Y LOS
MAESTROS DE MÉXICO
(Tercera Parte y Final)
Por Waldemar Verdugo Fuentes.
¡América, América! ¡Todo por ella!
Hija de Jerónimo Godoy, un marino músico de guitarra, y de Petronila Alcayaga, una ama de casa que cultivaba yerbas medicinales, Lucila Godoy Alcayaga (el nombre primero de Gabriela Mistral) debe sus primeras letras a su hermana Emelina, una joven profesora rural que la inscribe luego en la escuelita de Vicuña en el valle del Elqui; la directora, Adelaida Olivares era ciega, y se hacía llevar de la mano de la pequeña Lucila como de un lazarillo. Así, el primer oficio de Gabriela es tan humilde que podía desempeñarlo un perro. A los 13 años trabaja acompañando a su hermana como ayudante de clases en las escuelitas del valle; al mismo tiempo comienza a publicar en los periódicos locales "La voz de Elqui" y "La hoja coquimbana": relata doña Petronila que cuando su hija no estaba escribiendo, se entretenía en el campo, en extrañas conversaciones con los árboles y las piedras, con los pájaros y las flores, con la hierba, con el viento. ¿Después de todo no le quitaría al viento el nombre de "Mistral"?
A los 15 años pretendió regularizar sus
estudios en la Escuela Normal de La Serena, pero fue rechazada cuando se sabe
que era la autora de esos artículos "demasiado liberales" que
aparecían publicados de vez en cuando, y que habían llamado la atención de la
gente del valle. Entonces, decide viajar
a Santiago a rendir un examen de madurez ante el Ministerio de Educación: en un
alarde rinde toda la prueba de ciencias naturales... en verso. Y obtiene su
título de maestra normalista, dejando, para siempre su pueblo natal de
Montegrande, el único lugar donde declaró ser dichosa, "y ya no lo fui
nunca más".
En Santiago desafió a la sociedad de su
época temprana, con sus ideas educativas revolucionarias, con su exótica
vestimenta austera, con su desenfadada costumbre de fumar en público cuando
ninguna mujer lo hacía; se ubicó de inmediato como símbolo del poder mágico del
verbo. Por eso siempre la rodearon sólo amistades fugaces, vivió carente de
familia; era, como los profetas, un ser aislado que siendo de todos no
pertenecía a nadie. La Mistral no rozaba con sus manos la ambición, y es claro
que fue singular por esta rara condición. No soportaba objetos ni joyas, jamás
coleccionó cosa alguna, y cuando los maestros de Cuba le regalan orquídea de
brillantes y prendedor de oro, de inmediato los dona a "los niños de la
escuela" (que lleva su nombre en la isla). Cuando en México alguien le
pregunta si era verdad que el gobierno le pagaba en oro, responde: "¿Y yo
qué voy a hacer con oro?". La cantidad estimable de dinero que le dieron
con su Premio Nobel, lo invirtió en una casa en Santa Bárbara, California, en
la que casi no vivió. Ella nunca rindió
culto al dinero. Como refieren Vasconcelos
y sus amigos, en su primera visita a México vive con el sueldo de un maestro. A
partir de 1926 el gobierno de Chile le otorgó una jubilación como maestra, que
en ciertas épocas le fue cortado por sus actuaciones políticas, significándole
duros tiempos, pero al final se la nombra cónsul vitalicio chileno de libre
elección, con lo que ya no tendría inconveniente para radicarse donde quisiera,
retornando a México, cada vez que lo hizo, solo con sus medios. Ella llegó al país, cada vez que volvió, nada
más que buscando la compañía humana.
Gabriela publicó solo cinco libros:
"Desolación" (Nueva York, 1922); "Ternura" (Madrid, 1924);
"Tala" (Buenos Aires, 1938); "Lagar" (Santiago, 1954),
además de su selección de escritos "Lecturas para mujeres" que hubo
de publicar en México en 1923, y que había de convertirse en texto inmediato
para los maestros rurales, por ser una especie de antología unida a cuentos y
poemas de un alto vuelo. De este libro
dice el escritor mexicano Juan José Arreola (a Emmanuel Carballo): "En
esta obra que nos dejó Gabriela conocí un poema admirable de Julio Torri...
También un texto de Francisco Monterde, al que le debo muchísimas enseñanzas...
Allí venían también poemas de Ada Negri... "Lecturas para mujeres" de
Gabriela Mistral es una de las bases de mi cultura literaria".
Lo cierto es que la obra mexicana de la
Mistral, ésta la publicaría indistintamente en diarios y revistas de toda
América, incluyéndose, generalmente, como parte de su oficio periodístico; era
un "costado" (tal cual diría
ella) de su tarea, como consideraba a sus escritos en general, porque, en
realidad, nunca pensó en publicar un solo libro, o sea, estuvo toda su vida
escribiendo sin pensar en una unidad,
como para un
libro determinado.
Para ella publicar no era importante; los
libros que dio a luz fueron meros accidentes. Al parecer, escribía y rescribía
un libro infinito, iniciado sin final posible. Los originales de sus escritos
están esparcidos en toda América y Europa. En la serie de conferencias que
dictó presidiendo la Comisión del Cine en Roma, se hizo popular que terminara
como siempre abandonando el escrito que trazaba para hablar, y con el público
disputándoselo sin disimulo. En su legado literario que permanece inédito, existe
entre su correspondencia la que sostuvo con mexicanos ilustres como Lázaro
Cárdenas, Miguel Alemán, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera, Alfonso
Caso, Carlos Pellicer, Octavio Paz... entre sus manuscritos creados en México se
pueden leer hasta 17 versiones de un solo poema, y, absolutamente en cada
versión, hay al final una nota: "en trabajo". De lo cual es fácil
deducir que ella nunca pensó en escribir un libro a México, pero siempre se
refería al país.
Escribió sobre Quetzalcóatl:
"Quetzalcóatl llegó a Anáhuac viniendo
del Sudeste, por donde corre el país del quetzal. Nadie supo bien dónde nació y
se hizo mayor este dios del Viento que traía rumbo y no decía patria...
Era cosa de mucho asombro el Quetzalcóatl
andador, de cuerpo "lanzado"; de piel más clara que la del indio;
barbado en raza lampiña y de trato mágico. El Barbado vestía una túnica blanca que le llegaba hasta los pies, y su
cuerpo echaba claridad por sus ojos brillantes y por el algodón extremo que lo
cubría. Daba dicha oírle hablar, convencerse de su razón y seguirlo sin más,
según siguen los pájaros el viento del mar.
Quetzalcóatl, viniendo de la tierra que lo
hizo, se entró al Anáhuac atravesando pueblos y fue a establecerse en Cholula,
donde dicen que se quedó muchos años. En Cholula juntó familias, les hizo
ciudad y les levantó gran templo con lo que Cholula se volvería ciudad Santa,
región con leyes de Quetzalcóatl y templo no visto de costados redondos en los
que el viento de Quetzalcóatl no se rompía al pasar...
La gente tolteca ignoraba dónde comienza el
año, cuándo se abren primaveras de sembrar y cuándo el otoño manda recoger la
cosecha antes de granizos y hielos. El Vestido de Blanco traía el calendario en
sus ojos lectores del Zodiaco... Quetzalcóatl reveló el año real a los aztecas
dándoselo de trescientos sesenta y cinco días, partido en dieciocho meses, cada
uno de veintena.
Calendario tan bueno fue el de Quetzalcóatl
como el que los hombres blancos tenían al otro lado del mundo. Estampado en
piedra y puesto en cuero o metal, este año de los toltecas fue lo mejor que
ellos alcanzaron en ciencia, del cielo y de la tierra. Su círculo es la cara
misma de Quetzalcóatl y pregona la gloria del hombre que sabía las leyes del
suelo y de la atmósfera.
Quetzalcóatl también llevó al Anáhuac las
labores del algodón. Lo tejían los mexicanos de varios modos para vestido de
hombres y de mujer; pero el venido del Sudeste, traía centenares de
habilidades: conocía mejores husos y telares y la maniobra de cruzar urdimbre y
trama; puso mucha fantasía en los tintes de colorear y dio arte más completa de
rematar los primores que llamaba reboso de mujer, sarapes y paliacates.
Encandilados de aprender artesanía nueva, varones y mujeres hilaban con el
Barbado semanas y meses.
Quetzalcóatl recorría por todas partes la
tierra novedosa que le hacía feliz por lo ancha que es, por lo varia que nació
y por lo niña que se la ve siempre. El diligente iba y venía con la indiada y
abría con ella el suelo para sacar metales y piedras preciosas. El Barbado les
hizo encontrar los jades. La linda cosa mineral verde tierna o verde extremosa,
los indios no la conocían. Apenas
descubierta, se pusieron a labrar con ella sus dioses y sacarle donosuras y
niñerías.
Quetzalcóatl traía en sus manos todos los
oficios del metal: el fundir el oro y la plata, el procurar el bronce y el
sacar de ellos las joyas que gustaban a los príncipes, la vajilla en que
comerían los reyes y otros primores aún. Sabía más aun el hombre que vino del
Sudeste, y con la pluma del quetzal y la de faisán o colibrí, Quetzalcóatl
confeccionaba el "bordado de pluma", que era una gloria ver sobre los
muros y en la mesa de los señores y adornando a los danzantes de la fiesta.
Metido en el fuego, hostigando el mineral
hasta vencerlo, él dominaba a los indios que le obedecían al gesto; se ponía a
contar secretos del día y de la noche y era dueño del corazón de las mujeres, y
haciendo jugarretas de obsidiana, recibía la algazara de los niños. Parecía un rey y era mejor que eso; parecía
mago completo, pero también era mejor que ellos.
A la primera mañana o a la tarde, cuando
salta el Lucero o se va, Quetzalcóatl rezaba a sus dioses. Rezaba y luego se ponía a contarlos: eran los
dioses que hicieron al sol para orden de estaciones; eran los que soplaron el
viento, ruta de lluvias y de semillas; eran los que tornearon al primer hombre;
eran los que hacen crecer lo que crece o dejan las cosas en su mismo ser; y
eran muchos más que van y vienen en el aire, en el sobrehaz de la Tierra y debajo
de ella. Los dioses de Quetzalcóatl, no pedían logro, ni echaban a la guerra,
ni olían la sangre, ni se regocijaban en juegos de muerte. Dictaban fiestas, pedían coros, hacían
sembrar y se regalaban en alegrías.
La madre de Quetzalcóatl se los enseñaría en
la tierra de donde él vino, que pudo ser la misma nuestra o una estrella del
fondo del cielo, ya que era muy lejos de donde él vino... Por saber tantas
cosas del suelo, le llamarían la Serpiente -cóatl- que es quien más se la
conoce, y por entender lo mismo en el aire, lo llamarían su quetzal.
Le gustaba ir dando y tomando noticias de
pueblo en pueblo. En ninguno se quedó, excepto en Cholula y sería que le
mandaron a ver y servir a los países y a dejarlos felices.
Después de mucho vivir con ellos, y cuando
les enseñó lo que trajo, Quetzalcóatl no sintió apetencia de seguir adelante.
Dicen algunos que otro dios lo arrojó de su propio reino o cuentan que sólo
quiso volver al Tlapallán, "el país rojo", de donde le llamó su
padre.
Así fue como deshizo su viejo camino y
marchó de regreso al Sudeste. Refieren
que iba llorando de haber querido mucho a la gente tolteca, y añaden que se
perdió prometiendo volver algún día.
La promesa se la recogieron los toltecas y
la pasaron a sus hijos aztecas, pero se olvidaron de sus facciones precisas, y
cuando desembarcó Cortés, creyeron que su hombre barbado venía de vuelta. Y
Hernán Cortés no era el varón de ellos, su Quetzalcóatl.
Después de la muerte de miles de mexitlis,
de servir a otros dueños, de aprender el hierro con los venidos, de adquirir
rebaños de toros y ovejas nunca vistos y de comer el pan de trigo, volvió
Quetzalcóatl, que es el alma más íntima de los mexicanos, y vino a repartir la
tierra que es del gran Tlaloc.
Regresó por ese menester y el de vestir a
sus aztecas para trabajo y fiestas y el de construir las casas de ellos, que
habían aumentado volviéndose innumerables.
Tanto subieron los mexicanos hacia el Norte
y se deslizaron como el azogue hacia el Sudeste, que ahora comienzan con la
boca del cuerno que se abre en Río Grande, y termina donde el cuerno acaba su
arco, que es en la península de Yucatán, parecida a extremo de caracola".
Escribió sobre los Tlalocs:
"Los Tlalocs eran muchos en la mucha
tierra de México. La meseta de Anáhuac gozaba de poco riego, a pesar de su
nombre; la tierra de Yucatán era más seca todavía, y los Tlalocs húmedos se
fueron entonces a ser dioses de esos pueblos. Ellos vivían en las altas
montañas, sin que faltasen a cerros y a colinas, tomándolos por suyos a causa
de que recogen nieves y aguas, las hacen correr por su cuerpo vertical, las
reciben y las entregan.
Siguiendo a las aguas los Tlalocs bajaban de
las alturas hasta las riberas de los ríos, o se quedaban regodeándose en los
lindos lagos del país que llaman Chapala o mientan Pátzcuaro; o bien daban el
salto al cielo y corrían en las nubes cargadas, entrometiéndose arriba con
relámpagos y truenos. Era el negocio de los Tlalocs gobernar lluvias y era su
cuidado repartirlas bien: el mayor de ellos, se había casado nada menos que con
la diosa del Agua, Chalchihuitlicue, "la de traje color jade".
Los Tlalocs no eran ni mozos ni viejos: eran
como es el indio. Con su cuerpo de todo tiempo y su vida sin atajo, al igual de
la meseta, ellos veían nacer un pueblo, aumentarse y parar en ciudad, y miraban
a las gentes aprender los oficios y sobre todo, el cultivar el maíz, el algodón
y el maguey, que dan el pan de comer, el tejido arropador y la bebida de la
calor. Las familias se morían y venían otras
pidiendo también la lluvia de Tlaloc, y como no envejecían ni probaban muerte,
estaban de buen humor y eran pacientes como la Tierra, madre o hija de ellos.
Gobernaban los Tlalocs menudos unos cuatro
mayores, dueños de los puntos cardinales. El Tlaloc del Norte disponía de su
reino y el del Sur de la porción opuesta, y otros dos poderosos eran dueños del punto máximo por
donde rompe el sol y del otro por donde él se acaba. El indio miraba cerca o
muy lejos, ojeando tierra o cielo; siempre un Tlaloc le hacia señas desde donde
fuese, y nunca estaban solos, ni los Tlalocs ni los indios.
La tierra guardada de los Tlalocs verdeaba
siempre; la meseta olía a hierbas aromáticas; y en el bajío las vainillas y los
jengibres; o se volvía de pronto loca de fertilidad echando el bosque bravo
donde los árboles se abrazan para que no entre nadie, ni el sol, y donde la
sombra pone mucho misterio.
El Tlaloc pasaba enfurruñado por la tierra
greñuda de hierbas locas o por los maizales amarillos de abandono: dueño de
ella no tenía amor de su Tlaloc; y atravesando tierras muy donosas, peinadas en surcos como cabeza de
mujer, el Tlaloc retozaba allí las horas, revolcándose en los pastos jugosos y
haciendo y haciendo danza al indio diligente, hijo bueno del Tlaloc.
Los Tlalocs apuraban al cielo si andaban en
hacer nubes. Ellos sabían donde el suelo se "tomaba" de cal y de
gredas, y las mandaba el aguacero que lo afloja dejándolo bueno de abrir y de
sembrar.
Ver al Tlaloc, no ocurría siempre; no se le
iba a buscar en tal sitio ni a tal hora ni era cosa de contar con él como con
Diego o Juan, a los que se llama y se cita. Mirar el cerro no significaba
descubrirlo y tampoco estarse con la vista fija en el lago. El que iba
descuidado, echaba la cabeza atrás y de pronto en un montón de nubes, veía la
linda risa de Tlaloc; se iba en una balsa, y de una arruga del agua, el Tlaloc
guasón levantaba el pecho y caía una lluvia de gotas a la mano. O andando
despacito por el propio huerto, en unos matorrales no manoseados, el Tlaloc le
silbaba. Daba mucha alegría y traía buena suerte ver al Tlaloc.
Las mujeres tejían algodón o henequén en el
valle de México, mirando en lo alto un Tlaloc muy tapado de nubes. Y a los
niños que subían por leña del pino-ocote, el Tlaloc entre el cortar y el coger,
les echaba, a lo zumbón, una miradita verde por las ramas.
Los venados y los tigrillos corrían por el
Tlaloc, su padrecito; los faisanes voladores cortaban el Tlalococotal a
cuchillada roja, subiendo y bajando; los castores y los armadillos vivían en
los hoyos y en los túneles del Tlaloc, que por fantasía tiene sus grutas donde
deja vivir a las bestiecitas que no quieren nada con el Sol.
En el Anáhuac, los Tlalocs eran amigos de
las serpientes que al comenzar a llover, salen a averiguar novedades, contentas
de respirar aire sin polvo.
Los bien queridos estaban en los templos de
Cholula o de Teotihuacán con sus ojos rodeados de tres rodelas serpentinas y
con su aliento de espiral, saliendo de su boca grande; con su cara negra de
nube de agua y su vestido pintado en agua verde azul y en agua azul verdosa.
Más vivos que allí estaban en la selva, donde todo se mueve por el día o la
noche, y en los ríos que bajan sin freno. Los "conócelo-todo" hasta
entraban en las casas de los mexicanos, con las vasijas de agua a ver cómo son las casas de hombre, y el
indio por cariño de ellos, los pintaba en la cántara, y al beber se bebía a
su Tlaloc de cristal, que se rompe y se queda entero.
Teniendo sus Tlalocs a cada cerro y a cada
laguna y río, teniendo además a la mujer "de traje de jade" que
espejeaba aquí y allá, contando también "Siete Serpientes", su
hermana, y a otros muchos dioses bien mentados, fuesen vistos o no vistos, la
Tierra de México estaba entonces llena de bultos y de camaradas mágicos.
Ellos seguían a los sembradores del
maíz del maguey y del algodón, cambiando con ellos los regalos, en un
toma y saca, que no se acaba nunca: trocaban algunas veces con el camarada
hombrecito unos enojos grandes y rápidos, pero siempre se querían de amor
piadoso los indios mexitlis con los dioses mexitlis".
Dice en A
la madre mexicana:
"Mujer mexicana: amamanta al niño en
cuya carne y en cuyo espíritu se probará la raza latinoamericana.
Tu carne bien coloreada de soles, es rica;
la delicadeza de tus líneas tiene concentrada la energía y engaña con su
fragilidad. Tú fuiste hecha para dar los hombres más fuertes, los vencedores
más intrépidos, los que necesita tu pueblo en su tremenda hora de peligro:
organizadores, obreros y campesinos.
Tú estás sentada sencillamente en el
corredor de tu casa y esa quietud y ese silencio parecen languidez; pero en
verdad hay más potencia en tus rodillas tranquilas que en un ejército que pasa,
porque tal vez estás meciendo al héroe de tu pueblo.
Cuando te cuenten, madre mexicana, de otras
mujeres que sacuden la carga de la maternidad, que tus ojos ardan de orgullo,
porque para ti todavía la maternidad es el inefable gozo y la nobleza total.
Cuando te digan, excitándote, de madres que
no sufren como tú el desvelo junto a la cuna y no dan la vaciadura de su sangre
en la leche amamantadora, oye con desprecio la invitación, porque tú no has de
renunciar a las mil noches de angustia junto a tu niño con fiebre, ni has de
permitir que la boca de tu hijo beba la leche de un pecho mercenario. Tú,
amamantarás, tú mecerás, tú irás cargando el tirso de jazmines que la vida dejó caído sobre tu pecho.
Madre mexicana: para buscar tus grandes modelos no volverás
tus ojos hacia las mujeres locas del siglo, que danzan y se agitan en plazas y salones y apenas conocen
al hijo que llevaron clavado en sus
entrañas, las mezquinas mujeres que
traicionan la vida al esquivar el deber, sin haber esquivado el goce. Tú volverás los ojos hacia los
modelos antiguos y eternos: a las madres hebreas y a las madres romanas.
Da alegría a tu hijo, que la alegría se le
hará rojez en la sangre y templadura en los músculos. Canta con él las
canciones de tu país, dulcísimas; juega a su lado en los jardines y en el agua
temblorosa de tu baño; llévalo por el campo bajo la rica luz de tu meseta.
Te han dicho que tu pureza es una virtud
religiosa. También es una virtud cívica: tu vientre sustenta a la raza; las
muchedumbres ciudadanas nacen de tu seno calladamente con el eterno fluir de
los manantiales de tu tierra. El empequeñecimiento de los hombres comienza
siempre por la corrupción de las mujeres y es que el río puede enturbiarse al
cruzar los pueblos; pero sus fuentes son puras.
Hermosa y fuerte la tierra en que te tocó
nacer, madre mexicana; tiene los vientos más perfectos del mundo y cuaja el
algodón de copos suave y deleitoso. Pero tú eres la aliada de la tierra, la que
debe entregar los brazos que colecten los frutos y las manos que escarden los
algodones. Tú eres la colaboradora de la tierra, y por eso ella te baña de
gracia en la luz de cada mañana.
Madre mexicana: reclama para tu hijo
vigorosamente lo que la existencia debe a los seres que nacen sin que pidieran
nacer. Por él tienes derecho a pedir más alto que todas, y no debes dejar que
tu reclamo suba de otras bocas. Pide para él la escuela soleada y limpia; pide
los alegres parques; pide las grandes fuentes artificiales y las fiestas de las
imágenes, en el libro y en el cinema educador; exige colaborar en ciertas
leyes; has que limpien de vergüenza al hijo ilegítimo y no le hagan nacer paria
y vivir paria en medio de los otros hijos felices; las leyes que entreguen a
vosotras los servicios de beneficencia infantil; las que reglamenten vuestro
trabajo y el de los niños que se agotan
en la faena brutal de las fábricas.
Para esto podréis ser osadas, sin dejar de
ser prudentes; vuestra palabra no será grotesca, cobrará santidad y hará pasar
por las multitudes que os oyen el escalofrío de lo divino.
Tenéis derecho, madres, a sentaros entre las
maestras y a discutir con ellas la educación de vuestros hijos y a decirles sus
errores, hasta que sean enmendados.
Te oirán tarde o temprano, madre mexicana;
volverán a ti su mirada los hombres justos, que todavía son muchos. Porque tu
majestad quiebra, vencidas, a todas las demás majestades, y el verso de Walt
Whitman se recuerda cuando se te ve cruzar: "Yo os digo que no hay nada
más grande que la madre de los hombres".
El mundo va madurando lentamente para la
justicia; es la verdad que ya se acepta el que tu voz se eleve entre las voces
de los hombres, pidiendo para tu hijo, que es más tuyo que del padre, porque te
dio más dolor.
Yo te amo, madre mexicana, hermana de la
mía, que bordas exquisitamente, tejes la estera color de miel y cruzas el
campo vestida de
azul, como la mujer de la Biblia,
para llevar el sustento del hijo o del
esposo que riegan los maizales. Te hablo, por eso, como hablo a las mujeres de
mi raza del sur, con un acento que no sentirás frío ni intruso. Te repito: la
raza latinoamericana se probará en tus hijos; en ellos seremos juzgados todos
los del continente austral y nos salvaremos o seremos perdidos en ellos. Dios
les fijó la dura suerte de que el avance enemigo, la marejada del norte, rompa
sobre sus pechos. Por eso cuando tus hijos luchan o cantan, los rostros del sur
se vuelven hacia acá, llenos de esperanza y de inquietud a la par. Mujer
mexicana: en tus rodillas se mece la raza latina y no hay destino más grande y
tremendo que el tuyo en esta hora".
Entre finales de 1947 y 1948, cuando la
Mistral siendo Premio Nobel, decide trasladar su consulado de Chile a Veracruz,
escribe El grito: "¡América,
América! ¡Todo por ella; porque nos vendrá de ella desdicha o bien! Somos aún México, Venezuela, Chile, el
azteca-español, el quechua-español, el araucano-español; pero seremos mañana,
cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no
más que un anhelo.
Maestro: enseña en tu clase el sueño de
Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo
garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su
Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de
Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano extraño, y además caduco, de
hermosa caduquez fatal.
Describe tu América. Haz amar la luminosa
meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo
todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la
perla en el Caribe, cómo se puebla de blancos la Patagonia.
Periodista: Ten la justicia para tu América
total. No desprestigies a Nicaragua, para exaltar a Cuba; ni a Cuba para
exaltar la Argentina. Piensa en que llegará la hora en que seamos uno, y
entonces tu siembra de desprecio o de sarcasmo te morderá en carne propia.
Artista: Muestra en tu obra la capacidad de
finura, la capacidad de sutileza, de exquisitez y hondura a la par, que
tenemos. Exprime a tu Lugones, a tu Valencia, a tu Darío y a tu Nervo: Cree en
nuestra sensibilidad que puede vibrar como la otra, manar como la otra la gota
cristalina y breve de la obra perfecta.
Industrial: Ayúdanos tú a vencer, o siquiera
a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia
que quiere vendérnoslo todo, poblamos los campos y las ciudades de sus
maquinarias, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar. Instruye
a tu obrero, instruye a tus químicos y a tus ingenieros. Industrial: tú deberías
ser el jefe de esta cruzada que abandonas a los idealistas.
¿Odio al yanqui? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por
culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos
está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios
raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace
vulnerables a su clavo de acero y de oro: a su voluntad y a su opulencia.
Dirijamos toda la actividad como una flecha
hacia este futuro ineludible: la América Española una, unificada por dos cosas
estupendas: la lengua que le dio Dios y el Dolor que da el Norte.
Nosotros ensoberbecimos a ese Norte con
nuestra inercia; nosotros estamos creando, con nuestra pereza, su opulencia;
nosotros le estamos haciendo aparecer, con nuestros odios mezquino, sereno y
hasta justo.
Discutimos incansablemente, mientras él
hace, ejecuta; nos despedazamos, mientras él se oprime, como una carne joven,
se hace duro y formidable, suelda de vínculos sus estados de mar a mar;
hablamos, alegamos, mientras él siembra, funde, asierra, labra, multiplica,
forja; crea con fuego, tierra, aire, agua; crea minuto a minuto, educa en su
propia fe y se hace por esa fe divino e invencible.
¡América y sólo América! ¡Qué embriaguez y
semejante futuro, qué hermosura, qué reinado vasto para la libertad y las
excelencias mayores!"
También en la ciudad que la despediría del
país como última residencia permanente, para las maestras de la "Escuela
Gabriela Mistral" de Veracruz, escribe el hoy difundido Himno Matinal:
¡Oh, Creador; bajo tu luz cantamos
porque otra vez nos vuelves la esperanza!
Como los surcos de la tierra alzamos
la exhalación de nuestras alabanzas.
Gracias a Ti por el glorioso día
en el que van a erguirse las acciones;
por la alborada llena de alegría
que baja al valle y a los corazones.
Se alcen los brazos, que con luz heriste,
frescas y vivas sobre las faenas.
Se alcen los brazos, que con luz heriste,
en un temblor ardiente de colmenas.
Somos planteles de hijas todavía;
haznos el alma recta y poderosa
para ser dignas en el sumo día
en que seremos el plantel de esposas.
Vemos crear a tu honda semejanza
con voluntad insigne de hermosura;
trenzar, trenzar divinas de confianza,
el lino blanco con la lana pura.
Mira cortar el pan de las espigas;
poner los frutos en la clara mesa;
tejer la juncia que nos es amiga:
¡crear, crear mirando a tu belleza!
¡Oh, Creador de manos soberanas,
sube el futuro en la canción ansiosa,
que ahora somos el plantel de hermanas,
pero seremos el plantel de esposas!
A comienzos de 1951, durante su estancia
fortuita rescatada de altamar frente a la costa de Veracruz, emprende su último
peregrinaje al valle de México, pero no entra al Distrito Federal. Cruza Puebla
de los Ángeles y sube a Toluca, permaneciendo un tiempo no breve en las faldas
del volcán Ixtlazihuatl:
El Ixtlazihuatl mi mañana vierte;
se alza mi casa bajo su mirada,
que aquí a sus pies me reclinó la suerte
y en su luz hablo como alucinada.
Te doy mi amor, montaña mexicana,
como una virgen tú eres deleitosa;
sube de ti hecha gracia la mañana,
pétalo a pétalo abre como rosa.
El Ixtlazihuatl con su curva humana
endulza el cielo, el paisaje afina.
Toda dulzura de su dorso mana;
el valle en ella tierno se reclina.
Toda dulzura de su dorso mana;
el valle en ella tierno se reclina.
Está tendida en la ebriedad del cielo
con laxitud de ensueño y de reposo,
tienen
en un pico un ímpetu de anhelo
hacia el azul supremo que es su esposo.
Y los vapores que alza de sus lomas
tejen su sueño que es maravilloso,
cual la doncella y como la paloma
su pecho es casto, pero se halla ansioso.
Mas tú la andina, la de greña oscura,
mi Cordillera, la Judith tremenda,
hiciste mi alma cual la zarpa dura
y la empapaste en tu sangrienta venda.
Y yo te llevo cual tu criatura,
te llevo aquí en mi corazón tajeado,
que me críe en tus pechos de amargura,
¡y derramé mi vida en tus costados!
Y se despidió de México, donde tampoco
habría de perderse tras la muerte; donde hacía treinta años escribió La extranjera, que seria profética
suerte de su vida:
Habla con dejo de sus mares bárbaros,
con no sé qué algas y no sé qué arenas;
reza oración a Dios sin bulto y peso,
envejecida como si muriera.
En huerto nuestro que nos hizo extraño,
ha puesto cactos y zarpadas hierbas.
Alienta del resuello del desierto
y ha amado con pasión de que blanquea,
que nunca cuenta y que si nos contase
sería como el mapa de otra estrella.
Vivirá entre nosotros ochenta años,
pero siempre será como si llega,
hablando lengua que jadea y gime
y que le entienden sólo bestezuelas.
Y va a morirse en medio de nosotros,
en una noche en la que más padezca,
con sólo su destino por almohada,
de una muerte callada y extranjera.
Para Octavio Paz, Gabriela Mistral es la
escritora "de los misterios cotidianos". Dice: "El paisaje de
Gabriela tiene una antigüedad sin fechas. Su emblema central es la piedra, que
es Sol pétreo ya frío, tiempo hecho materia dura y musgo verde, promesa de
resurrección. La piedra es monolito precolombino, linde entre el desierto y el
campo cultivado, iglesia y altar...
"Uno de los signos de la verdadera
poesía es la presencia de la prosa en el verso -escribe Paz-. Quiero decir: en
ciertos momentos privilegiados, sin cesar de ser música verbal, el verso
adquiere una densidad que lo lleva a no disiparse en el aire, sino a caer, como
una suerte de hermosa fatalidad, para enterrarse y fructificar. Es la ley de la gravedad espiritual de la
poesía. Algunos poemas de Gabriela Mistral, los mejores, son una inmejorable
ilustración de esta ley. Esta rara
cualidad se debe, como ya dije, a que fue uno de los pocos poetas de nuestra
lengua que recogieron y prolongaron la tradición bíblica. En esa tradición la
realidad más real está impregnada de religiosidad y las cosas más santas son
también las cosas diarias. En sus poemas la vida de todos los días es una
liturgia y los alimentos mismos -el pan y la leche, el agua y la carne, el
azúcar y el aceite- se vuelven sacramentos", termina Paz.
Es ciertamente notable la liturgia mágica
ésta nuestra de cada día que ella cantó, este fruto del bueno tan lejos del
malo. De allí la variedad de temas que accede con toda la potencia elegíaca
mistraliana, tan prodigiosa como la voz secreta de Quetzalcóatl o el maíz sin
origen, tan rica en matices... ella decía que su obra, como su persona, era
"un batido difícil de entender". Sin embargo, en sus escritos a
México hay claramente una melodía única, es cierto, están los motivos
recurrentes a que hizo acopio en su obra: el amor, la muerte, el erotismo
implícito a la naturaleza terrenal, la condición de la mujer, el campesinado,
Dios, niños, la amistad, el desarraigo, la estética literaria, su pensamiento
educacional revoloteando en todo su trance literario, surgiendo como armonía
pura, profunda y seria, son formas potentes como su alma, tal cual inmensa
cantata. Nunca se lee en estos textos el tono falso del halago, sino el rigor
inmediato cuyo sello es la verdad. Descubriéndonos presencia vívida animada
tanto por el esfuerzo diario como por los relieves de nuestra vida de cada día,
lleno de cosas a las que su visión poética insufló vida como nunca antes, ni
después, escritor extranjero ha hecho en México.
De esta "diaria visita del sol"
como llama Octavio Paz a Gabriela Mistral, nombrándola: "soliloquio del
viento por las calles", "luna en la azotea", "la mesa para
la comida en común, el mantel inmaculado, los platos y los vasos, el pan, la
sal y la jarra de agua." De esta
maestra chilena en el México nuestro de cada día, de su vida toda en el país
fue impregnando el papel. Porque, se sabe, donde estuvo se hizo como es la vida
común, de aquí la diversidad de sus orillas. Porque lo que unió a Gabriela
Mistral con México fue algo natural, algo así como un relámpago, como un haz de
luz que tiene hálito propio.
Vivió en México a gusto. Cuando ella se
devuelve a la distancia en Nueva York, asistida por Doris Dana, en una carpeta
cruzada por una cinta verde, entre otros atados de escritos, guardaba los
textos y poemas a México que ahora siguen. Hemos consultado los escritos
originales en la Biblioteca del Congreso de Washington, USA, donde no tocamos
su correspondencia; hemos consultado el Archivo de la Nación, México D.F. y
otros medios a los que se agradece al final: en todos los casos hemos capturado
la última versión que nos dejó Gabriela Mistral. Son apenas una punta de
iceberg, sirvan de testimonio vivo. Publicados a lo largo de su vida, en ellos
se refiere a sus amigos, como Amado Alonso; habla de figuras de la conquista
que influyeron en el país, como Vasco de Quiroga y Fray Bartolomé de las Casas;
habla de Sor Juana Inés de la Cruz. Se encontró junto a ella su "Recado
para Michoacán", donde dice: "Yo dormí en tantas casas que no puedo
contarlas". Su "Himno al árbol", que dedicara a José
Vasconcelos. Y el prólogo que escribió para el libro "Canciones" de
Jaime Torres Bodet. Así como una breve selección de rondas que hizo para los
niños mexicanos, junto a sus escritos que hablan de las grutas de Cacahuamilpa,
y de las jícaras de Uruapan, de la palmera, del órgano. También guardaba dos de
sus poemas fundamentales: "El Maíz" ("eternidades van,
eternidades vienen"), que
escribió como alusión
al fresco "Fecundación"
de Diego
Rivera; y "Sol de Trópico", que escribió sentada a los pies de la
Pirámide del Sol, cuando enseñaba a leer en el pueblito San Juan de
Teotihuacán. El último texto que
incluimos en esta mínima selección es "Envío", donde canta al paisaje
de Anáhuac, "suave amor eterno", al que bendice "¡por
Netzahualcóyotl y por Salomón!".
Himno
al Árbol.
(a José Vasconcelos)
Árbol hermano que, clavado
por garfios pardos en el suelo,
la clara frente has elevado
en una intensa sed de cielo:
hazme piadoso hacia la escoria
de cuyos limos me mantengo,
sin que se duerma la memoria
del país azul de donde vengo.
Árbol que anuncias al viandante
la suavidad de tu presencia
con tu amplia sombra refrescante
y con el nimbo de tu esencia:
haz que revele mi presencia,
en la pradera de la vida,
en mi suave y cálida influencia
de criatura bendecida
Árbol diez veces productor:
el de la goma sonrosada,
el del madero constructor,
el de la brisa perfumada,
el del follaje amparador;
el de las gomas suavizantes
y las resinas milagrosas,
pleno de brazos agobiantes
y de gargantas melodiosas:
hazme en el dar un opulento.
¡Para igualarte en lo fecundo,
el
corazón y el pensamiento
se me hagan vastos como el mundo!
Y todas las actividades
no lleguen nunca a fatigarme:
¡las magnas prodigalidades
salgan de mi sin agotarme!
Árbol donde es tan sosegada
la pulsación del existir,
y ven mis fuerzas la agitada
fiebre del mundo consumir:
hazme sereno, hazme sereno,
de la viril serenidad
que dio a los mármoles helenos
su soplo de divinidad.
Árbol que no eres otra cosa
que dulce entraña de mujer,
pues cada rama mece airosa
en cada leve nido un ser:
dame un follaje vasto y denso,
tanto como han de precisar
los que en el bosque humano, inmenso,
rama no hallaron para hogar.
Árbol que dondequiera aliente
tu cuerpo lleno de vigor,
levantarás eternamente
el mismo gesto amparador:
haz que a través de todo estado
-niñez, vejez, placer, dolor-
levante mi alma un invariado
y universal gesto de amor.
Sol de
Trópico.
Sol de los Incas, sol de los Mayas,
maduro sol americano,
sol en que mayas y quichés
reconocieron y adoraron,
y del que viejos aimaras
como el ámbar fueron quemados;
faisán rojo cuando levantas
y cuando medias, faisán blanco,
sol pintador y tatuador
de casta de hombre y de leopardo.
Sol de montañas y de valles,
de los abismos y los llanos.
Rafael de las marchas nuestras,
lebrel de oro de nuestros pasos;
por toda tierra y todo mar
santo y seña de mis hermanos.
Si nos perdemos que nos busquen
en unos limos abrasados,
donde existe el árbol del pan
y padece el árbol del bálsamo.
Sol del Cuzco, blanco en la puna.
Sol de México, canto dorado,
canto rodado sobre el Mayab
maíz de fuego no comulgado,
por el que gimen las gargantas
levantadas a tu viático;
corriendo vas por los azules
estrictos o jesucristianos,
ciervo blanco o enrojecido,
siempre herido, nunca cazado...
Sol de los Andes, cifra nuestra,
veedor de hombres americanos,
pastor ardiendo de grey ardiendo
y tierra ardiendo en su milagro,
que ni se funde ni nos funde,
que ni devora ni es devorado;
quetzal de fuego emblanquecido
que cría y nutre pueblos mágicos;
llama pasmado en rutas blancas
guiando llamas alucinados...
Raíz del cielo, curador
de los indios alanceados;
brazo santo cuando los salvas,
cuando los matas, amor santo,
Quetzalcóatl, padre de oficios
de la casta de ojo almendrado,
moledor de los añiles
y tejedor de algodón cándido.
Los telares indios enhebras
con colibríes alocados
y das las grecas pintureadas
al mujerío de Tacámbaro.
¡Pájaro Roc, plumón que empolla
dos orientes desenfrenados!
Llegas piadoso y absoluto
según los dioses no llegaron,
bandada de tórtolas blancas
maná que baja sin doblarnos.
No
sabemos qué es lo que hicimos
para vivir transfigurados.
En especies solares nuestros
Viracochas se confesaron,
y sus cuerpos los recogimos
en sacramento calcinado.
A tu llama fui, a los míos,
en parva de ascuas acostados;
como un tendal de salamandras
duermen y sueñan sus cuerpos santos.
O caminan contra el crepúsculo,
encendidos como retamos,
azafranes contra el poniente,
medio Adanes, medio topacios...
Desnuda mírame y reconóceme,
si no me viste en cuarenta años,
con la Pirámide de tu nombre
con la pitahaya y con el mango,
con los flamencos de la aurora
y los lagartos tornasolados.
¡Como el maguey, como la yuca,
como el cántaro del peruano,
como la jícara de Uruapan,
como la quena de mil años,
a ti me vuelvo, a ti me entrego,
en ti me abro, en ti me baño!
Tómame como los tomaste,
el poro al poro, el gajo al gajo,
y ponme entre ellos a vivir,
pasmada dentro de tu pasmo.
Pisé los cuarzos extranjeros,
comí sus frutos mercenarios;
en mesa dura y vaso sordo
bebí hidromieles que eran lánguidos;
recé oraciones mortecinas
y me canté los himnos bárbaros
y dormí donde son dragones
rotos y muertos los Zodiacos.
Te devuelvo por mis mayores
formas y bulto en que me alzaron.
Riégame con tu rojo riego
y ponme a hervir dentro tu caldo.
Emblanquéceme u obscuréceme
en tus lejías y tus cáusticos.
¡Quémame tú los torpes miedos,
sécame lodos, avienta engaños;
tuéstame, habla, árdeme ojos,
séllame boca, resuello y canto,
límpiame oídos, lávame vistas,
purifica manos y tactos!
Hazme las sangres, y las leches,
y los tuétanos, y los llantos.
Mis sudores y mis heridas
sécame en lomos y en costados.
Y otra vez íntegra incorpórame
a los coros que te danzaron,
los coros mágicos, mecidos
sobre Palenque y Tiahuanaco.
Gentes quechuas y gentes mayas
te juramos lo que jurábamos.
De ti rodamos hacia el Tiempo
y subiremos a tu regazo;
de ti caímos en grumos de oro,
en vellón de oro desgajado,
y a ti entraremos rectamente
según dijeron Incas Magos.
¡Como racimos al lagar
volveremos los que bajamos,
como el cardumen de oro sube
a flor de mar arrebatado
y van las grandes anacondas
subiendo al silbo del llamado!
Las
Grutas de Cacahuamilpa.
Esta gruta es profunda; dice una geografía,
que tiene 1.500 metros. Donde se toca su fondo, el silencio da estupor, como si
tocáramos las raíces del mundo. Conocemos, apenas entramos, la desolación
auditiva, casi más trágica que la desolación visual. No hay más rumor que el
que levantan nuestros pasos y la caída lenta de las gotas que dan la pulsación
grave de la gruta.
El mundo se nos ha invertido: arriba el
cielo es una vaguedad impalpable y azul ciñendo ingrávida a la tierra; el cielo
que aquí nos cubre es plástico y duro. Pero en cambio de las decoraciones, a
cada instante rotas, de las nubes, ¡qué cielo éste que nos mira! Están
suspendidos sobre nuestras cabezas los cien mil caprichos del agua. Son
guirnaldas, son enormes pistilos o torres invertidas. Las filtraciones
calcáreas han ido en siglos poblando el corazón vacío de la gruta hasta erigir
este laberinto alucinante. ¡Durante siglos! La humanidad, mientras tanto, iba
ensayando arriba muchas doctrinas y formas de vida, ¡arquitectura de nubes
también!, sin cuajar ninguna con la belleza de esta creación que labraban abajo
las gotas...
El suelo de la gruta es semejante a su
cielo. ("Arriba es como
abajo", dice Swedenborg). En
algunos puntos, las formas que descienden se tocan y funden con las que suben.
Así se juntan en la oración, pienso mirando temblorosa el contacto, el creyente
con el Creador.
La gruta es una catedral maravillosa; pero
una catedral que no sólo tuviese altares sobre los muros, sino que los hubiera
derramado también en las naves; y, además que contuviese pueblos. Hay millares
de actitudes humanas en las estalactitas que suben: son muchedumbres
prosternadas, cuyos dorsos cubren el suelo; a veces, turbas en furor, con los
brazos dislocados de ansia. Es un pueblo sobre el cual pende, fija, una hora
terrible; se parece a los lomos del mar, que suspende, el viento a trechos en
una ola convulsa. Me acuerdo del Valle de Josafat y las Escrituras se me hacen
vivas. Ahora encontramos una figura inmensa que camina, alta y grave, como un
Dios: puede ser Moisés. Le sigue una masa infinita de formas. Doy vuelta a un
recodo y cae sobre mí la mirada de un rostro con angustia, de Edipo o del rey
Lear; la nieve y el viento mecen la cabellera y la boca exhala un grito que no
acaba de salir y que de inmenso parece desquilatar la cabeza. Y al frente, hay un semblante que es sólo
mirada; lo único acusado son los ojos; el resto lo hacemos en torno de ellos.
Seguimos caminando...
Ahora la gruta parece una cacería
fantástica: aquella de San Julián el Hospitalario, en la leyenda de Flaubert:
un búfalo erguido que va a saltar y gamos que corren ágiles delante de él y
ciervos de altas cornamentas que se entrelazan revolviéndose dolorosos, unos
contra otros; y hay agazapadas panteras, y culebras que se destrenzan debajo de
nosotros... ¡Es un bajorrelieve caliente de interior de selva africana!
Y podría ser también este grupo que me rinde
los ojos por las formas innumerables, el de Adán ceñido por las bestias después
de la hora del pecado, en el Paraíso. La Creación se vuelve, airada, contra él;
las bestias se agitan mirándole, ciñéndole...
Pero a trechos las formas agudas y
depuradas, dominan. Entonces la gruta no es una fauna violenta, es una flora
exquisita: helechos temblorosos, pinos y cipreses fijos, arrobados, y bajo
ellos, la muchedumbre de las hierbas y matorrales. Todo esto cubierto como por
una nevada de muchas horas, que da a los follajes cierta grosura. Y yo siento
en el paisaje quieto, la sensación que tuve en medio de un bosque nevado: el
ansia angustiosa de que viniese el viento a desmortajar la selva, sacándome de
aquella alucinación, hecha de blancura y de silencio...
Aquí el aire es denso, cual en el seno de la
selva tropical. Seguimos avanzando como en la atmósfera densa de un sueño muy
largo.
Estas formas erguidas sobre el suelo de la
gruta parecen en momentos un millar de brazos con ofrendas, es un ofrendatorio
inmenso, elevado a un dios indiferente -vasos, ánforas y tiestos
propiciatorios-, algo como un castigo para ciudades que no quisieron orar... se
siente la fatiga inútil de los brazos espigados y se espera la caída de uno que
se romperá rendido...
A pesar del sosiego absoluto, no es éste, ni
por un instante, un espectáculo de muerte; cada ser está henchido de una sangre
distinta de la nuestra. Habla la Leyenda
Dorada de los siete Jóvenes durmientes que una montaña cubrió sin dañar, como
un pañal ligero. Después de siglos, por una excavación, los dormidos quedaron a
la luz: siete cuerpos blancos, intactos, amodorrados aún del sueño fabuloso.
Una imperceptible respiración movía sus
pechos; no tenían la rigidez de la muerte y al beso del sol fueron despertando
con callada suavidad. Así esta quietud
de las estalactitas parece una fuerza contenida; se percibe bajo los cuerpos
una inmensa respiración sofocada. Al
salir de cada Sala, no volvemos la cabeza: sentimos que todas las formas
vivieron en cuanto nos alejamos y que los pechos, los dorsos, las bocas exhalan
ahora un suspiro, y se mueven, aliviados...
Pero si yo hubiese entrado sola en la gruta,
"como el hombre solo es puro", no iría pasando así, febrilmente, y la
caverna querría vivir para mis ojos adorantes. Me sentiría entre cada ronda de
formas, la miraría, callando, horas y días, hasta rendir su terco silencio, y
en un momento, como calentados por mi mirada ardiente, los árboles se
desentumirían, las bestias acabarían el salto suspendido y las bocas dejarían
caer, como una gota ancha y grávida, su
palabra refrenada. Bajarían los hombres de sus escalas de Jacob, y se movería a
mi alrededor ésta como humanidad lunar. Y sobre todo quisiera hallarme sola en
lo hondo de la gruta, para oír el silencio perfecto que es su atributo supremo;
un silencio no lacerado ni por la caída de las gotas. (Ellas mismas resuenan
para revelar la maravilla de la quietud). El silencio perfecto lavaría mis
oídos de la concupiscencia que puso en ellos la agitación del mundo, y que los
ha endurecido. Sería un silencio como de cien vendas apretadas sobre nuestra
cabeza; más perfecto aún: el silencio que oyen los muertos, pero gozado dentro
de una carne viva.
Y cuando el silencio cabal me pesara,
angustioso, como pesa la masa marina sobre el buzo sumergido, también podría ir
poblando de música la hondura de la gruta.
Se puede traducir en una sinfonía este mundo de formas: aquellas torres
dan notas agudas y frías; esta cúpula, una nota severa y ancha; aquel grupo de
hierbas, un juego de matices musicales. Yo iría creando una ceñida selva de
armonía, cuando mi alma hubiese hecho ya muchos años el paladeo divino del
silencio.
Sigo mirando y mirando los muros tatuados de
formas. ¿Cuál de las que conocemos arriba ha sido olvidada? ¡Ninguna! El agua
creadora, como una potencia shakesperiana, ha amasado todos los tipos, y además
de las creaciones naturales, ha hecho las humanas: ésta es una noble silla
antigua, más allá, hay una insinuación de altas fábricas. Lo que llaman la
imaginación de la naturaleza, he venido a comprenderlo en una gruta.
La caverna, ciega como Milton, soñaba el
mundo exterior y reproduciendo con su ansia todas las criaturas que él agua iba
labrando en sus entrañas. Imagino que en
este amontonamiento de cuerpos no falta ninguno, que hasta hallaría entre ellos
a mis muertos. Si quedase aquí a unas horas, mi madre vendría a mí, desde aquel
ángulo en sombra, y arañando por los muros cuajados de gestos anchos, yo
descubriría mi propio semblante. Si: ha sido un sueño de fiebre de la caverna,
y aún no acaba la creación. El latido de las gotas sigue labrando, invisible,
este latido grave y tardío que nos acompaña, que parece que nos siguiera y nos
burla...
La luz eléctrica ilumina con brutalidad las
estalactitas. Si la luna conociese las
grutas; qué ansia tendría de iluminarlas, con su plateado-azul o su
plateado-oro, o su plateado-plata.
La blancura da una castidad austera al
panorama subterráneo. Blanco y gris: parece que camináramos absortos por un
paisaje de otro planeta. Hablamos para oírnos, para no enloquecer de maravilla.
Algún día se levantaran ciudades cerca de
esta gruta y por muchos templos que yergan, aquí vendrán los llenos de
turbación, a la entraña helada y blanca de la gruta, a sentir mejor en el
rostro el soplo de la muerte. Su plegaria tal vez sea la más perfecta con que
haya acertado la compunción de los hombres hacia Dios. Tal vez el himno religioso más grande de la
humanidad baje desde estos altares de estalactitas hacia la lengua de un hombre
(la impresión de lo divino me la han dado a mi sólo el abismo de la noche
estrellada, y esta otra hondura, que también hace desfallecer).
Cuando yo era niña y preguntaba a mi madre,
cómo era dentro la tierra, ella me decía: "Es desnuda y
horrible". Ya he visto, madre, el
interior de la tierra. Como el seno
abultando de una gran flor, está lleno de formas y se camina sin aliento entre
esta tremenda hermosura. Salimos de la gruta: llaga el azul del mediodía y
nuestros ojos como los de un convaleciente, se bajan, ciegos...
La
Palmera.
La palmera real busca el sol más recta que
las otras criaturas: se extasía en la luz mejor que todas ellas. Ningún tronco de árbol es bañado de claridad
como su desnudo tallo maravilloso; es al mediodía como un inmenso pistilo
cubierto de polen ardiente.
La palma es una copa, una copa veneciana de
esas de cuello larguísimo y que acaban en una breve henchidura del cristal. El
follaje hace arriba una copa ancha, perfecta y sensible. El viento en ella se
escucha a sí mismo con goce. A veces el
choque de sus hojas es seco, como de velas fuertes, duras de sal; a veces, en
el viento suave, se hace una risa
innumerable; otras, el palmar se llena como de cuchicheos de mujeres, de
muchedumbres femeninas... Cuando está el aire quieto, la palmera tiene una
meneadura lenta, una mecida suavísima de madre. Porque en lo alto, ella, como
todas las cosas, se parece a un regazo.
Son humanas todas las actitudes vegetales.
El álamo es un índice que palpita de ansia; el fresno y la encina son
patriarcas, Abrahames de mil gajos espesos, de donde nacen las tribus
vegetales. La palma real lleva bien su nombre: es la forma más pura que ha
erigido la tierra, la talladura más perfecta en el bajorrelieve del paisaje.
Parece que este cielo tropical, de añil
inaudito, no se extendiese sino para recortar a la "llena de gracia",
que no fuese otra cosa que un pretexto por hacerla neta en toda su línea
imperial.
No deben alzarse otros árboles a su
contorno; hasta los pinos parecen desgarbados junto a ella, hasta la araucaria.
Hay que abatir a su alrededor arbustos y hierbas que roban a su visión ese
arranque del tronco desde el suelo, que es tan noble.
Por irreverencia suelen colocarla en los
valles y en las laderas: está llamada a crecer en los llanos y las mesetas,
para regir el paisaje y beber el sol por su suave cuello.
Olvidemos sus frutos. Basta con que nos
regale su silueta contra el azul; paga, la divina, su espacio y el agua que
bebe con que una tarde, sentados a su sombra, le oigamos el alto gemido; con
que gocemos el empalidecer del cielo en la tarde, derramado tras de ella; con
que nos haya enseñado que la línea recta es dulce también, tan tierna como su
hermana la curva. Y basta con que nos haya dibujado en el azul la actitud cabal
del anhelo, que le recoge nuestra alma para la plegaria, el gesto del anhelo
que ni en la montaña, ni en el hombre de brazos espigados es tan puro.
Hay quienes han hallado en el mar una norma
espiritual; otros la vieron cuajada en la montaña de espesas bases y de ápice
que se funde. ¿No podría ser la palmera -más sensible que el monte y más
sencilla que el mar- la norma espiritual verdadera?
Ella desde su arranque se libera del suelo
mejor que el monte y disminuye con menos brusquedad. Corrige la barbarie del
paisaje; la confusión de los follajes se reduce en ella a casta unidad, a signo
severo. Los matorrales acres que laceran el campo, los espinos y los arbustos
torcidos y como desgraciados, se corrigen en su límpido cuello. Es la palmera
en el panorama lo que fue la Atenea ordenadora entre los hombres.
Su paz viene de su unidad y de su
perfección. (Puede reposar la criatura que cuajó su línea perfecta). Descansan también sobre nuestros ojos libres
de la inútil complejidad de las frondas, y mientras la gozamos con amante
mirada, nuestro pensamiento se reduce también a unidad religiosa. Como ella,
quisiéramos tener un solo ímpetu de vuelo, un solo deseo erigido como un dardo
hacia la vida superior.
Sin el penacho verde y cantador, fuese fría;
pero la alegría de la copa se derrama sobre la concentración del tallo y pone
la bondad de las hojas extendidas en ademán de palpar los vientos. Parece la
palmera un pensamiento que se multiplica en el ápice sin perderse o un largo
silencio de amor que estalla en palabras numerosas.
¡Palmeras de Cuba y de México, cantados por
todos sus poetas y dibujados por todos sus artistas! Ellos tuvieron una
mecedura de consolación para el negro y el indio esclavos; ellos le anegaban el
gemido dentro de su gemido innumerable para que no se lo escuchasen.
El
indio mexicano ama la palma, la pinta en la mejilla de su cántaro en
Guadalajara y la lleva en sí mismo; su cuerpo fino y acendrado tiene algo de
ella; su dulzura tal vez ha resbalado hacia su índole con la sombra de ella; su
sobriedad es como el influjo del árbol severo.
El cocotero, como Atenea la diosa que además
de ser sabia quería ser útil, se hace en el fruto la oquedad blanca, como de
mano, que es el coco, llena de agua temblorosa. La pulpa del fruto contiene el
aceite para que la palmera sea verdadero árbol religioso, hermano del olivo, y
además en el tronco de una palma está la miel más fácil, la más fluyente que
existe. ¿Y la palma datilera? ¿La de racimo de color requemado cual las arenas
del desierto? En sus dátiles cuaja la
luz y los deja caer con una gracia de niño que juega sobre el rostro del
beduino cuando descansa a su sombra.
Las palmas americanas merecían ser un dios
indio, como el datilero es un genio para el árabe. Sería una diosa que con sólo
su figura pondría en el creyente la unción religiosa; tendría las manos llenas
de aceite suavizador de heridas y el costado con su miel dolorosamente
contenida como una sofocada palabra de amor.
En el último día de la vida, el hombre que
ha caminado por sobre toda la tierra, puede decir: "Yo tuve las visiones
más nobles que da este mundo. Cayó también sobre mi rostro la sombra azul de la
palmera real y palpé su cuello eterno".
Los
Que No Danzan.
Una niña que es inválida
dijo: "-¿Cómo danzo yo?"
Le dijimos que pusiera
a danzar su corazón...
Luego dijo la quebrada:
"-¿Cómo cantaría yo?"
Le dijimos que pusiera
a cantar su corazón...
Dijo el pobre cardo muerto:
"-¿Cómo, cómo danzo yo?"
Le dijimos: "-Pon al viento
a volar
tu corazón...
Dijo Dios desde la altura:
"-¿Cómo bajo del azul?"
Le dijimos que bajara
a danzarnos en la luz.
Todo el valle está danzando
en un coro bajo el sol,
y a quien falta se le vuelve
de ceniza el corazón...
Las
Jícaras de Uruapan.
(Industria artística de la calabaza o mate)
La jícara de Uruapan sigue siendo como la
hija de don Vasco de Quiroga que trazó su primer diseño. Ha persistido en la
ingenuidad de su dibujo y en la sencilla sabiduría de su procedimiento. Como material ella es la más ligera y fina
laca que ha salido de mano de obrero; como belleza, en pocas cosas la materia
vergonzante cobra tal donosura y transfiguración.
La calabaza, terrosa cual el surco, primero
es pulida por el indio. Cuando ya la
superficie ha aclarado el color, el obrero saca de un insecto cuyo secreto es
sólo suyo, el tinte intenso con que la tiñe. Pintando el fondo, corta
delicadamente la parte donde irán las incrustaciones y hace éstas con ojo tan
certero, que resultan eternas. Se puede
romper la jícara sin que se desprenda la guirnalda que la ciñe. Los tintes que
el indio da a la jícara son vivos. Pone en su creación los colores ardientes
que pintan la tierra cálida, los mismos de su traje y su sarape... Son las
gentes del trópico, que llevan vestidos casi luminosos, en que el color parece
que canta.
Dominan en la jícara los fondos negros o
verdes, sobre los cuales resalta el motivo ornamental generalmente en rojo,
destacándose violento como el tigre azarandado en la pradera hierba. El más
hermoso fondo es sin duda el negro. Sobre él parece que las rosas sangran más,
o que la guirnalda de verdes se vuelve como húmeda de puro viva.
Sin saberlo, el artista indio sigue en su
pobre jícara la norma espiritual de los artistas de la palabra en sus
creaciones. Fondo negro de betún tienen las figuras escarlatas del Dante en el
infierno; fondo negro también las siluetas en rojo de Dostoievski.
Así hay entre las artes más complejas y más
humildes una correlación mística; así quedan por ella unidos, aunque no lo reconozcan,
el artesano encorvado sobre su laca y el hombre que trabaja con la santidad de
la palabra.
El hueco de la jícara está siempre teñido de
rojo. Es otro maravilloso acierto; en el interior, el pan o las frutas están
como arreboladas por la sonrojadura ardiente. La forma de la jícara varía
mucho, desde el guaje alargado del que se hace una especie de bandeja elegante
con forma de brazo, hasta la calabaza perfectamente redondeada, que es muy
escasa. Cuando se la encuentra, se hace la jícara más bella. Pero el indio,
forzando la calabaza con la humedad, suele corregir la forma imperfecta, y la
vence: enmienda la parquedad que tiene la naturaleza para dar formas perfectas.
Partiendo del corriente plato ahuecado, ha
ido lejos el indio: ha llegado a hacer la cajita, que es un estuche consumado,
la relojera cuadrada y otros muchos y lindos caprichos.
Lo más noble de esta industria es la
sencillez de los materiales y la proximidad a que los tiene el indio. Cualquier
suelo le entrega el fruto, del que no hace sino volcar la pulpa seca, su
entraña muerta; exprime el color de los insectos que suben y bajan de sus
árboles; un pequeño cuchillito ligero basta para las incrustaciones, y la palma
endurecida ya, arranca el lustre por la frotación ardorosa. No tiene esta
industria la necesidad de la máquina, fea y pesada, llena de freno y piezas,
que rinde al obrero con su exceso de fuerza.
Por esto ha sido un trabajo de mujeres. Con
el guaje en el regazo, como un hijo, en el corredor de su casa, o bajo el plátano
familiar, hacen sencillamente, cantando a veces, como si esa fuera también una
maternidad, su labor; y ni siquiera saben que ella es maravillosa.
Y la materia es noble, porque puede
perdurar. El calor del sol no la resquebraja; la humedad no la pudre, aunque la
ablande un poco. Y qué intimidad tierna tiene esta jícara no doblada por
garfios ni hierros, hecha con la pura presión viva de una mano de mujer.
Hace años, cuando el dibujo era todavía una
cosa pedante por el exceso presuntuoso de exactitud, por el necio detalle,
debieron parecer descuidadas estas figuras ingenuas de hojas, de flores, de
venados, que el indio trazaba en la mejilla de la jícara.
Pero el concepto del dibujo ha cambiado, se
ha vuelto primitivismo inocente y dichoso, y la decoración del indio en el
costado de la jícara resulta ahora una labor perfecta, que podría ser llevada a
los grandes mercados del mundo.
De los griegos se ha dicho que redujeron su
industria a pocos objetos, que sólo hacían vasos, telas y flautas.
Otro tanto puede decirse del indio mexicano:
en el ánfora de Guadalajara da la figura central y noble de la mesa; en las
telas de Toluca y de Puebla, entrega a las mujeres sus trajes de tonos
vibrantes, y en los violines y en las guitarras de Pátzcuaro, da la materia
sensible, propicia para entregar el divino temblor musical.
El
Órgano.
El órgano es como un grito de la aridez, la
lengua sedienta de la tierra seca. Aunque esté en llanos regados, es planta sin
alegría; su terca quietud parece una concentración dolorosa.
Su forma de cirio, forma de brazo erecto, lo
humaniza. Cuando se levanta solitario, es un asceta enjuto y acendrado en medio
del llano. Los surcos de sus cuatro costados lo afinan aún más.
No es la planta dichosa -bambú o álamo- cuyo
follaje hace como la risa de la Tierra. La gracia de la hoja palpitadora y viva
le fue negada, y no se le dibuja ese triángulo tierno que hace en el tronco la
rama y que es propicio para el nido.
Su verde sombrío apenas en la cabeza se
blanquea un poco de ardor. Su fruto es la pitahaya sangrienta. Hay en el la
voluntaria fealdad del cenobita y su desolado desdén hacia la belleza del cielo
donde juegan las nubes.
Tiene nobleza cuando está solo; enfilado en
largas cercas, se afea, cobra la tristeza del servicio doméstico y se
emblanquece con el polvo del camino.
Pero el pensamiento de su servicio me hace
mirarle con ternura. Guarda la huerta
india, el predio del viejo azteca.
Se aprietan para defender en breve cuadro de
suelo a la pobre raza que tuvo toda su tierra y a la que ahora va quedándole
apenas la luz del sol que era su Dios y la ráfaga de sus vientos, soplo de
Quetzalcóatl.
Defended, tercos órganos, zarpados órganos,
la tierra de nuestro hermano el indio, tan dulce, que no sabe herir a su
enemigo, tan solo, como uno de vosotros en lo alto de una loma.
Meciendo.
El mar sus millares de olas
mece, divino.
Oyendo a los mares amantes,
mezo a mi niño.
El viento errabundo en la noche
mece los trigos.
Oyendo a los vientos amantes,
mezo a mi niño.
Dios padre sus miles de mundos
mece sin ruido
Sintiendo su mano en la sombra
mezo a mi niño.
Canción
Amarga.
¡Ay! ¡Juguemos, hijo mío,
a la reina con el rey!
Este verde campo es tuyo.
¿De quién más podría ser?
Las oleadas de alfalfas
para ti se han de mecer.
Este valle es todo tuyo.
¿De quién más podría ser?
Para que los disfrutemos
los pomares se hacen miel.
(¡Ay! ¡No es cierto que tiritas
como el Niño de Belén
y que el seno de tu madre
se secó de padecer!)
El cordero está espesando
el vellón que he de tejer,
y son tuyas las majadas.
¿De quién más podrían ser?
Y la leche del establo
que en la ubre ha de correr,
y el manojo de las mieses,
¿de quién más podría ser?
(¡Ay! ¡No es cierto que tiritas
como el Niño de Belén
y que el seno de tu madre
se secó de padecer!)
¡Sí! ¡Juguemos, hijo mío,
a la reina con el rey!
Don
Vasco de Quiroga.
Vino de España como oidor de la segunda Audiencia.
Venía hacia el México estrepitosamente rico de la Colonia; pero no a vender su
justicia, ni a aprovechar de su alto empleo para conseguir extensas
encomiendas; venía a mostrar, como Las Casas, que la España Cristiana, la de
doña Isabel la Católica, era verdad. Pertenecía
a familia principal de Valladolid, y sin embargo, no se sumó a los españoles
linajudos y soberbios que llamaron a los indios raza inferior, para excusar su
explotación perversa.
Era varón ya entrado en años, pero con una
reciedumbre de espíritu que le hizo quebrar la terquedad de los funcionarios
españoles y la de los encomenderos. Su
perfil era fino y un poco triste, y su figura alta se curvaba ligeramente:
semblante el suyo de hombre que vio a las gentes mas desventuradas que ha visto
el sol: al indio americano, desposeído, enfermo, lacerado. Un año después de
llegado a la ciudad de México, empezó su obra de fundaciones, que no había de
cortar sino la muerte. A las puertas de México hizo la colonia de Santa Fe, a
una vez hospital, templo, escuela y hogar de indios. Con su sueldo de oidor,
que no era pingue y que él no aumentaba con impuras "comisiones",
compró el predio para la fundación y fue dotando poco a poco la extensa casa.
El indio que allí llegaba enfermo, lleno de desconfianza hacia el hombre
blanco, conocía su misericordia en la tisana, en el baño, en el lecho suave y
limpio, y ya no quería abandonar el amparo. Al curarse, quedaba incorporado a
la colonia; podía llevar a su mujer y a sus hijos a vivir con él; cultivaba el
campo, cuya cosecha se repartía entre la comunidad, y recibía para el y para
los suyos, vestidos y doctrina. El éxito de esta primera colonia, la ternura
reverencial que inspiró a los indios, hicieron que poco después se le enviara
al Estado de Michoacán, a resolver un conflicto suscitado entre españoles y
naturales. Fue allá, y se quedó con los indios. Cambió su fácil situación de
funcionario de la capital, por el destierro de una región lejana y llena de
peligros. A la tierra desnuda de hombres, abandonada por los indios en fuga
hacia las montañas, atrajo gentes, a los mismos fugitivos, y fundó pueblos. Se
fijó en Pátzcuaro, a orillas del lago, donde todo fue dirigido por su mano;
calles, plazas, hospital, escuelas.
Las largas jornadas de a caballo no rendían
al viejo heroico; los comentarios venenosos de los encomenderos, que
refunfuñaban por el cristiano cabal que acababa de aparecer en medio de ellos a
disputarles al indio, presa suya, no le envenenaba; aquella faena compleja de
"crear pueblos" sin mas recursos que los propios y el trabajo
voluntario de sus tarascos leales, no le agobiaba. Como Moisés, él era todo
para las gentes reunidas en muchedumbre en torno a su callado patriarca:
escribía la doctrina cristiana en lenguaje llano y tierno, para hacérselas
amable; enseñaba a cada aldea una industria diferente, para que no se creara
entre ellas la maligna rivalidad.
Era un licenciado, un varón de finas manos,
y se volvía, por amor a sus indios dóciles, un artesano que pulía el guaje
(calabaza), que conocía los tintes y decoraba como un obrero chino; se hacía
carpintero en otro pueblo y enseñaba a construir instrumentos musicales,
guitarras y violines sensibles; en otros, disponía el telar y dirigía el tejido
de las telas de lindos colores. Era el hombre completo que sabe ser letrado
entre los letrados, y maestro de obra entre los trabajadores manuales. Y además
de eso, sabía gobernar los pueblos, regirlos con una suave voluntad vigorosa,
administrar justicia y crear la agricultura, llevando el primer bananero y las
plantas de finas especies a la milagrosa tierra michoacana.
La Iglesia tuvo para él una gracia que sería
excepcional, si no se hubiese tratado de un varón maravilloso, en el que
resucitaban los antiguos apóstoles: le confirió a la vez todas las órdenes
hasta el obispado. Pastor más de verdad no han visto las Américas, desde
Bartolomé de Las Casas.
Murió en Uruapan, anciano, "con
muchedumbre de días", como se ha dicho de los patriarcas. Su siembra de amor fue tan honda, que todavía
los indios michoacanos dicen su nombre como sinónimo de Santidad, como
apelativo de excelencia, y hasta en la fuente que por muchos años dio el agua a
Pátzcuaro veían el corazón de Tata Vasco, proveyendo a su vida, refrescando su
pecho cansado de iniquidades y lacerías...
Fray
Bartolomé.
Caminando a veces en México o en Guatemala
por aquellas regiones de calentura solar y de casticismo en la costumbre,
Chiapas y Vera-Paz, asistida de esas dos noblezas del sol y de la tradición, me
he puesto a pensar en lo que muchos otros habrán pensado antes que yo: en que
tal vez los huesos de Fray Bartolomé de las Casas entrarían esas gredas como la
abeja en su alvéolo propio, en su verdadero hogar geográfico, que sería ese.
Si se considera al hombre con un criterio...
botánico, sus huesos deben estar donde él nació, cerca del paisaje de su
adoctrinamiento y de las cosas que fueron la amistad más larga de sus
ojos. Pero la criatura, al revés del
olmo y la mejorana, y muy lejos del cobre o el estaño regionales, suele irse
lejos a realizarse a sí mismo y a servir a sus semejantes -o a sus diferentes-
suelen sus potencias hallar su excitación y su regalo en unos suelos los más
extranjeros del mundo. El oficio que traían escrito y prescrito en sus
facultades y que es siempre lo que más importa de la criatura, ya sea menester
de soldado, de sabio o de santo, no les habló nunca o les habló bajito en su
país y en cambio en el otro se les enderezó y se les despeñó en la acción.
España ha castellanizado en definitiva al Greco y la América nuestra lleva
camino de declarar a Fray Bartolomé su padre por los tres costados de
protección y también su hijo por el de la ternura.
Con cierta razón: Fray Bartolomé sale de
España hecho un Licenciado corriente, más o menos brillante, más o menos mozo
de porvenir, y se embarca para las Indias de fácil negociar y de yantar
abundante; deja la costa suya en un velero de buena voluntad como un simple
hombre de este mundo que ha estudiado una profesión en qué ganar dinero con los
pleitos del prójimo, feos cuando no sucios.
Fray Bartolomé toca una tierra nueva de
inaudita novedad, que es magnífica en los productos y miserable en el
habitante, una tierra que ha sido tomada por su gente como pieza que costó
ganar y que es justo retener con cuanto ella contiene. El hombre de los
artículos de Código y de las buenas letras clásicas que sirven en el tiempo
para lograr función administrativa o lucro comercial, entra en ese nuevo ámbito
de costumbre y de luz y se muda en pocos años, gracias al choque (que nadie
sabe hasta donde opera), con la experiencia fabulosamente remecedora. La
culebra no deja caer en el suelo más entero su pellejo de la estación de lo que
nuestro Fray Bartolomé dejó caer al "hombre viejo" del Evangelio,
para no volver a recogerlo en toda su vida.
Allá se quedará por muchos años, entre
bosques y plantaciones, y cuando volverá a Castilla en esos veleros de travesía
de meses, será solamente para venir a alegar delante de unos reyes
escuchadores, de unos clérigos acomodaticios y de unos encomenderos ladinos,
sobre la América suya, adoptada por él como un niño ajeno, con nombre y
lacerías. Después de treinta años, volverá para quedarse en España, o cansado
de su gesta de fuego, que lo ha quemado, o echado de las colonias con disimulo
por los capitanes. Y se vendrá a vivir en su convento una vejez que será ácida
como la de cualquier vencido, o más que la del vencido común. Pero en esos años
de preparación para el buen morir, él no sabrá hacer otra cosa en su celda que
escribir sobre su aventura formidable, como un embriagado de cólera y de
caridad. ¿Cómo se puede sustentar cólera y caridad en el mismo cuadro del
pecho, cómo se puede detestar y defender en la misma pagina?, le preguntaban, y
le preguntan todavía, sus enemigos. Él les contestó y les contesta en su grueso
libro donde hay bastante espacio para entenderlo. Unamuno podría explicar
también, él que ha vivido trance semejante y que suele parecernos un hermano
siamés del fraile, que eso es muy posible, y dar el cómo y el porqué del caso
enrevesado.
Los misioneros españoles fueron muchos;
algunos de ellos, según lo aseguran don Carlos Pereyra y otros historiadores,
valían más que Fray Bartolomé como realizadores de sus planes y como
beneficiadores de la indiada. Motolinia, Pedro de Gante, Luis de Valdivia y,
especialmente, el gran Vasco de Quiroga cumplieron un trabajo misionero mas
eficaz porque eran pedagogos sociales y porque se fijaron en un cuadro de labor
más modesto.
Siendo eso verdad, resulta sin embargo, que
para las masas lo mismo que para los intelectuales americanos, Fray Bartolomé
sigue representando el misionero por excelencia, el misionero al rojo blanco,
salido de un cristianismo vertical; y nadie arrancará ese concepto que está
clavado con clavos y argollas en esos países.
La honra histórica de las misiones españolas
crece en el continente a ojos vistas y cubre el horizonte histórico: no hay
ninguna otra, ni la de los navegantes geniales, ni la de los exploradores
centaurescos que se la lleve en resplandor y prestigio.
Los educadores nuestros, guiados por
Vasconcelos hacia esta reivindicación, declaran que sus métodos mixtos de
trabajo manual y de instrucción alegre son los mejores que valgan con indio (pieza tan difícil de tratamiento); los políticos habilidosos quieren remozar un
poco y "preparar" para las indiadas unos sistemas colectivos que
atrapen lo inatrapable en esas redes dulces del trabajo y del beneficio en
común; los escritores se desentienden todavía del Cortés que fue grande o del
Virrey Mendoza que lo fue también e insisten en la glorificación de estos
santos realistas que si de un lado estaban "locos de Dios" estaban
del otro llenos de intuición civilizadora.
Si la Iglesia hubiese canonizado a Fray Bartolomé, pasando por alto sus
violencias como ha excusado otras de santos en ebullición, entonces el nicho,
la nave, la capillita rural o la catedral del patrono cubrirían ahora el
continente, porque los hubiese tenido en todas partes. La grave y ligera figura
estaría remplazando en el altar a los santos "afuerinos" que no
tienen por donde aferrarse del indio y que así y todo lo han cogido: el San
Antonio Paduano, el Niño Praguense o a la Teresita normanda.
Nadie puede imaginar el torrente de fervor,
la reverberación de agradecimiento que un tal Santo promulgado por Roma haría
levantar en esos pueblos sensuales-místicos, donde un catolicismo criollo
mantiene ardiendo el horno de la fe que en Europa ya se enceniza o se
muere. Roma no ha querido; pero puede
querer un día...
En oposición a este meridiano lascasista de
la América, algunos peninsulares se han puesto a clasificar a Fray Bartolomé
entre los autores directos de la "España Negra", y uno de esos hijos
dudosos que echan con su santidad vanidosa unas luces malas sobre su madre y
dan margen al enemigo de ella para que lo maltrate con palabras recogidas en su
boca.
Nosotros, los de allá, creemos que estos
rigurosos hacen mal estropeando a un español siete veces representativo de su
casta.
La tradición de España -y la de cualquier patria
grande- es triple y hasta decuple si se quiere, y no constituye un bloque, sino
un manojo de líneas paralelas: línea de guerreros y políticos; línea de sabios
y letrados; línea de santos. Esas tradiciones de violencia afortunada, de alta
profesión humana, de inteligencia maliciosa o de inteligencia generosa, son
cada una verdadera y resulta una niñería borrar con el dedo ésta o aquella.
Cortés se retiñe dentro de la suya y Fray Bartolomé hace lo mismo para sus
fieles. Aparte de que el hombre de hoy, en cualquier patria, lleva en su cuerpo
esas sangres emocionales opuestas y
forcejea en vano contra algunas que le parecen feas -o que lo son-; y
discursea o plumea vanamente por echar
fuera de su historia ciertos humores
demasiado fuertes o venenosos de su último pasado. Las patrias tienen la
terrible composición de las tierras fértiles, barro sano, sales, carbones, y
algunas carroñas fermentales.
Sigo imaginando la fiesta americana al
arribo de los huesos de Fray Bartolomé a nuestro suelo.
¿A dónde se destinarían las reliquias, si
nos las quisiera dar la España nueva? El andariego ambuló por varios paralelos
tropicales con su Evangelio a cuestas, y mejor que a cuestas, ensartado a medio
pecho, y ensayó el "plan de Dios" en varias regiones. ¿Quedaría en
las Chiapas-mexicana, de su obispado casi nominal, o en la zona guatemalteca de
la Vera-Paz, lindo nombre que arranca de él, donde de veras vivió luchando
mucho y realizó lo que le dejaron realizar? Allá, acá, donde sea, esos huesos
bajarían como la abeja entra a su alvéolo propio; caerían en nuestras arcillas
como un radium despertador de quién sabe qué virtudes secretas y serían
honrados infinitamente, por las indiadas grandes e infelices todavía, y por el
mestizaje lo mismo.
Esas tierras de su sede tropical, que
espejean como el alma lascacista de una claridad no vista en otra parte; esas
tierras hermosas que pagaron el sacrificio de Fray Bartolomé sólo con la
gratificación cotidiana de su belleza, convocarían a sus gentes, casi
entendiendo el sucedido, "casi hablando", para la recepción que el
Gobierno llamaría nacional, pero que sería del continente.
El
orador y los recitadores sobrarían si se acuerdan de la frase dicha sobre el
fraile por un historiador extraño y que deja saciados a los suyos: "Vuelve
a estar con nosotros Fray Bartolomé, honra del género humano. El indio es
sobrio; somos los mestizos quienes plumeamos largo". El indio entendería
que eso basta y que no rebosa la verdad, de esas cuatro palabras que son
supremas.
Silueta
de Sor Juana Inés De La Cruz.
Nace entre los volcanes. Nació en Nepantla;
le recortaban el paisaje familiar los dos volcanes; le vertían su macana y le
prolongaban la última tarde. Pero es el Iztaccihuatl, de depurados perfiles, el
que influye en su índole, no el Popocatépetl, vasto hasta su ápice.
Dice Nervo que la atmósfera en ese pueblo es
extraordinariamente clara. Bebía ella el aire fino de las tierras altas, que
hace la sangre menos densa y la mirada más nítida y que vuelve la respiración
una leve embriaguez. Es el aire delgado, maravilloso como la delgada agua de
nieves. Era llena de gracia. Esta luz de meseta le hizo aquellos sus grandes
ojos rasgados para recoger el ancho horizonte. Y para ir en la atmósfera sutil,
le fue dada esa esbeltez suya que, al caminar, era como reverberación fina de
luz solamente.
No tiene su pueblo la vaguedad de las
nieblas vagabundas; asimismo, no hay vaguedad de ensueño en las pupilas de sus
retratos. Ni eso ni la anegadura de la
emoción. Son ojos que han visto en la
claridad de su meseta destacarse las criaturas y las cosas con contornos netos.
El pensamiento, detrás de esos ojos, tendrá también una línea demasiado
acusada.
Muy delicada la nariz, y sin sensualidad. La
boca, ni triste ni dichosa: segura; la emoción no la turba en las comisuras ni
en el centro. Blanco, agudo y perfecto el óvalo del rostro, como la almendra
desnuda; sobre su palidez debió ser muy rico el negro de los ojos y el de los
cabellos. El cuello delgado, parecido al largo jazmín; por él no subía una
sangre espesa; la respiración se sentía muy delicada a su través.
Los hombros, finos también, y la mano
sencillamente milagrosa. Podría haber quedado de ella sólo eso, y conoceríamos
el cuerpo y el alma por la mano, gongorina como el verso... Es muy bella, caída
sobre la oscura mesa de caoba. Los mamotretos sabios en que estudiaba,
acostumbrados a tener sobre sí la diestra amarilla y rugosa de los viejos
eruditos, debían sorprenderse con la frescura de agua de esta mano... Debió ser
un gozo verla caminar. Era alta, hasta parece que demasiado, y se recuerda el
verso de Marquina: "La luz descansa largamente en ella".
Sed de conocer. Fue primero el niño prodigio
que aprende a leer, a escondidas, en unas cuantas semanas; y después la joven
desconcertante, de ingenio ágil como la misma luz, que dejaba embobados a los
exquisitos comensales del Virrey Mancera. ¡Pobre Juana! Tuvo que soportar ser
el dorado entretenimiento del hastío docto de los letrados. Seguramente a ellos
les interesaban menos sus conceptos que su belleza; pero allí estaba Juana,
respondiendo a sus retorcidas galanterías. La donosa conversación de los
salones era un plato más en ese banquete heterogéneo de la vida colonial:
Inquisición, teatro devoto y aguda galantería. Juana debía divertir a los viejos retorcidos, contestar
sus fastidiosas misivas en verso, y pasar, en las recepciones del Virrey, del
recitado de una ágil letrilla al zarandeo de la danza...
Más tarde es la monja sabia, casi única en
aquel mundo ingenuo y un poco simple de los conventos de mujeres. Es extraña esa celda con los muros cubiertos
de libros y la mesa poblada de globos terráqueos y aparatos para cálculos
celestes... No es verdad en la gran monja gongorina lo de la inspiración como
ráfaga desmelenada de viento; no se puede hablar de la Musa exhalándole su ardiente jadeo sobre las
sienes. Su Musa es la justeza, una exactitud que casi desconcierta; su Musa es
el intelecto solo, sin la pasión. La pasión, o sea el exceso, no asoma a su
vida sino en una forma: el ansia de saber.
Quiso ir a Dios por el conocimiento. No tuvo
delante de lo creado el estupor y tampoco el recogimiento, sino la delectación
de gozarlo matiz a matiz y perfil a perfil. Del lucero, temblorosa, ella quería
saber. Su maravilla es que la ciencia no la llevará al racionalismo. Tuvo,
entre otras, esta característica de su raza: el sentido crítico, lleno de
cordialidad a veces, pero implacablemente despierto.
Un aguijón bajo las tocas... Y otra
característica más de sus gentes: la ironía. La tiene fina y hermosa como una
pequeña llama, y juega con ella sobre los seres. No hay que asombrarse
demasiado de esta alianza de la ironía con el sayal: también la tuvo Santa
Teresa; era su invisible escudo contra el mundo tan denso que se movía a su alrededor:
monjas obtusas que solían recelar de la letrada y vejan el cuerpo del demonio
asomado entre los libros de la formidable estantería. Se olvidaban de otras
celdas ilustres: la de los dos Luises españoles. Pero en la abeja rubia y
pequeña el aguijón se embellece porque el mismo instrumento que punza fabrica
la miel.
Tan impregnada está de la ironía, Sor Juana,
que de la conversación y las cartas, la lleva hasta el verso. No es así en el
rosal, donde la suavidad del pétalo está separada de la espina; la monja pone
la espina en el centro de la rosa... El ademán de apartamiento. ¿Por qué entró
al claustro? Según dicen unos, por cierto desengaño de amor; según otros, por
resguardar su juventud maravillosa. Tal vez no fue éste sino un gesto como el
de quien desecha una masa viscosa, el mundo, por denso y brutal; y pone sus
pies sobre esa piedra blanca y pura de un convento. No le alcanzarán así los
brazos con apetito, de la multitud, de la plebeya ni de la cortesana. Por
exceso de sensibilidad se apartó. Su actitud aparece más estética que mística.
Esto último, una mística, no es Sor Juana; todo su pensamiento está traspasado
de cristianismo, pero en el sentido rigurosamente moral.
El místico es, casi siempre, mitad ardor y
mitad confusión; es el hombre que entra como en una nube ardiente que lo lleva
arrebatado. Ella no ha viajado nunca por el país que algunos llaman de la
locura, de Swedenborg, y de Novalis. El místico cree que es la intuición la
única ventana abierta sobre la verdad, y baja los párpados, desdeñoso de
analizar, porque el mundo de las formas es el de la apariencia. Para Sor Juana,
hambrienta del conocimiento intelectual, es bueno que los ojos ciñan bien el
contorno de las cosas.
Sor Juana, monja verdadera. Viene el último
periodo. La fatiga la astronomía, exprimidora vana de constelaciones; la
biología, rastreadora minuciosa y de la vida; y aun la teología, a veces
pariente, ¡ella misma!, del racionalismo. Debió sentir, con el desengaño de la
ciencia, un deseo violento de dejar desnudos los muros de su celda de la
estantería erudita. Quiso arrodillarse en medio de aquella con el Kempis
desolado, por único compañero, y con la llama del amor, por todo conocimiento.
Tiene entonces, como San Francisco, un deseo
febril de humillaciones, y quiere hacer las labores humildes del convento, que
tal vez haya rehusado muchos años; lavar los pisos de las celdas y curar la
sucia enfermedad con sus manos maravillosas, que tal vez Cristo le mira con
desamor. Y quiere más aún: busca el silicio, conoce el frescor de la sangre
sobre su cintura martirizada. Esta es para mí la hora más hermosa de su vida;
sin ella yo no la amaría.
La muerte. Coge el contagio repugnante y
entra en la zona del dolor. Antes no lo conocía, y así, estaba mutilada su
experiencia del mundo. El sabor de la sangre, que es la vida, es el mismo sabor
salobre de la lágrima, que es el dolor.
Ahora sí, la monja sabia ha completado el
círculo del conocimiento. Como si Dios esperase esta hora de perfección, como
aguarda en las frutas la laceradura, la dobla entonces sobre la tierra. No
quiso llamarla a sí en la época de los sonetos ondulantes, cuando su boca
estaba llena de las frases perfectas; viene cuando la monja sabia, arrodillada
en su lecho, ya tiene solamente un sencillo, un pobre Padrenuestro entre sus
labios agonizantes.
Como ella se anticipó a su época, con
anticipación tan enorme que da estupor, vivió en sí misma lo que viven hoy
muchos hombres y algunas mujeres: la fiebre de la cultura en la juventud,
después el sabor de fruta caduca de la ciencia en la boca, y, por último, la
búsqueda contrita de aquel simple vaso de agua clara, que es la eterna humildad
cristiana.
Milagrosa la niña que jugaba al pie de los
volcanes en las huertas de Nepantla; casi fabulosa la joven aguda de la corte
virreinal.
Admirable la monja docta, pero grande por
sobre todas, la monja que, liberada de la vanidad intelectual, olvida fama y
letrinas, y sobre la cara de los pestosos recoge el soplo de la muerte y muere
vuelta a su Cristo como a la suma belleza y la apaciguadora Verdad.
Elogio
de la Canción.
(Prólogo de "Canciones"; de Jaime
Torres Bodet)
¡Boca temblorosa,
boca de canción:
boca la de Teócrito
y de Salomón!
La mayor caricia
que recibe el mundo,
abrazo el mas vivo,
beso el mas profundo.
Es el beso ardiente
de una canción:
la de Anacreonte
o de Salomón.
Como el pino mana
su resina suave,
como va espesándose
el plumón del ave,
entre las entrañas
se hace la canción,
y un hombre la vierte
blanco de pasión.
Todo ha sido sorbo
para las canciones:
cielo, tierra, mares,
civilizaciones.
Cabe el mundo entero
en una canción:
su trenza hecha mirto
con el corazón.
Alabo las bocas
que dieron canción:
la de
Omar Khayyam,
la de Salomón.
Hombre, carne ciega,
el rostro levanta
a la maravilla
del hombre que canta.
Todo lo que tú amas
en tierra y en cielo,
está entre sus labios
pálido de anhelo.
Y cuando te pones
su canto a escuchar,
tus entrañas se hacen
vivas como el mar.
Vivió en el Anáhuac,
también en Sion:
es Netzahualcóyotl
como Salomón.
Aguijón de abeja
lleva la canción:
aunque va enmielada,
punza de aflicción.
Reyes y mendigos
mecen sus rodillas:
mueve ella las almas
como las gavillas.
Amad al que trae
boca de canción:
el cantor que es madre
de la Creación.
Se llamó Petrarca,
se llama Tagore:
numerosos nombres
del inmenso amor.
I
El Maíz de Anáhuac,
el maíz de olas fieles,
cuerpo de los mexitlis,
a mi cuerpo se viene.
En el viento me huye,
jugando a que lo encuentre,
y me cubre y me baña
el Quetzalcóatl verde
de las colas trabadas
que lamen y que hieren.
Braceo en la oleada
como el que nade siempre;
y puñados recojo
las pechugas huyentes,
riendo risa india
que mofa y que consiente,
y voy ciega en marea,
verde resplandeciente,
¡braceándole la vida,
braceándole la muerte!
II
El Anáhuac ensancha
maizales que crecen.
La tierra, por divina,
parece que la vuelen.
En la luz sólo existen
eternidades verdes,
ramada de esplendores
que bajan y que ascienden.
La Sierra Madre pasa
su pasión vehemente.
El indio que los cruza
"como que no parece".
Maizal hasta donde
lo postrero emblanquece,
y México se acaba
donde el maíz se muere.
III
Por bocado de Xóchitl,
madre de las mujeres,
porque el umbral en hijos
y en danza reverbere,
se matan los mexitlis
como Tlalocs que jueguen
y la piel del Anáhuac
de escamas resplandece.
Xóchitl va caminando
filos y filos verdes.
Su hombre halló tendido
en caña de la muerte.
Lo besó con el beso
que a la nada conmueve
y lo sembró la carne
en el Anáhuac leve,
en donde llama un cuerno
por el que todo vuelve...
IV
Mazorca del aire
y mazorcal terrestre,
y tendal de los muertos
y el Quetzalcóatl verde,
se están como uno solo,
mitad frío y ardiente,
y la mano en la mano,
se velan y se tienen.
Están en turno y pausa
que el Anáhuac entiende,
hasta que el silbo largo
por los maíces suene,
de que las cañas rotas
dancen y desperecen:
¡eternidad que va
y eternidad que viene!
V
Las mesas del maíz
quieren que yo me acuerde.
El coro está mirándome
fugaz y eternamente.
Los sentados son órganos,
las sentadas magueyes.
Delante de mi pecho
la mazorca tienden.
De la voz y los modos
gracia tolteca llueve.
La casta come lento,
como el venado bebe.
Dorados son el hombre,
el bocado, el aceite,
y en sesgo de ave pasan
las jícaras alegres.
Otra vez me tuvieron
estos que aquí me tienen,
y el coro, de lo eterno,
parece que espejee...
VI
El santo maíz sube
en dos ímpetus verdes,
y dormido se llena
de tórtolas ardientes.
El secreto maíz
en vaina fresca hierve
y hierve de unos crótalos
y de unos hidromieles.
El dios que lo consuma,
es dios que lo enceguece;
le da forma de ofrenda
por dársela ferviente;
en voladores hálitos
su entrega se disuelve.
Y México se acaba
donde la milpa muere.
VII
El pecho del maíz
su fervor lo retiene.
El ojo del maíz
tiene el abismo breve.
El habla del maíz
en valva y valva envuelve.
Ley vieja del maíz
caída no perece,
y el hombre del maíz
se juega, no se pierde.
Ahora es en Anáhuac
y ya fue en el Oriente;
¡eternidades van
y eternidades vienen!
VIII
Molinos rompehielos,
mis ojos no los quieren.
El maizal no aman
y su harina no muelen:
no como grano Santo
gente del Noroeste;
cuando mecen sus hijos
de otra mecida mecen,
en vez de los niveles
a costas del maíz
mejor que no naveguen:
maíz
de nuestra boca
lo coma quien lo rece.
El cuerno mexicano
de maizal se vierte,
y así tiemblan los pulsos
en trance de cogerle,
y así canta la sangre
con el arcángel verde,
porque el mágico Anáhuac
se ama perdidamente...
IX
Hace años el maíz
no me canta en las sienes,
ni corre por mis ojos
su crinada serpiente.
Me faltan los maíces
y me sobran las mieses.
Y al sueño, en vez de Anáhuac
le dejo que me suelte
su mazorca infinita
que me aplaca y me duerme.
Y grano rojo y negro
y dorado y en cierne,
el sueño sin Anáhuac
me cuenta hasta mi muerte...
A
Amado Nervo.
Amado Nervo, cuando tus cartas atravesaban
el mar para ir a buscarme a la quiebra amoratada de mi montaña, yo no pude soñar
que alguna vez llegaría a tu tierra y hasta la urna negra en que calla tu boca
y se deshacen tus sienes. Cuando en tu
grito por una muerta ponía yo a espigar mi propio grito, no soñaba que habría
de poner mi mano trémula sobre tu
mascarilla de ónix, y tocar en la mejilla descarnada el dolor de tu
agonía.
En este primero de noviembre, yo he ido a tu
cementerio, y la oración ha manado por ti largamente de mis labios, con la
madeja inacabable y grávida de tus manantiales mexicanos. Las oraciones olvidadas
se levantaron dentro de mi, tremendamente vivas; del corro de las cuatro
mujeres, en donde estaba una de tu raza, iba bajando la plegaria a ungir tus
pies. El Ave María tuvo más levedad bajo los árboles que te miran; el Padre
Nuestro se volvía austero como el ónix de tu urna, y la Salve se nos velaba de
lágrimas.
Dios te guarde en el pliegue mas ancho de su
manto, que cuando mi fe era como una cana hendida, me la erguiste con tu
canción. Me infiltraste tú y sólo tú, la
duda de la semi ciencia, el desprecio de los sofistas y de la vastedad de los
negadores.
Dios te guarde porque viviendo yo ahora
entre tus gentes, tú me llevas de la mano, tu nombre me es amigo desde la
sepultura.
Ya tienes la ingravidez que anhelabas,
gimiendo desde la espesura de la carne.
Ya conoces la insigne suavidad que la curva humana del Ixtlazihuatl te
hizo soñar cuando niño, la suavidad de la cual las rosas sólo te decían la
promesa inefable: la de Dios, que pasa sobre tu pecho inacabablemente, como
terciopelos renovados.
Ya tienes la música de las esferas, donde
estaba la estrofa perfecta, cuyo anhelo te mantenía insomne muchas noches; la
armonía que ya no queda fuera de ti, que te inunda y te mece como el mar a sus
algas.
Que el silencio sea allá una gruta profunda
para tus oídos fatigados de la vocinglería de las plazas y los salones; que el
movimiento de los astros haga en torno tuyo menos rumor que el de la ola
muerta, para tu hondo reposar; que la luz que llega hasta tus ojos, no tenga
rojez, que desmaye en él perla más extenuado: ¡tengas un cielo de ópalos y de
espesados silencios!
¡Bendito seas! Trajiste a la América
centauresca el canto suavizante; desdeñaste la fea espesura de la épica e
hiciste de tu verso la levedad de un manojo de hierbas para que los tristes lo
pusieran contra sus heridas. En vez de la dureza que tiene el ramo de la piña
americana, diste a la estrofa la suavidad de los helechos altos; hablaste con
una voz que era menos que un suspiro, para aguzar los duros oídos de tu recia
América.
Tu poesía sigue caminando por el Continente;
va como la Sulamita con el rocío cuajado de la noche y con la túnica viva, y
los que no quieren rezar rezan en ella; pasa como los ángeles de la tarde en el trémolo de los
bronces mas rezagados, y los niños de tu raza vienen a cantar para la alegría
de tus huesos, y su ronda ciñe tu sepultura cuando cae la tarde.
Guarda a tu raza; vierte tu sombra de
consolación sobre el indio mexicano, resignado como un verso tuyo; haz caer,
exprimida al fin, la serpiente del pico del águila, para que duermas en paz y
puedas bajar los párpados, que mantienes abiertos, acompañando la vigilia
dolorosa de tu pueblo.
Recado Sobre Michoacán.
Michoacán se halla en el sartal de lugares
magistrales del globo, y es en él cuenta de fuego, como el guayule. El Estado
mexicano de la gracia orográfica, lacustre y folklórica, comienza por no ser
calenturiento como Tehuantepec; Michoacán no delira ni se empala, no vive
congestionado aunque produzca la caña y aunque le hayan caído en suerte los
primeros plátanos que acarreó don Vasco
de Quiroga.
La región galanea ondulada de sierra baja,
de cuchillas y de colinas, y brilla laqueada de cafetal, mata luminosa de tan
barnizada que es; como la hembra amorosa y un poco envalentonada de su
hermosura, Michoacán tiene la relumbre del
agua hacia todos los lados para que mejor le sobren que le falten espejos. Esta vez los espejos
aventajan en renombre a la dueña misma: más se dice "Lago de
Pátzcuaro" o "Cascada de la Tzaráracua" ("Cedazo" en
idioma tarasco) que Michoacán. Por esta
liberalidad del agua será tan aseado el indio tarasco que, si no huele a café, en los días del
tueste, no huele a nada.
Como tierra subtropical, el verdor no ralea
ni se empaña en ella por las estaciones zurdas de otoño e invierno. Al viajero
le sobra el calendario: la buena estación es el año cogido por cualquier dedo
del mes... Él va a encontrarse allí con
una templanza que parece elaborada por el Genio de las isotermas. Y cuanto
enseña Michoacán de justeza en los sentidos, de clemencia en el alma, de
melodía en el vivir, yo me lo tengo por consecuencias de ese clima sin demonios
extremosos.
La raza tarasca (originaria de Michoacán)
muestra un curioso cartel de virtudes castísimas, de condiciones temperamentales
y de destrezas y primores artesanos que, desplegados dentro del friso nacional,
la harán ganar siempre la disputa de los estados por la preminencia. Michoacán
vence a pura gracia; otros estados se quedarán como los Migueles batalladores
de la meseta alácrita, él se calla, camina y vuela con la vara de Gabriel en la
mano de aire y los ánimos y los pies se le van a la zaga. Los dones de la casta
que hacen su leyenda y sus veras, su alegoría y su realidad, serian más o menos
éstos: Primero, una muy cernida ruralidad, una cultura de fineza que corre del
ojo al habla, al tacto y a los gestos de sus hombres y de su mujerío, sea la
que sea su clase social. Plebe no se halla ni buscada; bolsas envalentonadas de
ricachones tampoco, sino un pueblo pobre y pulido, que parece labrado por una
doble ebanistería estética y cristiana.
El maya lleva más hermosura, el poblano más
civilidad, el oaxaqueño mayor fortaleza; el tarasco parece el Abel-Seth,
labrador de la huerta cabal e inventor de una vida cuyo secreto los otros no
logran: solaz sin frenesí y convivencia dulcísima.
El Segundo de sus atributos sería la lengua
tarasca, que los filólogos dan como segundona de la maya, llena de unos
esdrújulos que saltan en agudos cohetes y cargada de la combinación
"tz", gloria en la boca nativa y purgatorio en la forastera...
Su tercera condición, que los fieles le dan
por virtud y los otros por insania, es su religiosidad, que como una cera noble
lleva todavía en si las diez preciosas digitales de don Vasco de Quiroga, su
santo civilizador. Por mas que los chuscos llamen "mocheria"
(religiosidad) esta densa catolicidad, ella debió salir de horno consumado para
no carearse hace tres siglos. La manufactura humana que dio y sigue dando,
defiende la hornaza y la manipulación, y aboga por ella...
La cuarta vocación tarasca serían las
jícaras de guajes (calabazas) laqueadas y floreadas a pulsos batientes de
color, artesanía generalmente mujeril y que hace el júbilo de todas las mesas. Las jícaras meten casa adentro la loca luz de
afuera, cascabelean en muros y aparadores y, durando medio siglo, son un alarde
increíble del pobre "mate" (fruto de la cucurbitácea en el que se
bebe el mate) pardo transfigurado en luz.
La quinta hazaña tarasca se la daremos al
baile regional, "las canacuas", que se danzan con cestos floridos y
nacieron con música melliza, es decir, creadas a la misma hora y minuto que sus
pasos y figuras. La casta no es abotagada sino ágil y parece haber bajado al
mundo para bailar primero su paganía y después su cristiandad.
La sexta se la lleva el café de Uruapan,
Moctezuma que reina sobre los otros cafés del país; y apegado a él, un
chocolate cuyo rango no arranca del cacao sino de las manos brujas que en el
truco de la preparación lo transforman en cosa mejor, dando la ilusión de un
trastrueque de la materia misma...
La Séptima honra michoacana la puso la aldea
de Jiquilpán, allí nació el mayoral agrario Lázaro Cárdenas, tajador y
parcelador del latifundio. Michoacán enfrenta a su mestizo con el zapoteca
Juárez, porque si este salvó a México de volverse galo-alemán, aquél salvó la
revolución de veinte años de quedarse en la mano india vuelta polvo y ceniza.
(Las revoluciones criollas acaban en granjería y logro de la clase media).
El projimismo azteca-español abre sus
puertas sin mas que silbar en un patio, y abre no a un nombre ni a una amenaza
de soldadesca, sino a la aventura y a la gracia, o mejor, a las dos cosas
juntas. Un mozo que llega de ciudad grande, que "dice" con ingenio,
que canta y no es hinchado sino llano, y habla con el dejo del lugar, llega a
donde quiere, aloja una noche, o se demora, o se queda cuanto se le antoje. Al
tercer día ya se conoce a todos, a la semana se tutea con media villa, y al mes
ya parece que nació allí... Muy bien si el allegado ayuda a cosechar el café o
a tumbar la caña; pero si sólo paga con el cariño y la chispa, basta y sobra.
Yo dormí en tantas casas que no puedo
contarlas; comí en las mesas más dispares los guisos de las más varias cocinas:
comí en tarasco y en zapoteca, en yaqui y en otomí.
El común denominador de estas cocinas lo
ponían las especias, las incontables hierbas de olor, el ají guerrillero de la
lengua, el maíz Abrahámico, dividido en doce tribus de sabor y color; pero de
una a la otra región, el "México imponderable" (título del bello
libro-clave de R.H. Valle) que es maestro en el arte de matizar para
diferenciar, logra dar novedad a sus materias y desorienta de tal modo con los
trucos culinarios que cualquier "carnita" puede parecer venado y la
perdiz faisán. Con todas sus bayas y sus
cereales y sus bestezuelas finas me agasajaron e hicieron de mi por el
repertorio de mesas, de costumbres y de vínculos inefables, la curiosa
industria chileno-mexitli que me volví... ¡Ay, pero no sabía devolver el
agasajo! Yo era una mujer de australidad, fría, lenta y opaca. Mucho mas tarde
les respondería con la tonada del sur y la cara vuelta hacia sus ternuras y a
sus generosidades".
Nos dice el profesor Rubén Vizcaíno
Valencia: -Cuando salió publicado su Recado
Sobre Michoacán, el gobernador mismo del estado se ocupó de publicar miles
de ejemplares del escrito para promover su zona, en la cual la maestra trabajó
y creó escuelas. Lo mismo hacían las autoridades de los otros estados en que
ella decidió trabajar; por eso varias escuelas mexicanas llevan su nombre. Su
correspondencia era increíble, yo le llegué a llevar en Veracruz dos cajones
grandes repletos de cartas, diarios, paquetes de libros... varias veces a la
semana. Lo fantástico es que siendo como dije: una superestrella en la época,
era la persona más aterrizada que existe. Por eso fue una voz señera en el
tiempo que vivió -termina.
Es profunda la huella que a su paso dejó la
magnífica errante. Los éxitos de un latino fuera de la América española nos
conmueven de una manera particular. No sin razón: presenta nuestros propios
caracteres, no obedece a otras influencias y cada uno se hace partícipe suyo,
porque ofrece una imagen que estimula el poder de la raza, mas si, como en el
caso de la Mistral, proviene del pueblo. Y gloriábase de ello. Se decía, un
tanto exageradamente, india, y eso conmovía. Por eso la gente de América leía
con orgullo las noticias del cable que comentaban el tratamiento especial que
se le brindó en los dos hemisferios. Ella aprendió en la Ciudad de México a
caminar por las grandes ciudades con una sensación de seguridad, como quien
camina por un huerto. En México inició su vida errante. Después la vagabunda se fue por el Viejo y el
Nuevo Mundo, de una en otra ciudad, de paso.
Ya siempre se dirá que acaba de llegar o que mañana partirá. No echó raíces nunca.
Los escritores del siglo XX, junto a
Gabriela Mistral, resultan unos sedentarios. Así es como luego de Chile y
México, reside en Cuba y Puerto Rico, viaja a Europa y la recorre desde España
y Francia. Regresa a América, vuelve a
México, va a Centroamérica, sigue hasta Argentina y vive un corto tiempo en
Chile. Regresa a Europa, se establece en Roma, a cargo del Instituto
Cinematográfico Educativo, nombrada por la entonces Liga de las Naciones, donde
en 1928 el amor se cruza en su camino. Un secreto compartido solo por pocos,
entre quienes estaban sus amigas Palma Guillén y María Dolores
"Lolita" Arriaga, las maestras mexicanas que nunca la dejaron sola, y
la acompañan también en París, donde Gabriela, en 1929, pudo ser madre de Juan
Miguel, al que llamaba Yin-Yin en
honor al hombre que amó fugazmente. La situación, que nunca permaneció
completamente oculta porque "los maestros que éramos sus amigos sabíamos
que Gabriela era la madre de Yin-Yin. En la clínica NotreDame de París, donde
fue atendida, llegamos a acompañarla junto a Palma Guillén" -afirmó la
maestra María Dolores Arriaga, de acuerdo a los recuerdos del profesor Rubén
Vizcaíno Valencia, en parte de una entrevista concedida al autor, en algunos
fragmentos publicada en el Suplemento "Sábado" de UnoMásUno de
México, y memoriza:
-"Trabajé con ella todos los años de su
primera estancia y nunca dejé de asistirla cada vez que volvió; fue mi amiga
más cercana. Se puede pensar que una mujer de su estatura tiene poco tiempo
para conservar sus amistades, pero no ella. Siempre fui igual de trato amable y
concentrado en el oficio; mis hijos la adoraban y mi marido siempre estuvo
dispuesto para soportar mis largas estadías fuera de mi hogar
acompañándola. Al igual que había sido
en 1921, en 1929, a través de José Vasconcelos se me encomendó viajar a París
para trabajar junto a la maestra Mistral en un trabajo que ella debía hacer
para la Secretaría de Educación Pública del gobierno mexicano, se trataba de
las revisiones finales de la Ley del profesorado, que incluía reformas muy
positivas para los maestros rurales y la legalización de tierras que ocupaban
las escuelas públicas. Digamos que ella nunca dejó de trabajar para los
maestros mexicanos, y desde hacía un año antes, siguió haciéndolo desde la
distancia, cuando dejó el país para ir a Europa enviada por las Naciones
Unidas. En ese momento, digamos, ya era la voz preclara de los maestros
esparcidos de su mano por el mundo, y cuando se me notificó la orden
presidencial fue un alto honor. También iría Palma Guillén.
-"Nuestra sorpresa fue enorme -sigue la
maestra Arriaga- cuando desde el aeropuerto nos trasladamos al hotel que
teníamos reservado, donde encontramos una nota en que se nos informaba que ella
nos esperaba en cierta dirección. Al llegar, era la Maternidad Notre Dame,
supimos que el día anterior había sido madre de Juan Miguel, al que llamábamos
Yin-Yin. Para Palma conmigo la sorpresa fue maravillosa; eso de que nos
eligiera para acompañarla en esos momentos nos llenó orgullo. Ella estaba sola
y tenía arrendado un amplio departamento en las cercanía; nos organizamos de
inmediato... fue todo muy emocionante porque, si bien ella amaba a los niños y
escribía de ellos, nunca había tenido uno propio, y fue necesario enseñarle
desde como alimentarlo hasta cambiarle pañales; mi experiencia de tres niños
sirvió. Ella siempre tenía a Yin-Yin en brazos; todo lo del niño le causaba
risa y escribe que te escribe poemas al niño; mientras a mi me dictaba o la
ayudaba a responder correspondencia, con Palma terminaron el trabajo para el
gobierno y alguien debía llevarlo a México. Decidimos que viajaría Palma, que
era más elocuente, y yo me quedaría con ella. Gabriela estaba dispuesta a
declarar abiertamente el niño como hijo suyo, pero Palma la convenció de que
sería una catástrofe para las maestras misioneras el declararse madre soltera,
lo que entonces era mal visto. Yo estaba de acuerdo con Gabriela pero Palma adujo
que podría, incluso, cuestionar de inmediato el trabajo de las maestras que
estaban en misión. Consecuentemente, decidimos conseguir para el niño un
pasaporte mexicano provisorio en el consulado en París, el que se nos extendió
de inmediato. Este pasaporte, Palma, cuando volvió a México por unos días a
dejar el trabajo encomendado, lo hizo oficial y nos lo trajo formalmente
legalizado, con lo cual ya la maestra podía moverse con su hijo por el mundo
sin problemas. Ella, después inscribió al niño en Chile, como hijo de su medio
hermano que llegó luego invitado por ella. Estuvimos juntas cuatro meses, y fue
inolvidable; entonces en París fue que recibió un telegrama desde Chile donde
le anunciaban que había muerto su madre. Ella sólo tenía a Yin-Yin... en París
le escribe al niño Apegado a Mí,
donde dice:
Velloncito de mi carne que en mi entraña yo tejí, velloncito friolento,
¡duérmete apegado a mi! La perdiz duerme en el trébol, escuchándola latir: no
te turben mis alientos, ¡duérmete apegado a mí! Hierbecita temblorosa asombrada
de vivir, no te sueltes de mi pecho, ¡duérmete apegado a mí! Yo que todo lo he
perdido, ahora tiemblo hasta el dormir. No resbales de mi brazo: ¡duérmete
apegado a mí!
-"Este
poema, del que tomé su dictado -dijo la maestra Lolita Arriaga al profesor
Vizcaíno-, según pienso, es uno de los que refleja toda su ternura y el aspecto
más delicado de su vida. Yo hablo de ello ahora porque, según una conversación
que tuvimos hace un tiempo con Doris Dana, su albacea, se intenta tergiversar
la vida de Gabriela Mistral y es necesario que la verdad salga a la luz. Es
cierto que su hijo fue fruto de una relación fugaz, pero que a ella la hizo
feliz durante los años que vivió el niño. Al morir Yin-Yin, en Brasil, en la
ciudad de Petrópolis donde ella era cónsul de Chile, digamos así, también ella
murió un poco; no totalmente porque era demasiado fuerte. La vi en 1947, tres
años después de morir el niño, y cuando, ya siendo Premio Nobel, decide
trasladar su consulado a Veracruz, hasta 1948; donde también volvió dos años
después por pura casualidad al decaer su salud en un barco en altamar que
cruzaba aguas mexicanas. La acompañamos con Palma Guillén en la residencia de
Mocambo, según instrucciones que recibimos del entonces presidente Miguel Alemán.
Ella estuvo en su última estancia en
México no pocos meses. Aquí
llegó enviada Doris Dana por la Universidad de Nueva York, convirtiéndose desde
entonces en su secretaria y albacea".
Gabriela Mistral y Yin-Yin, su
hijo Juan Miguel.
La albacea universal de Gabriela Mistral,
Doris Dana, desde entonces ha declarado (una entrevista es de 1998, al programa
"Informe Especial" de canal 7 de TV de Santiago; otra entrevista nos
concedió para este trabajo Doris Dana el año 2000, en su casa en Norteamérica,
filmada por el equipo del maestro James R. Thurston y Paul Thurston Gallegos)
que según lo que oyó decir a Gabriela, "el pequeño Juan Miguel Godoy, que
es el verdadero apellido de ella, era su hijo, nacido de una relación fugaz en
Italia con un hombre al que no vio nunca más. El niño, al que llamaba Yin-Yin,
murió en Brasil siendo adolescente, poco antes de ella recibir el Nobel".
La maestra “Lolita” Arriaga, de acuerdo a
los recuerdos del profesor Vizcaíno, había entonces asegurado que
"Gabriela estaba decidida a declarar abiertamente que Yin-Yin era su hijo,
asumiendo su maternidad sola. Pero ella era la imagen perfecta, por decir así,
de la maestra en América, era medida, obedecía a los cánones de la iglesia, era
virginal... y sus amigas la aconsejamos que debiera inscribir al niño como su
sobrino. Su hijo le cambió la vida, como nos cambia la vida a todas las
mujeres, pero también en ella fue como cuando un caudal se desborda de pura
alegría; estuvo dichosa hasta ese fatídico cable que le anunciaba la muerte de
su madre en Chile. Ella fue fuerte, nunca la vimos caída... quizás si alguien
la vio deprimida, porque yo nunca la vi mal de ánimo. De París, con su hijo
Gabriela salió al mundo. Primero, viviría unos meses en el norte de África,
donde el padre del niño conoció a su hijo. Nada más supimos de él".
En octubre de 2002, aparece publicado en
Chile “Bendita mi Lengua Sea”, selección de los cuadernos íntimos de Gabriela
Mistral, ordenados por Jaime Quezada, donde ella comenta “ese tonto lesbianismo
que me han colgado en Chile”. A propósito de la publicación, comentó el
escritor Jorge Edwards, Premio Cervantes, en el diario La Segunda de Santiago:
“En los cuadernos íntimos de Gabriela Mistral publicados por su gran
especialista chileno de hoy, Jaime Quezada, se queja ella de la fama de
lesbianismo que se le daba entre nosotros. Escuché muchas expresiones groseras
y despectivas sobre ella en la década de 1950. Los círculos intelectuales en
que me movía en aquellos años, con personajes como Luis Oyarzún Peña, David
Rosenmann Taub, Enrique Lihn, eran mistralianos, lectores de Tala y Desolación, pero representaban una minoría casi invisible. En los
salones de Santiago se hablaba de la Mistral con desprecio, con burla, o
simplemente no se hablaba. En el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde se
recibía de vez en cuando algún oficio enviado por Gabriela desde los
alrededores de Capri o desde alguna ciudad de California, se mencionaba a
"la vieja" con la mayor irritación, como si fuera una infiltrada en
la carrera diplomática y una enemiga. No era todo así, desde luego. Había
grandes personajes de la vida chilena que admiraban y querían a la Mistral,
como era el caso del padre Alberto Hurtado, de Eduardo Frei Montalva, de Hernán
Díaz Arrieta, pero por debajo de estas figuras se arrastraba una maledicencia
insistente, obtusa, torva. Ahora, para mi gran sorpresa, he descubierto que una
de las personas que conocen mejor la vida y la obra de Gabriela es una poeta y
profesora del Japón, Satoko Tamura. Los organizadores de mi viaje reciente a
ese país, sin darme antecedentes mayores, me organizaron una cita con ella en
el bar del Hotel Imperial de Tokio. Ya le había escuchado hablar de este hotel
a Pablo Neruda... Es decir, entré al bar espacioso, de luces tenues, construido
con materiales nobles, con una vaga idea anterior. Eran las dos de la tarde y
había una concurrencia escasa: dos o tres japoneses con aspecto de empresarios
y que conversaban en voz baja, sentados alrededor de una mesa, y un par de
gringos bulliciosos arrimados al largo mesón y que se repetían sus alcoholes
fuertes. Yo ni siquiera sabía, dado mi conocimiento nulo del idioma, que la
persona de la cita era mujer. Me lo dijo la intérprete unos minutos antes de
que ella llegara. Pues bien, ocurrió que la profesora Tamura hablaba en muy
buen castellano y conocía Chile desde Arica a Magallanes. Había sido discípula
en algún momento de Roque Esteban Scarpa y fue él quien la introdujo en los
estudios mistralianos. La profesora leyó todo lo que se puede leer sobre
nuestra poeta, en libros y archivos, y recorrió palmo a palmo los lugares donde
Gabriela vivió y trabajó. Durmió cerca de San Felipe en un dormitorio donde se
sabe que ella alojó en sus años de maestra de liceo y permaneció en el
pueblecito cordillerano, del fondo del valle de Elqui, donde nació la
escritora, durante largos días. También siguió sus huellas en Temuco, en Punta
Arenas y en Santiago. Satoko Tamura es una mujer bastante joven todavía,
enérgica, de personalidad, de indudable talento. Traté de convencerla de que
escriba una biografía de Gabriela Mistral y no respondió nada. Al fin y al
cabo, si un profesor norteamericano es capaz de escribir la mejor biografía de
un escritor de Rusia o de España, no hay ninguna razón para que una japonesa no
pueda enseñarnos a nosotros, chilenos de cabezas duras, una cantidad de
verdades sobre Gabriela Mistral en su vida y en su obra. La profesora Tamura me
aseguró con la máxima convicción que Yin-Yin, a quien siempre hemos tenido por
hijo adoptivo de Gabriela, era en realidad hijo carnal suyo. Gabriela, me contó
la profesora, hizo un viaje a Marruecos, en el norte de África, y desapareció
ahí durante un tiempo más o menos largo. Después regresó con un niño recién
nacido y que se parecía mucho a ella. No era una mujer de amores platónicos, de
puras fantasías amorosas, sino de afectos apasionados y carnales. La profesora
me citó versos y párrafos en prosa que dan pie más que suficiente para indicar
todo esto. Me dijo que Roque Esteban Scarpa había llegado a una convicción
parecida y había manejado el asunto con mucha, quizás con excesiva prudencia.
Según ella, Roque pensaba que el padre de Yin-Yin era José Vasconcelos. Nunca
pensé que en el bar del Hotel Imperial de Tokio, en la cercanía de japoneses
discretos y de gringos chillones, podía tener lugar una conversación tan
sorprendente sobre temas chilenos y mexicanos. La profesora Tamura, traductora
de Gabriela Mistral al japonés, experta en poesía moderna latinoamericana y
española, entregaba toda clase de datos precisos, reveladores, sugerentes.
Sostuvo que los insistentes rumores sobre la Mistral lesbiana carecen de toda
base. A Gabriela le gustaban los hombres y tuvo amores de una pasión intensa,
como lo demuestra todo lo mejor de su obra. No era mujer para andar con
remilgos ni para detenerse en minucias. Tenía un intenso sentimiento religioso
sin dogmatismo, sin beatería de ninguna especie. Si es verdad que José
Vasconcelos, el gran reformador de la educación en México, el autor de las
memorias extraordinarias que llevan el título de El Ulises criollo, memorias
que son una novela de primera clase, fue el padre de Yin-Yin, la historia de la
literatura de América Latina sería diferente. ¡La historia misma sería
diferente! Pero todo parece un invento. Es demasiado fuera de lo común,
demasiado único, demasiado coincidente para ser verdadero”.
Sin embargo, de acuerdo a sus
investigaciones para la profesora Satoko Tamura es un hecho que el padre del
hijo de la Mistral es José Vasconcelos. El hijo del reformador, el licenciado
Héctor Vasconcelos, es un hombre cordial que ocupa su propio sitio en la
plataforma cultural mexicana; le conocí en Guanajuato, siendo él director del
célebre Festival Internacional Cervantino. Luego descubrimos que teníamos
amigos comunes. Una noche, cenando con él en la Ciudad de México, en compañía
de Beatrice Trueblood, relató hechos de la estatura enorme de la Mistral, y
siempre se llena de calidez cuando recuerda que, siendo él un niño, la Mistral
lo tomaba entre sus brazos y así estaban, en su hogar donde ella siempre era
recibida, o cuando acompañaba a su padre a visitarla en múltiples lugares donde
la maestra vivió en México. Dice Héctor Vasconcelos que sus primeras lecturas
también tuvieron influencia de la maestra, siendo su base literaria, en que
ocupa mayor influencia por supuesto la obra colosal de su padre, el reformador
José Vasconcelos, cuya correspondencia inédita con Gabriela Mistral debe
rescatarse. El reformador y la maestra se admiraban mutuamente, sin dejar de
mantener un diálogo escrito delicadísimo, que puede tener varias lecturas, como
plantean quienes sostienen la paternidad del hijo de la Mistral al reformador
Vasconcelos. No sabemos si existe una alusión directa a la circunstancia en sus
escritos. Entre quienes sostienen la tesis, cuya voz más decidida es la
profesora Tamura; se sostienen afirmando que de nadie más ella escribió tanto,
con profunda ternura, a veces, otras irónica y hasta crítica. Y rescatan frases
de la Mistral obviamente decidoras, como cuando, citando al poeta Carlos
Pellicer, lo nombra "novio de la América", en forma demasiado privada
dirigiéndose públicamente a quien era Ministro de Educación y uno de los
hombres más respetados de México; citando frases en que, supuestamente, ella le
reprocha su abandono del niño, cuando lo trata de "curioso hombre",
"que habla del niño como una bonita carne que no vale la pena sino cuando
empieza a pensar en orden. Por este desdén suyo de la edad pueril, no cuenta
sucedidos suyos de la infancia, ni le importa que se los cuenten, y esta
ignorancia de su comienzo nos duele a los que, al revés de él, creemos que el
niño se trae ya toditos los ángulos del hombre y el dibujo completo de sus
venas..." Reflejando tristeza en su letra la Mistral cuando, narrando que
había ido a verlo en París, "lo he encontrado en una de las avenidas más
quietas de Neuilly trabajando delante de su mesa que cubre un sarape de
Saltillo, de aquellos que son el trópico cuajado, y sentado sobre otro sarape,
rodeado de libros de América... conversamos de la desgracia de
Nicaragua..."
Existen otros documentos en que el niño
Yin-Yin se acredita como hijo natural de Marta Muñoz Mendoza, catalana, y de
Carlos Miguel Godoy Vallejo, chileno, hermanastro de la escritora, quien al
morir su mujer lo habría dejado al cuidado de la Mistral desde los tres años,
como testimonio al respecto de que, en verdad, era su sobrino, y de lo que se
han ocupado investigadores como Luis Vargas Saavedra. En todo caso, este
aspecto tiene aristas. Igual, quien fue el padre del hijo de Gabriela Mistral
es algo que no parece estar escrito. Y quizás nunca se sepa. Tampoco será
posible quizás saber más de su lesbianismo, algo acerca de lo que en México
jamás oí siquiera una alusión.
Al respecto, la publicación de "Niña
Errante" (Editorial Lumen, 2009), que rescata la correspondencia entre
Gabriela Mistral y Doris Dana, ha generado intensas reacciones. Los chilenos
entramos al siglo XXI como un país desarrollado, y ciertos aspectos de nuestro
acontecer cultural también son indicativos de ello. El inicio de la publicación
de la correspondencia privada de Gabriela Mistral, al tratarse de nuestra más
alta poeta y educadora, comienza a revelar un aspecto muy delicado de nuestra
chilenidad. Ella sufrió tormentos y denigraciones en Chile, para transformarse
en icono una vez que se hizo extranjera.
Sin embargo, nunca dejó de ser nuestro país
su punto de referencia, y en su obra está más que claro el hacérnoslo saber,
por ejemplo, antes de ella el mestizaje está ausente del discurso chileno sobre
la nacionalidad (lo que no se debe entender como la idea de una personalidad
chilena o de lo chileno, que sería en sí un proyecto racial, sino enfocado al
hacer mejor las cosas a partir del lugar donde uno vive). La incomprensión de
Chile hacia su vida privada, la desconcertaba y le dolía, calificando nuestra
sociedad chilena de la primera mitad del siglo pasado, como
"conservadora", "sin sentido común" y con rasgos de
"inmadurez". Con la publicación de estas cartas, nuestro país asume a
una Gabriela digna y responsable de sus derechos humanos de ser libre en su
intimidad, sin deber al respecto explicaciones a nadie más que al objeto de su
amor, embriagada en su racionalidad por explicar la emoción del sentimiento,
diciendo a Doris:
"Procuro cuidarme para ti. Yo no tengo
razón de vivir. Cuando llegaste, yo no tenía nada, parecía desnuda, y saqueada,
paupérrima, anodina, como las materias más plebeyas. La pobreza pura y el tedio
y una viva repugnancia de vivir. Todo lo has mudado tú."
En estas cartas se lee la exquisita belleza
de su escritura, su perfección formal, su intensidad y su emoción. En la
historia sólo le encuentro un parecido a los pocos fragmentos que se han
rescatado de Safo, la poeta griega. Este epistolario es pura prosa poética.
Gabriela Mistral asumió una postura abierta
e insistente de protección a las minorías raciales, a los niños, las mujeres,
sus indios pobres de los países americanos, que contrasta, por supuesto, con el
silencio de su identidad sexual, lo que para ella era lógico por pertenecer
este aspecto el que traza un límite entre el individuo y el Estado. Su
identidad pública ella no temió exhibirla por completo, y la hizo famosa en el
mundo de su época, pero su identidad privada era sólo de ella, y la vivía en
gracia porque nunca leemos en esta correspondencia con Doris Dana reproche al
cielo, son cartas terrenales, que la revelan humana más que humana, viviendo el
instante en que "todo daña al amor, excepto él mismo". Con alguien de
toda confianza a quien encargar que le compre un calentador "para este
cuarto nuestro". O resignada a la separación del objeto de su amor:
"Yo prefiero saberte feliz y plena a saberte sola y
vacía"...correspondida al ser tratada de "preciosa" (cuando todo
Chile le decía que era fea), "linda", "vida mía",
"amor mío", como la nombra Doris.
Gabriela Mistral, en su intimidad,
simplemente no se consideraba distinta a nadie, porque la expresión sexual debe
ser una expresión íntima, sin mayor importancia que para las vecinas del conventillo.
Ella es una adelantada. Era algo como recién se comienza a entender en nuestra
época, cuando estamos en el comienzo del fin de represión a las minorías
sexuales. La Mistral nunca se sintió diferente, eso es todo. Para ella la
expresión de su sexualidad era algo completamente natural, como debe serlo para
toda persona sana. Quizás, Gabriela Mistral en su plan de trabajo social y
poético sabía que explicitar su vida privada levantaba el obstáculo que implica
la homofobia, pero no basta dejarlo ahí, porque ella además se enfrentaba al
juicio del propio Estado chileno, de quien, al final, dependía su trabajo
consular. Quizás intuyó que ese no era su momento pero que dejó explícito en su
correspondencia para que brotara en su instante, al final era una visionaria.
Con este libro de la Mistral están de fiesta
los ingenuos estudiosos queer, que buscan arrojar luz sobre la participación de
gays y lesbianas en el proyecto de construcción de la nación universal que
anuncia la red virtual en estos inicios del Gran Mestizaje, aunque sea obsoleto
ver la sexualidad o la identidad sexual discriminada como origen motriz de una
vida o una obra, es decir, como ontología. No se trata de celebrar el triunfo
de "los nuestros" (sea del sexo que sea) por sobre el orden oficial.
Se trata de respetar la libertad de cada cuál en la medida en que no afecte a
otro. Es decir, se trata de mejorar la relación del Estado con todos, en
búsqueda del bien común.
La socióloga Sonia Montecinos reconoce en
"El Mercurio" que le dio pudor leer las cartas, y se pregunta:
"¿Por qué seleccionar del nuevo y enorme legado de Mistral, que custodia
la Dibam, las cartas entre ella y Doris? En un contexto chileno anegado de
voyerismo y fisgoneo, de goce perverso por las comidillas de la farándula, un
libro como éste puede entenderse como parte de una cultura que busca solazarse
con lo íntimo". Para el teórico literario Cedomil Goic, "hablar del
aspecto sexual supone errores en torno a la poeta, que era una mujer sensible,
de afectos sinceros e intensos, pero eso no quiere decir otra cosa". Para
el poeta Armando Uribe, Premio Nacional de Literatura, "estamos ante una
correspondencia de mucha fuerza literaria y emoción. Me atrevería a
calificarlas de poesía en prosa. Por otro lado, son muy emocionantes y muestran
una relación que podría calificarse de bastante tórrida, pero planteada con
dignidad. En ese sentido, tienen valor doble". Para el presidente de la
Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral, Jaime Quezada, "en estas cartas
vemos un amor pleno, es una amistad con A mayúscula. Esta obra epistolaria, sin
duda, ayudará a desmoronar algunos mitos y fábulas, sobre todo en un universo
de país como el nuestro, donde la leyenda nunca dejó en paz a Gabriela. Ahora
la poeta queda en su sitio, como quien supo amar a alguien más, sea éste un
hombre o una mujer". El poeta Floridor Pérez pide evitar los prejuicios:
"En el pasado, hablar de cualquier tipo de estas cosas era montar un
escándalo. Hoy querer diagnosticar cae en la discriminación. Igual uno se pregunta,
¿acaso dos personas del mismo sexo no se pueden querer?" Para el escritor
Grínor Rojo, revelaciones de este tipo no cambian mayormente nada sobre la
interpretación que se pueda tener sobre la obra de la Mistral: "Me
preocuparía si complejizara su poesía, si le diera un vuelco a la lectura que
estamos haciendo de su poesía. Y me parece que eso no pasa. En cuanto a la
imagen pública, me tiene enteramente sin cuidado".
Sus baúles personales que tenía la escritora
cuando se devolvió a la distancia, en custodia en la biblioteca del Congreso de
Estados Unidos, en Washington, retornaron a Chile en 2007: contienen 18 mil 32
piezas y 84 mil fojas, legado posible de consultar en la Sala Virtual Gabriela
Mistral de la Biblioteca Nacional de Chile, a propósito de cuyo primer fruto
publicado, estas cartas a la Niña Errante, me habló Fernando Zavala de El
Mercurio, preguntando si esta obra afectaba la visión de la escritora en el
proyecto de filmación de "La Mistral", guion que trabajamos con Raúl
Ruiz, y respondí que no sufre variación alguna esta revelación histórica en la
vida privada de Gabriela Mistral, porque, si bien tratamos también
artísticamente su relación con Doris Dana, incluso con un sutil aporte genial
de la actriz mexicana Angélica Aragón, durante la lectura que hicimos en Chile,
para revelar la alegría del amor que vivió en esa etapa la escritora, pues,
está la cinta más bien enfocada en la figura política enorme que representa
Gabriela Mistral, porque los discursos y las prácticas de esta mujer tienen un
costado social o colectivo, que al final, en
su caso, tiene que ver con todo
el mundo. El suyo es el legado de una personalidad de la cultura universal, que
está en las bases de la sociedad humana actual. Debo anotar aquí referencias
acertadas al respecto del guion de este fragmento de Gabriela Mistral y los
maestros de México, escritas por Rafael Valle M. y Poli Délano en La Tercera de
Chile, así como Jorge Luis Espinoza en El Universal de México.
Creo que vida de Gabriela Mistral no se
puede rescatar tan sólo en torno a pruebas documentales que despiertan la
curiosidad morbosa de corroborar su expresión sexual, un hecho meramente
personal. El deseo de conocerla debe obedecer a la proyección nacional que
representa, a su capacidad de funcionar como herramienta en la construcción de
la nación. No es la encrucijada de un sujeto individual el que estamos
conociendo; es la encrucijada de toda una nación. Fue una de las mujeres con
ideas más avanzadas en su época, solicitada por todos, creadora de complejos
sistemas educacionales pioneros de los existentes hoy día, y que, en la
intimidad de su vida cotidiana, era capaz de escribir sin complejos de su vida
personal, sus amores y desvelos. Porque estas cartas revelan la enorme estatura
de una de las mujeres claves del siglo XX, y la hacen una obra literaria de
calidad universal, es decir, cualquier editorial de la actualidad podría
haberla publicado, y es de esperar que el Estado chileno, administrador de este
material, tenga claro este tesoro invaluable que debe llevar a la publicación
de las Obras Completas de Gabriela Mistral: las cartas ascienden a unas diez
mil, según estima Pedro Pablo Zegers, y sólo doscientas cincuenta de ellas
integran el epistolario con Doris Dana, lo que significa un legado artístico
único.
La sexualidad fue una orilla de su vida que
quizás, simplemente, consideró demasiado doméstica para creer que la gente
pueda tener interés en enterarse. El caso es que, luego de su viaje a París
desde Roma luego de una corta estancia en el norte de África, acompañada de Yin-Yin, la Mistral vuelve a América,
visita brevemente Nueva York, donde da cuenta en las Naciones Unidas de su
gestión acerca del cine y hace la primera defensa pública del cinematógrafo
como herramienta de la educación; recordemos que ella es una personalidad
mundial pionera que surge en defensa del cine cuando se pretendió extirparlo
aduciendo que era dañino para la sociedad: desde el informe de Gabriela Mistral
luego de su desempeño como directora del Instituto del Cine Educativo en Roma
es que ella populariza el término de "séptimo arte". Luego vive en
California y cruza todo México; se establece unos días en Guatemala y los
maestros de Costa Rica donan un día de su sueldo para que pueda visitarlos.
Reside en Nicaragua, vuelve a México y luego a Puerto Rico. Visita las Antillas y Cuba por última
vez. En 1931 se la nombra cónsul de
Chile en Italia y el fascismo se opone, no puede asumir y se refugia en Madrid,
donde, en 1932, sus enemigos le crean el incidente desgraciado que la enemistó
con España (cuando publican una correspondencia privada en que se refiere
fríamente hacia la cultura española de su época). Ella lo consideraba una
confusión y varios
escritores
españoles salieron en su defensa, entre ellos Juan Ramón Jiménez, el autor del
dulce relato Platero y yo, a quien
unía una fuerte amistad y admiración recíproca con la escritora.
La situación de la Mistral se vuelve
difícil en España y acepta el consulado en Lisboa. En Portugal parece que se
muere; los escritores ruegan por ella al gobierno de Chile y se crea para ella
un puesto de cónsul vitalicio con derecho a elegir su residencia. Es, a partir
de entonces, una soberana independiente.
Trataba como a sus iguales a los Jefes de
Estado mas poderosos de América. En 1944 reside en Petrópolis, el antiguo sitio
de la corte imperial brasileña, donde muere Yin-Yin,
entonces adolescente. La muerte de Yin-Yin
está bien documentada, nosotros conversamos de ello con la escritora chilena
María Urzúa, quien era entonces su secretaria en Brasil, quien enmarca la
situación en "una mala jugada de la vida. El niño era absolutamente normal
y sus costumbres eran las de un niño de su edad, un adolescente. Era su hijo y
lo amaba, tratando siempre de mantenerlo alejado del ruido fenomenal que
despertaba su presencia donde fuera que llegaba. Pero el niño estaba en su
escuela y asistía normalmente a clases, cuando llegó ese día pavoroso en que
llegaron a anunciar que el niño estaba tendido en el suelo a unas calles de la
casa. Fuimos y lo trajimos de inmediato a la casa, tendiéndolo en la cama,
estaba como inconsciente, pero vivía aún, pensamos que había tenido un ataque
al corazón, porque no tenía ningún golpe; murió Yin-Yin antes de que llegara el
médico. Cuando nos anunciaron que el niño había muerto, fue como si un manto de
silencio y tristeza lo hubiera cubierto todo. Gabriela permaneció siempre como
si se hubiera ido de sí misma, a ratos parecía volver y sólo lloraba
silenciosa. Yo, pocos días después volví a Chile, y en sus cartas ella nunca
más se refirió a ello, pero fue el golpe más colosal del cual, al final de su
vida, confiesa que no pudo recuperarse nunca".
Días después de la tragedia, en Petrópolis,
cuando le anuncian que ha ganado el Premio Nobel, responde:
-"¿Para qué quiero yo, ahora, un Premio
Nobel?".
A partir de 1945, viaja por Europa. Vuelve a
América. Vive en Nueva York y luego
traslada su consulado a México, donde se queda parte de 1947 y 1948. Viaja por
Centroamérica, vive en Guatemala, y retorna a Nueva York. Vuela a Brasil, y
durante el viaje de regreso en barco, se enferma frente a costas
mexicanas. Se queda, sin más, en
Veracruz y vive en México por última vez. Regresa a Nueva York en 1951, y desde
allí hará su último viaje a Europa, vive en Italia, y a finales de 1952 regresa
a América donde reside hasta 1954 en California. Ese año, visita su patria por última vez, y,
desde antes que el barco toque aguas chilenas, se le hacen grandes homenajes;
lo que Benavente llamó "ensayo general de sus funerales". Escribe
Hernán Díaz Arrieta, que "era la apoteosis antes de la muerte. Ella
recibía las manifestaciones como si se tratara de alguien a quien representara,
sin que jamás, en momento alguno, por ninguna circunstancia, pudiera
advertírsele el más ligero impulso de complacencia vanidosa". Un poeta la
nombra "Santa Gabriela" y ella agoniza de vergüenza.
México, te alabo
en esta garganta,
porque hecha de limo
de tus ríos, canta.
Paisaje de Anáhuac,
suave amor eterno,
en estas estrofas
te has hecho falerno.
Al que te ha cantado
digo bendición:
¡por Netzahualcóyotl
y por Salomón!
Este último texto a México lo escribió
Gabriela, posiblemente, en Nueva York, donde había de morir de "muerte
callada y extranjera" el 11 de enero de 1957. Sus exequias se iniciaron en USA y, al ser
repatriados los restos, fue despedida en apoteosis sin precedente todo el
trayecto que cruza América, debiendo recalar el barco que la trasladaba en
varios países que deseaban despedirla.
Se la enterró en su aldea de Montegrande, con asistencia del pueblo
chileno y de todos los poderes públicos, en medio de honores como sólo se
rinden a los Jefes de Estado.
Doris Dana, quien la asistió al final en
Nueva York, dijo que se marchó tranquila, como vivió su vida errante, se
devolvió a la distancia en un día fijado, como suelen morir los que han amado
mucho. Así termina el cuento de la pobre niña campesina que un día soñó con ser
reina, y que se hizo maestra misionera.
FIN
FRAGMENTOS
publicados en papel vegetal.
-Vasconcelos
cómo lo vio Gabriela Mistral: ensayo, en revista Vogue, México, julio 1982.
-Gabriela
Mistral, la maestra del Valle del Elqui: ensayo, diario UnoMásUno, Suplemento
cultural “Sábado” (en cuatro partes), Ciudad de México, Octubre 7, 14, 21 y 28
de 1988.
-En
“El Mexicano”, Baja California, México, en cuatro partes Suplemento Cultural
Identidad, números 570, 571, 572, 573, julio a agosto de 1989.
-Gabriela
Mistral y los Maestros de México: ensayo, revista Norte/Sur, Instituto
Toluquense de Cultura, México, febrero 2008.
-Incluido en Artes e Historia-México.© Waldemar Verdugo Fuentes
BLOG RAIZ:http://waldemarverdugo.blogspot.com