenerada del saber, un vicio derivado del pecado
original. En el Principio -decía-, los espíritus no razonaban, intuían: todo
les era dado en una visión. Y ella era "como en el Principio". Vivía a golpes de luz... El más auténtico de
sus poemas fue su vida misma, fue ella.
Intuitiva y apasionada, extática y atribulada. Su espíritu flotaba en la
tiniebla primordial del subconsciente, rota aquí y allá a martillazos de
gigantes por relámpagos cegadores y astros en ignición, como si asistiera a la
noche en que el Altísimo hundió en el caos tenebroso del origen la espada
centelleante de su Verbo. No andaba como todo el mundo, pies en tierra... A su
contacto se transmutaba eso que llamamos "realidad". Al sumergirse en
el ambiente de esta mujer, se penetraba en la esfera mágica. Todo era posible.
Todo refulgente e inesperado. Gabriela sola formaba un universo, como lo forma
una obra de arte. Quienes caímos en su ámbito nos preguntábamos con alarma si
no sería que ya habríamos muerto y estábamos existiendo en la extrañeza del más
allá...
“Gabriela perteneció a la misma categoría
ontológica que las tragedias, los huracanes, los crepúsculos o la Esfinge
-continúa Emma Godoy-. No se le debía medir con las dimensiones acostumbradas y
decir de ella como de cualquier comadre: "Tenía sus defectos y cualidades
igual que todo el mundo, o ambas cosas más que nadie porque en todo ardía de
pasión; pero prevalecieron incomparables sus virtudes". Nada de eso. Tales
valoraciones se encuentran fuera de perspectiva. Lástima, pues, que muchos no
acertaran en el ángulo supra natural de Gabriela, porque vale la pena vivir
sabiendo que se ha hablado cara a cara con uno de los paradigmas de
Platón. Intentar incluirla en un
casillero nos deja pensando si no sería una aberración incluir en alguna
escuela filosófica a las sibilas o a los profetas.
"Por ejemplo, cuando se sentaba junto
al balcón abierto frente al mar de Veracruz a leer algunos de sus escritos
dolorosos, descompuesto el rostro, y se alzaban de pronto a mirarnos sus ojos
verdes cargados de relámpagos bajo las cejas agudamente arqueadas, y su voz se
detenía para dejar que se oyera el estrépito del oleaje, uno intuía su dolor
como esencialmente distinto a las penas comunes, y se venía a la mente el
recuerdo de aquellos ángeles trágicos que, según afirman los hindúes, cometieron un inconmensurable pecado
contra el absoluto: el de existir... malditos hasta que "apuren toda su
copa de sufrimiento", y sólo a trechos -en el sueño, en las
"ausencias mentales"- se les permite el alivio de recordar confusamente
la Patria perdida: se asoman al misterio del infinito por un instante, de allí
son arrancados luego y, cuando
vuelven, no logran
siquiera balbucirlo, sólo les queda la nostalgia rabiosa. Gabriela
insistía en la memoria de otra Patria.
"Le entusiasmaban los mitos y afirmaba
que ya estaba ella por cumplir el ciclo de sus rencarnaciones y pronto iría a
reposar en el seno de Dios... más en cambio no esperaba el Nirvana hindú sino
el Paraíso cristiano... Nunca fue panteísta. Siempre tuvo la noción de un Dios
separado del universo, creador y señor de todas las cosas. En su humildad se confundía ella con el
cosmos, por eso entendía todo, porque al cosmos no lo identificaba con Dios...
Gabriela siempre se conservó fiel a si misma, diferente a todos, sin par.
Cumplió el imperativo de Nietzsche: "Llega a ser lo que eres".
Ella llegó a México a ser lo que era: una
obra de arte; ¿cómo extrañarse, pues, de la fascinación inexpresable con que
nos atraía?"
Recuerda la maestra Emma Godoy que, a
finales de 1924, decide cortar su estancia para trasladarse a trabajar a Cuba:
-Cuando ella habló de partir, se le rogó que permaneciera y se le entregó una
hacienda en cuya casona podría vivir apartada del movimiento citadino. Y, como
a pesar de todo, se empeñó en partir, se la despidió con las máximas
atenciones, cuatro mil niños cantaron sus rondas en el Bosque de Chapultepec.
Allí empezó la compulsión de los viajes, aunque nunca dejaría de volver a
nosotros en diversas épocas de su vida. Ciertamente, Gabriela en México adoptó
la decidida creencia en un orden metafísico que está más allá de la envoltura
fugaz que nos contiene. Por eso volvió siempre sin dejar de residir en nuestro
inconsciente colectivo por sus muchos aciertos -dice la maestra Emma Godoy, y
sigue:
-Gabriela carecía por completo de vanidad, y
jamás quiso permitirse ni el más insignificante lujo, por eso llevaba en la
cintura el cordón de San Francisco.
La humanidad es una gran amnésica y ya
olvidó eso, aunque los muertos cubran hectáreas en el sobrehaz de la
desgraciada Europa, la que ha dado casi todo y va en camino, si no de renegar,
de comprometer cuanto dio.
No se trabaja y crea sino en la paz; es una
verdad de Perogrullo, pero que se desvanece apenas la tierra pardea de
uniformes e hiede a químicas infernales.
Cuatro cartas llegaron este mes diciendo
casi lo mismo. La primera: "Gabriela, me ha hecho mucho daño un solo
articulo, uno sólo, que escribí sobre la paz. Cobré en momentos cara sospechosa
de agente de sueldo, de hombre
alquilado".
Le contesto:
-Yo me conozco ya, amigo mío, eso de la
"echada". Yo también la he
sufrido después de veinte años de escribir en un diario, y he de haber escrito
allí por mantener la "cuerdecilla de la voz" que nos une con la
tierra en que nacimos y que es el segundo cordón umbilical que nos ata a la
Madre. Lo que hacen es crear mudos y por allí desesperados. Una empresa
subterránea de sofocación trabaja día a día. Y no sólo el periodista honrado
debe comerse su lengua delatora o consejera; también el que hace libros ha de
tirarlos en un rincón como un objeto vergonzoso si es que el libro no es de
mera entretención para los que se aburren, si él enfrenta a la carnicería
fabulosa del Noreste.
Otra carta más: "-Ahora hay un tema
maldito, señora, es el de la paz. Puede escribirse sobre cualquier asunto
vergonzoso: defender el agio, los toros, la "fiesta brava" que nos
exportó la Madre España, y el mercado electoral doblado por la miseria. Pero no
se debe escribir sobre la paz: la palabra es corta pero fulmina o tira de
bruces, y hay que apartarse del tema vedado como del corto-circuito eléctrico..."
Y otra carta aun dice: "No tengo ganas
de escribir nada. La paz del mundo era "la niña" de mis ojos. Ahora
es la guerra el único suelo que nos consienten abonar. Ella es, además, el
"santo y seña" del patriotismo. Pero no se apure usted; lo único que
quiere el llamado "pueblo bruto" es que los dejen trabajar en paz la
mujer y los hijos. Tienen ojos y ven, los pobres. Sólo que de nada les sirve el
ojo claro que les está naciendo y hay que oírlos cuando los radios buscan
calentar su sangre para llevarlos hacia el matadero fenomenal".
Y esta última carta: "Desgraciados los
que todavía quieren hablar y escribir de eso. Cuídense del mote cualquier día
cae encima de ustedes. Es un mote que si no mata estropea la reputación de
llenador de cuartillas y a lo menos marca a fuego. A su amigo ya lo miran con
ojo bizco, como diría usted. La palabra "paz" es vocablo maldito.
Usted se acordará de aquello de "Mi paz os dejo, mi paz os doy". Pero
no está de moda Jesucristo, ya no se lleva.
Usted puede llorar. Usted es mujer. Yo no lloro: tengo una vergüenza que
me quema la cara. Hemos tenido una "Sociedad de las Naciones" y
después unas "Naciones Unidas" para acabar en esta quiebra del
hombre. ¿Querrán esos, cerrándonos diarios y revistas, que hablemos como sonámbulos
en los rincones y en las esquinas? Yo suelo sorprenderme diciendo como un
desvariado el dato con seis cifras de los muertos".
(Ninguno de mis cuatro corresponsales es
comunista)
Yo tengo poco que agregar a esto. Mandarlo
en un "Recado", eso sí. Está muy bien dicho todo lo anterior; se
trata de hombres cultos de clase media y estas palabras que no llevan al sesgo
de las opiniones acomodaticias o ladinas, estas palabras que arden, son las que
comienzan a volar sobre nuestra
América.
"¡Basta! -decimos- ¡basta de
carnicería!"
Lúcidos están muchos en el Uruguay fiel, en
el Chile realista, en la Costa Rica donde mucho se lee. El "error" se
va volviendo el "horror".
Hay palabras que, sofocadas, hablan más,
precisamente por el sofoco y el exilio y la de "Paz" está saltando
hasta de las gentes sordas o distraídas. Porque, al fin y al cabo, los
cristianos extraviados de todas las ramas, desde la católica hasta la cuáquera,
tienen que acordarse de pronto, como los desvariados, de que la palabra más
insistente en los Evangelios es ella precisamente, este vocablo tachado en los
periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está
vedado como si fuera una palabrota obscena. Es la palabra por excelencia la
que, repetida hace presencia en las Escrituras sacras como una obsesión.
Hay que seguir voceándola día a día, para
que algo del encargo divino flote aunque sea como un pobre corcho sobre la
paganía reinante.
Tengan ustedes coraje, amigos míos. El
pacifismo no es la jalea dulzona que algunos creen; el coraje lo pone en
nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática. Digámosla
cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una
"militancia de paz" la cual tiene el aire denso y sucio y vaya
purificándolo.
Sigan ustedes nombrándola contra viento y
marea, aunque se queden unos tres años sin amigos. El repudio es duro, la soledad suele producir
algo así como el zumbido de oídos que se siente en bajando a las grutas... o a
las catacumbas. No importa, amigos: ¡hay que seguir!"
En el mismo tono elegiaco, había de escribir
su Oración de la maestra, que, desde
México pasó a ser patrimonio de canto para todos los maestros de América: "¡Señor!
Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú
llevaste por la Tierra.
Dame el amor único de mi escuela; que ni la
quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.
Maestro, hazme perdurable el fervor y
pasajero el desencanto.
Arranca de mí este impuro deseo de justicia
que aún me turba, la protesta que sube de mí cuando me hieren.
No me duela la incomprensión ni me
entristezca el olvido de los que enseñé.
Dame el ser más madre que las madres, para
poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Alcance a
hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más
penetrante melodía para cuando mis labios no canten más.
Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo,
para que no renuncie a la batalla de cada hora por él.
Pon en mi escuela democrática el resplandor
que se cernía sobre tu coro de niños descalzos.
Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de
mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de
toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.
¡Amigo, acompáñame!, ¡sostenme! Muchas veces
no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más cabal y más quemante
mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu
corazón, el que supo harto de soledad y desamparo.
Yo sólo buscaré en tu mirada las
aprobaciones. Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o
banal en mi lección cotidiana.
Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas
al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis
pequeños afanes materiales, mis menudos dolores.
Aligérame la mano en el castigo y
suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido
amando!
Haz
que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi
entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda.
Mi corazón le sea más columna y mi buena
voluntad más oro que las columnas y el oro de las escuelas ricas.
¡Y por fin, recuérdame, desde la palidez del
lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar
al último día con el lanzazo de Longinos de costado a costado!"
¿Cómo vivió la escritora chilena su última
residencia en México? Quien nos lo cuenta es el profesor Rubén Vizcaíno
Valencia, Director de Extensión Cultural de la Universidad Autónoma de Baja
California, que la conoció entonces y fue su chofer. Con él conversamos en
Tijuana, donde cultivé su amistad un tiempo cuando trabajé en la Escuela de
Humanidades de la UABCN:
-Luego del revuelo por su rescate desde alta
mar, y luego de ser atendida por el médico que la fue a rescatar en un
helicóptero oficial, el Presidente Miguel Alemán, por insinuación del pueblo,
la invitó a quedarse aquí, en el lugar
de México que quisiera, durante el
tiempo que dispusiera. Se pensó que seguiría viaje a Nueva York, donde
residía, pero no, sin más, accedió a quedarse, y eligió precisamente Veracruz,
donde el Gobierno puso a su disposición la residencia oficial en la Playa de
Mocambo. Allí trabajé para Gabriela Mistral, durante varias semanas y,
absolutamente, por casualidad. En esa época yo vivía en el D.F. Trabajaba de
chofer de un poeta refugiado español republicano, Jaime Terradas, que había
conocido a la maestra en España. El y su esposa decidieron ir a saludarla a
Veracruz y, por supuesto, yo debí manejar. El caso es que, al llegar, ellos
tenían muy serias dudas de ser recibidos, porque, directamente, sin aviso,
llegamos a la Playa de Mocambo. Eran
como las once de la mañana y, con gran alivio, nos recibió de inmediato. Feliz
de ver a los Terradas, aunque ella recibía a quien quisiera verla: simplemente
se sentaba en una de las espaciosas salas y, a su alrededor, en otras tantas
sillas, diversas gentes. El caso es que la maestra se quejó de que no había
quién les hiciera algunos servicios, a ella y sus dos amigas que estaban allí:
Palma Guillén y María Dolores Arriaga, a quien la maestra llamaba
"Lolita", dos maestras mexicanas de la misma edad de ella, fenomenales,
que la acompañaban "oficialmente" por órdenes presidenciales; con
ellas se conocían de la época de la Revolución; trabajaban todo el día, entre
risas y situaciones geniales. Luego llegó Doris Dana, que no hablaba una gota
de español. El caso es que no tenían un chofer para sacarlas del apuro
doméstico. Entonces la señora Terradas, ante mi impresión, le dijo:
Y continuó su esposo: -¡Le dejaremos el
automóvil y a Vizcaíno! Para que pueda trasladarse más libremente. Acepte,
amiga, que ¿me negará usted que no ha necesitado, por ejemplo, algo de la
librería o la farmacia?
Y ella replicó: -Es cierto que pensé en la
necesidad de aprovisionarme de cigarrillos...
Y el poeta Terradas insistía: -Querida
Gabriela, acepte, que así tiene a quien enviar de compras y la saque a tomar
aire, lejitos de los carros oficiales. ¿Acepta usted?
Al producirse un instante de silencio, a mi
vez, le dije:
-Con su permiso, maestra, soy persona de
confianza, del mismo pueblo donde nació el escritor Juan Rulfo. Puede usted
decirme "Vizcaíno". Estoy a sus órdenes. Y le prometo que no le
faltarán sus cigarros...
Y ella dijo: -Bueno, Vizcaíno, si usted es
de la tierra de mi amigo Juanito, tiene desde ahora mi completa confianza.
Así fue como me quedé a su servicio, y lo
que, en un comienzo supuse que sería un par de días, duró varias semanas. Fue
un tiempo excepcional. Ese mismo día me instalé "prestado" a Gabriela
Mistral. Ella, de inmediato me envió por periódicos, por café descafeinado y
algunas cosas de la farmacia. Dijo que, desafortunadamente, sus cigarrillos se
le habían acabado (fumaba Lucky sin filtro) y no habían en México. Yo, le comenté:
"-Pero si aquí en Veracruz hay de todo.
Se los traeré". Fue una empresa terrible, porque no encontraba sus
cigarrillos en ninguna parte, y recorrí y recorrí buscándolos, hasta que, al
final, terminé comprándolos en un barco, de contrabando. La maestra me celebró
mucho sus cigarrillos, y digo con orgullo que nació de inmediato entre nosotros
una buena relación amistosa. Al otro día, muy temprano, comencé a ser su
sirviente, antes de carnaval. Tengo perfecto el recuerdo de su presencia -sigue
el profesor Vizcaíno-. Ella era austera consigo misma, cálida con los demás,
siempre peinada a lo garcon, con su
mirada impregnada como de una sabiduría antigua y poderosa. No comía carnes
rojas, sólo frutas y verduras de la estación con alguna carne blanca, y todos
los mariscos posibles, en especial abulón al que decía "loco" como lo
nombran en Chile. Le gustaba el café, y el sabor del vino dulce. Llegaba mucha
gente y ella escuchaba y hablaba en forma incansable; le gustaba contar cuentos
y a veces lo hacía hasta altas horas de la madrugada, inundando de magia el
oyente, y ella fumando cigarrillo tras cigarrillo; fumaba hasta que ya no le
quedaba más que cenizas en sus dedos. Nunca vi que le molestara algo que otro
hiciera en su presencia, y sucedían cosas singularísimas por su disposición
para recibir, simplemente, a quien llegara. Porque iban innumerables visitas, y
a todo mundo recibía. Llegaban jóvenes editores que le pedían poemas para sus
revistas estudiantiles, y siempre salían con algo concreto en sus manos. Le
traían muchos libros, y todos los hojeaba para luego guardarlos,
escrupulosamente, en uno de sus dos baúles antiguos que la acompañaban, de rica
madera pintada verde oscuro con su nombre grabado en placas de cobre muy
discretas, era todo su equipaje. Y no parecía necesitar más para desenvolverse
a la perfección en el mundo. A la finca de Mocambo llegaban a saludarla
artistas y políticos, muchos reporteros mexicanos y extranjeros que querían su
opinión sobre todo tipo de sucesos. Iban personas anónimas, simplemente del
pueblo, con sus hijos: ella tenía la cualidad de calmar, con su sola presencia
a los niños, quienes, al verla se sentaban automáticamente a sus pies; solía
acurrucar a algún pequeño que luego-luego se dormía. Yo estaba allí cuando
llegó a visitarla Diego Rivera, a quien la unía una estrecha amistad.
Comenzaron a hablar muy tranquilos y, repentinamente, se enfrascaron en una
discusión acerca del mayor indigenismo que se jactaba de poseer uno sobre otro.
Ambos eran imagen viva de la cultura indígena de América, y ninguno era,
aparentemente, un indio. Por cierto, se notaba que su áspera discusión por ver
quién había hecho más por los indígenas era una especie de juego antiguo entre
ellos que, a ratos, se hacía más y más duro.
"Que yo he defendido a los indios en
Europa", decía la maestra, "y tú solo los has defendido aquí mismo,
en América, ¡qué chiste! ¡Yo he tenido que defenderlos en España!"
Y Rivera se ufanaba de haber rescatado la
historia indígena para el arte moderno. Y la discusión se acaloraba hasta que
este dijo: "¡Te reto formalmente a que me demuestres que eres más indígena
que yo!"
"¿Cómo quieres que lo haga? Respondió ella.
"¡Así!" -exclamó Rivera. Y acto
seguido: se abrió el cinturón, se desfajó los pantalones y enseñó una nalga
indicando su mancha lumbar-. "Como sabes, Gabriela, todos los indios
tenemos una mancha lumbar. Y aquí está la mía. ¡Ahora muestra la tuya!"
De inmediato, la maestra estalló en
carcajadas, le dio un verdadero ataque de risa.
No dejaba de reír, cuando le tuve que anunciar que había llegado el
embajador de Suecia con una comitiva. Fue una situación muy graciosa, porque,
durante los momentos que siguieron, ella no soportaba la risa cada vez que
miraba a Rivera, que luego se puso muy propio, mientras recibían la flemática
conversación diplomática tan circunspecta. La maestra fue muy amiga de Rivera y
de Frida Kahlo: ambos llegaron a despedirla la noche de su última estancia en
México, así como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, el matrimonio Terrada,
Guadalupe Amor y Pablo Neruda, que mantenía un affaire histórico con
"Pita", a quien Rivera había pintado desnuda, lo que causaba mucha
gracia a la maestra Gabriela... Frida Kahlo estaba radiante, uno se olvidaba
que estaba en su silla de ruedas, eran muy bonitas sus facciones e irradiaba
gran fortaleza. La despedida de México de la maestra Gabriela fue mágica; yo me
vestí muy elegante y ayudado por Palma Guillén les serví la cena que Lolita
Arriaga preparó para todos; con el amanecer, cuando fuimos a dejarla al muelle
luego de una reunión que se prolongó toda la noche, en que se habló, cantó y
practicó, por sobre todo, el arte del buen humor, los que allí estuvimos
éramos, sin duda, mejores -nos dice él.
Narra el profesor Vizcaíno que la escritora
era, en especial, cálida con los jóvenes artistas que llegaban:
-Cierto día llegó a saludarla un joven
poeta. Le llevaba a la maestra un quetzal disecado, detenido con sus patitas en
una rama, con su enorme cola, magnífico. Cuando la vio, antes de entrar a la
sala en que ella estaba, exclamó con un grito: "¡Divina Maestra!", y
abrió los brazos con la intención de correr hacia ella y abrazarla, con tan
mala suerte que, al hacer el súbito gesto, pasó a golpear el quetzal contra
algo, volando el ave disecada y aterrizando más allá con el ala rota,
quebrado... al ver lo que había hecho, el poeta, desconsolado sin más se puso a
llorar. Y ella se acercó a él y lo consoló con palmaditas en la cabeza y en la
espalda, como a un niño. Y así se estuvo mucho rato con el joven poeta,
teniéndolo abrazado, a su lado, consolándolo. Llegaban a verla los maestros de
las escuelas rurales cercanas, tal cual ella habla sido. Le pedían innumerables
consejos; ella era, treinta años antes de yo conocerla una figura importante
para los maestros, estaba convertida en el prototipo del talento educador. Fue
ella la sensibilidad preclara de los maestros misioneros. Por decir así, había
enseñado a los educadores de la niñez mexicana, en los que había dejado la
impronta de su sensibilidad. O sea, su última residencia en México era un
acontecimiento, y toda Veracruz se enorgullecía de que eligiera la ciudad para
vivir; eso lo pude medir esos días, cuando llegó el carnaval. En Mocambo, Palma
y Lolita enseñaban a Doris cómo debía atender a la maestra, los innumerables
detalles que ocupan a una secretaria, desde tenerle siempre a mano sus lápices
y cuadernos hasta recordarle que debía comer, porque ella era absolutamente
despegada de las cosas rutinarias. Lolita cocinaba platos mexicanos, que le
encantaban a la maestra. Yo me ocupaba de las puertas, anunciar las visitas, ir
de compras y de manejar. De inmediato la maestra Gabriela confió en mí y me
hizo, sin dudas, mejor. Ella estaba todo el tiempo escribiendo o corrigiendo lo
escrito. No le gustaba escribir en cuarto cerrado: cuando despertaba, lo
primero que hacía era ordenar que abriera todas las ventanas y puertas. Y yo
así lo hacía. En esos días escribió un texto de su obra mexicana que, en lo
personal, me parece fundamental en su labor: "La palabra maldita", su
defensa a los intelectuales que, por haber firmado la famosa declaración de
Estocolmo contra la "guerra fría", sufrían la persecución de sus
gobiernos. En el texto defiende la paz para condenar la ofensiva contra los
derechos humanos. No es a una paz abstracta a la que se refiere: habla
específicamente de personas que son víctimas de abusos por su posición
antibélica, a quienes anima a resistir. Sin embargo, su planteamiento no es
estrictamente político, sino ético, humanista, y religioso. Un día las llevé a
Jalapa, donde la invitaron unos maestros: para esa ocasión escribió
"Inauguración de una Biblioteca Veracruzana", donde dice que una
biblioteca es similar a un campo de guerrillas, porque las ideas luchan a todo
su gusto. Cuando se inició el carnaval de Veracruz, el Gobernador llegó a
invitarla para ver pasar las comparsas, fuimos y terminamos con la maestra
muerta de la risa y sin el Gobernador, desfilando en un carro alegórico, junto
a Palma, Lolita y Doris Dana.
Sigue recordando el profesor Vizcaíno: -La
maestra Gabriela siempre se veía radiante, a pesar de la severidad con que
vestía sin adorno alguno. ¿Sabes que a su edad era aún atractiva? Debió ser
bella en su juventud. No era una mujer fea, para nada. Tenía unos ojos
preciosos, verdes, y no se veía avejentada; tenía armonía en sus rasgos, en su
rostro de tez dorada como el cobre, en sus manos fuertes de campesina, y
caminaba muy erguida. Luego que desfilamos en Carnaval, decidió que saliéramos
a andar, simplemente, entre la gente que vivía el carnaval, y que en Veracruz
es una locura. En la fiesta callejera, se quedaba, a ratos, extasiada viendo
cómo se divertía la gente. Alguien le había regalado un gran manojo de globos
con helio y ella, en un acto muy gracioso, se los ató a su cinturón. Y no se
los quitó: así caminó entre las personas, envuelta en globos. Era impresionante
ver cómo, entre el jolgorio popular, todo el mundo le hacia camino
naturalmente; todos la reconocían, y de inmediato la aplaudían. En Veracruz,
esos días, todos hablaban de ella; era la estrella del carnaval. Gritaban en la
calle su nombre al verla pasar, pero nadie la molestaba... la única vez que vi
lágrimas en sus ojos fue cuando una comitiva del carnaval llegó a saludarla a
Mocambo en una carroza en que iban varias maestras del Estado recitando sus
poemas y niños cantando sus rondas, lo que la emocionó mucho. Le gustaba ir al
malecón, simplemente a caminar a la orilla del mar. Se quedaba a ratos
silenciosa, pero no nostálgica, nunca estaba triste. Siempre se veía
entusiasmada, le encantaba escuchar a los demás y jamás se mostraba aburrida.
En esos días del carnaval, me dijo que podía salir de noche y que no me
preocupara del desayuno. Al otro día me
decía:
"Dígame Vizcaíno, ¿qué hizo
anoche?"
"Fui a echarme unas cervezas"
-respondía.
"No, pero antes de eso, cuénteme, ¿qué
vio?" -decía ella.
"Fui a caminar" -le respondía. Y
seguía preguntando.
"¿Cómo estaba la alegría de la gente?
¿Conoció a alguien? Porque debió hablar con alguien. ¿Qué dice la gente? ¿Qué
conversaron?" Y así seguía. "¿Qué disfraces llamaron su atención?
¿Qué comió?"... y así... yo a veces le contaba historias que ella
celebraba con gran regocijo, su risa era muy contagiosa ¿sabes? Era una mujer
muy dulce, y su imagen de seriedad absoluta con que se la retrata no
corresponde a la realidad. Le gustaba ver de noche los barcos iluminados
mecerse en el mar; pero ella se decía "de tierra adentro"; acariciaba
los árboles, le gustaban todas las plantas, pero en especial los árboles. En
ocasiones las sacaba en el carro y guiados por ella nos enseñaba las calles de
los alrededores del puerto; cierto día me pidió enfilar por una gran arboleda,
y dijo:
“¿Saben que en la época de Vasconcelos yo
acompañé a los niños de Veracruz para que sembraran estos árboles? En esos años
eran sólo una ramita, y ahora ¡qué fuertes están!” Es cierto que tenía una manera muy bella de
ser. Irradiaba esa luz de la sabiduría, creo yo. Tenía otra particularidad:
conversaba con varias personas de diversos temas al unísono, concediendo a cada
invitado unos minutos antes de seguir conversando otra cosa con otro allí
presente, rotando la conversación y volviendo con exactitud al punto en que se
había quedado con cada persona, así el tema no tuviese nada que ver con lo que
conversaba antes; y, mientras con uno hablaba de pintura, con otro lo hacía de
política y luego daba consejos a algún joven... era formidable en ese aspecto.
Yo recuerdo haber leído que Napoleón era capaz de dictar seis cartas a seis
secretarias distintas al mismo tiempo. La maestra Gabriela era capaz de esa
simultaneidad, sin desatender a nadie: mientras hablaba con uno, delicadamente,
seguía como hablando con todos con la mirada; ella matizaba sus ideas, los
sentimientos, sus juicios con la mirada, era como si las cosas fueran
confirmadas por sus ojos, porque siempre transmitía un estado de ánimo
positivo. Era muy singular, no se parecía a las mujeres comunes. Nunca daba la
apariencia de ser una mujer moderna, ni de ser una mujer liberada; tampoco se
percibía la impresión de estar frente a una intelectual; usaba grandes
zapatones, de los que se acostumbran para andar en las tierras áridas, tenía
sólo dos pares de ellos, iguales, que yo cada mañana le lustraba
escrupulosamente; era alta, gruesa, monjil, pero me imagino que como son los
monjes orientales: tenía una sencillez de esas en que la sabiduría no despierta
escándalo; parecía que apagara la forma con su manera humilde exenta de toda
vanidad; no usaba una sola joya, y de maquillaje apenas solía polvearse muy
levemente; le gustaban los jabones de sándalo.
-Era increíblemente dueña de sí misma
-continúa diciéndonos el profesor Rubén Vizcaíno-, eso era lo que te partía...
era tan ella misma, con una individualidad que se notaba construida durante una
vida de lucha, de reflexión. Se notaba su señorío antiguo, de siempre; algo así
era lo que expresaba con su serenidad. Cuando hablaba a un grupo lo hacía
siempre reposadamente, de pronto se quedaba con sus ojos semi cerrados durante
unos minutos, silenciosa, mientras los demás seguían conversando entre ellos,
aunque nunca daba la impresión de estar ausente, sólo se quedaba así, inmóvil,
como descansando en sí misma. Nadie se atrevía a perturbarla entonces. En su
trato familiar, si se puede decir así, que era el que daba a Palma, Lolita y
Doris y me confirió a mí, sin conocerme, lo que me honró, ella jamás se
enojaba. Se levantaba muy temprano y, con su cuerpo vuelto al sol, permanecía
cada mañana varios minutos con las palmas abiertas al astro, con sus ojos
cerrados; desayunaba bien, y luego, todo el día, trabajaba o recibía gente, sin dar muestras de agotamiento. Su
correspondencia cada día era más, y en la noche se daba tiempo para leerla, así
como periódicos y revistas de todo el mundo que recibía donde se hablaba de
ella, cosa a la que no daba la menor importancia. Siempre estaba atenta a todo
lo que ocurría a su alrededor, y era común verla redactando una enérgica nota
apoyando una causa injusta en un país lejano. Tenía fuerzas para compartir con
todo el mundo. Un día le pregunté que de dónde sacaba tanta energía, y
respondió que, "de la Biblia y del sol"; ésta última, dijo, era una
práctica budista, religión que ella practicó en su juventud. Narraba que en una
ocasión fue recibida por el Papa, y que había estado a solas con él, y que los
ojos del Papa, cómo la había visto, esa mirada la devolvió definitivamente al
catolicismo. Todos saben que la fuerte intercesión del Papa Pío XII por los
indígenas del mundo, se debió a la influencia que éste, a su vez, recibió de la
maestra Gabriela, quien fue a Roma especialmente a pedirle por sus
"indiecitos". Era
famosa en esos días la anécdota
que unos pocos años antes ocurrió durante el encuentro que tuvo con el
expresidente norteamericano Harry S. Truman, cuando le criticó su decisión de
utilizar armas atómicas, preguntándole: “¿Y usted cuando se dejará de jugar a
la guerra?”
Sigue el profesor Vizcaíno: -A mí me hizo
leer los "Salmos" de David. Tenía ella a David por el primer poeta de
la historia. A veces decía su poesía tal cual se conversa, y era conmovedor
oírla, con su voz profunda de mujer. Palma Guillén, a quien dedicó su libro
"Lagar", solía imitarla pronunciando muy marcadas las erres, las s,
las c, cada frase muy hilada, y ella parecía morirse de la risa. A Palma un día
se le ocurrió que había que llevar a la maestra Gabriela en una excursión por
las montañas, con la idea de que tomara aire fresco y preparar su corazón para
que subiera al Distrito Federal, donde la reclamaban y ella esperaba ir para
saludar personalmente a sus amigos y al Presidente Alemán, con quien la unía
una cálida amistad y, hasta ese momento, sólo se comunicaban por teléfono. Así
que las llevé en el carro, enfilando hacia Jalapa. Al llegar, decidieron pasar
a tomar algo al restaurante del Hotel Salmón, pero, al momento de entrar, Palma
descubrió al Gobernador que se encontraba allí rodeado de personalidades
locales. Le susurró algo a la maestra y ésta, de inmediato, dijo: “¡Vámonos!”
Ya en el carro, comentó que se sentía muy comprometida con la amabilidad del
Gobernador, pero que a Palma la aburría la oficialidad. Y así era. Palma
Guillén era por sí misma una mujer singular; muy ingeniosa; Lolita Arriaga era
más sobria, con su propio sentido del humor; ambas eran tratadas por la maestra
con suma familiaridad; siempre se veía divertida con ellas. Me hizo parar en
una pulquería y compramos mezcal para nosotros y vino dulce para la maestra,
quien ordenó que enfiláramos hacia Coatepec, cruzando una cadena montañosa
bellísima, sembrada de cítricos, aguacate y mango, pidió que le comprara mangos
muy maduros y así lo hice, comiéndolos ella de inmediato; decía que uno de los
mejores sabores que existían era el del mango con vino dulce. Coatepec tiene
sus calles empedradas, con sus casas amuralladas de rosas. En el pueblo había
trabajado ella décadas antes junto a los Maestros, y estaba encantada de
volver. Indicó que la llevara a una casa de antiguos amigos suyos. Cuando la
maestra Gabriela fue anunciada, salió a recibirla una familia numerosísima,
estaban todos emocionados por la sorpresiva visita; la tocaban y la besaban.
Esta familia exportaba orquídeas y gardenias a USA. Tenían una casa gigantesca.
En un invernadero vimos racimos y racimos de orquídeas, de innumerables
variedades. Ella se perdió entre las flores, que acariciaba con enorme dulzura,
rozándolas con su rostro; se convirtió como en un niño, y Doris debió guiarla
para que saliera del bosque de orquídeas. Los anfitriones nos siguieron
conduciendo y vimos que había guajolotes reales, faisanes bellísimos, gallinas
enanas de Oceanía, jaulas enormes con pájaros exóticos, unos venados; era un
pequeño zoológico. Todos admirábamos lo que veíamos cuando, en una fracción de
segundo, irrumpió el rugido espantoso de un puma que se abalanzó desde dentro
de su jaula, justo al lado de la maestra Gabriela: ella dio un salto enorme,
literalmente se elevó por los aires, fue espectacular; el rugido del puma la
asustó de tal manera que la hizo, en verdad, volar. Impresionados la miramos
cómo, al instante, le vino uno de sus ataques de risa con que enfrentaba las
situaciones inesperadas, risa que contagiaba a todos. Luego, comentando en el
auto, nos preocupamos porque se suponía que ella estaba en recuperación, pero
lo había tomado de la mejor forma y nos tranquilizaba, mientras recordaba entre
risas; estar con ella era un jolgorio. De vuelta, las llevé a un sitio a cenar,
en Veracruz, donde se nos acercaron unos músicos y todos cantamos canciones
mexicanas en que predomina ese sentido de irrespetuosidad a la muerte, que la
maestra Gabriela festejaba mucho. Le cantábamos a viva voz y ella a ratos se
nos unía, contentísima. Ella en absoluto tenía miedo a la muerte, y, en eso,
era muy mexicana; ese desenfado libre de ataduras con el más allá con que se
movió por la vida fue lo que la acercó tanto al alma de mis paisanos, porque
Gabriela era una súper estrella en México veinte años antes de recibir el
Premio Nobel. Aquí pasó por los lugares
igual que un tren: despertando a las gentes -nos dijo su honorable chofer en
México.
En esta última residencia de la Nobel, también
vivía en México el autor de "Doña Bárbara", el escritor venezolano
Rómulo Gallegos, que solía visitarla. ¿Cómo la vio él? Para Gallegos, ella era
"mujer de decorosa existencia". Escribió: "Su patria le rindió
el debido honor y asimismo se le tributó
un cargo diplomático remunerado, laudable caso, bien poco frecuente,
procurándole decorosa y sosegada existencia, y Gabriela desempeñó con elegancia
y espíritu de selección, su misión de embajadora de la cultura chilena,
dondequiera que el paso, un poco trotamundos, por tiempos, se le
detuviera. Yo no olvidaré nunca las
exquisitas horas que en su noble presencia pasé aquí en México, donde ella
siempre volvía".Fin Segunda de Tres Partes.
LINKS AUTOR
© Waldemar Verdugo Fuentes.