Saturday, October 15, 2005

UNA PERSONA DE FE ENORME.

GABRIELA MISTRAL
Y LOS
MAESTROS DE MÉXICO

Por Waldemar Verdugo Fuentes
(SEGUNDA PARTE)

“Gabriela Mistral era persona de fe enorme. Nunca olvidó cantar al Bien. El pueblo se dio cuenta de la grandeza de esta mujer excepcional. Conocía sus poemas, y ya se sabe que los pueblos hispanoamericanos se rinden más fácilmente al poeta que a cualquier otro. Anticipándose a la muerte, Gabriela estuvo en la visión de los mexicanos en la firme expresión de la piedra". (José Vasconcelos)

   México siempre dio a Gabriela otra visión de las cosas. Rodeada de amigos, perfeccionó su espíritu. Se hizo más trascendente sin dañar su fuerza telúrica, que, como se puede leer en estos Pequeños Relieves, de 1923, ningún fenómeno le pareció ajeno, creando magníficos retratos y evocaciones: "Vamos a hacer plantaciones de árboles en una colonia semi rural.

   El árbol no ha de ser solamente bajorrelieve de la montaña ni el perfume secreto de la soledad:   ha de ser la verde decoración de la casa del hombre, el amparo de su dicha.

   En cada lugar donde, para que se extienda amplia la casa, se tala el bosque, se destruye el equilibrio misterioso de la naturaleza y se traiciona la voluntad divina, que puso a la primera pareja humana en un jardín.  Y cuando ese equilibrio sagrado se rompe, cuando del reino vegetal absoluto que era el bosque, se pasó al reino absoluto del hombre que es la ciudad, la "voluntad escondida" nos castiga, haciendo que degeneremos lentamente. Entonces acomete a los hombres la fiebre. No recibe la exhalación de los surcos y sus fuerzas menguan; su visión de la existencia se pervierte, y en vez de la felicidad, busca el placer. Las delicadezas, los matices temblorosos del espíritu, se hunden en nosotros. Puede decirse que empieza el materialismo plebeyo de la época con la pérdida de la emoción cotidiana del paisaje. Comienza una segunda barbarie, más tremenda cuanto más se disimula bajo la máscara de una civilización.

   Plantaremos hoy los árboles que no hemos de gozar, que no sombrearán para nuestro reposo. Somos generosos: damos a los que vendrán lo que no recibimos.  Los grandes pueblos se hacen con estas generosidades de una generación hacia la siguiente. Las instituciones, la legislación, todo lo que se hace para beneficio de los que vienen, son también plantaciones de bosques, cuyas resinas no serán fragancia que aroma nuestra dicha.

   En alguna región del desierto africano, los beduinos tienen una especie de ley religiosa.  El que pasa por una fuente, si la halla envenenada por la corrupción, ha de vaciarla, para que la caravana que sigue la encuentre colmada y vital. Ellos continúan caminando con la sed que no pudieron aplacar; pero se ha asegurado el sorbo de agua clara de los que vienen y que no deben perecer...

   Nosotros somos también purificados de todas las fuentes corrompidas que nos dejaron otros, no por maldad, sino por indolencia.

   Si hay un acto religioso es este.  Religioso es todo lo que significa una acción que salta sobre el presente como una flecha hacia el porvenir más lejano.  Religioso es el acto de fe que llama a las fuerzas de la vida, porque este llamado es una invocación a lo divino. Hundimos una pequeña raíz en el suelo, e invocamos a las energías invisibles del agua, del aire y de la luz, para que cooperen.  Es una plegaria al Dios creador, que continúa el acto humilde que nosotros realizamos. Dejamos erguido un tallo débil y cinco hojitas temblorosas, y la Gracia comienza a trabajar en este mismo instante. La Gracia desciende sobre toda criatura apenas enderezadas sobre el surco. Los naturalistas llamarán defensas de la vida a la pequeña lucha maravillosa de estos retoños con los insectos y la sequía; que prefiero llamarlo La Gracia.

   El pueblo que es el vidente mayor, ha creado advocaciones agrícolas para sus dioses y sus patronos. Hay un Señor de la Lluvia, uno de las Simientes, una Virgen de las Nieves y un Isidro Labrador, en el periodo cristiano, como hubo en el paganismo una Deméter y una Perséfone.

   Hagamos esta ceremonia con emoción religiosa, para que no tenga la fealdad de un acto puramente utilitario, es decir, de una actividad de esclavos. Sintamos la presencia misteriosa   de los espíritus sutiles de la tierra, del aire y del calor, y estos espíritus, que danzan en torno de nosotros, felices de  que les demos pretexto para expresarse en la belleza del  bosque futuro, nos sean propicios y nos pongan en las manos,  al cubrir las raíces, un sagrado estremecimiento".

   Cuando esté ausente.

   Delicadísima es la ofrenda que San Ángel ha querido hacerme: me regala un pedazo de tierra verde, que será en cada   primavera una mancha gozosa de flores.

   Mi nombre, que por sí mismo no significa sino un poco de cansancio -de vida declinante- va a ser por primera vez símbolo de alegría y de salud.  Con él se designará un lugar de juegos para los niños. Me confundiré un poco con la naturaleza, con el agua y con el calor del sol.

   Yo misma, comentando esa transfiguración ingenua, me siento dichosa...

   Aquí, a dos pasos de esta glorieta, he vivido más de un año. México será para mí, cuando esté ausente, más que el bosque de Chapultepec y que las torres severas de la gran Catedral, este pedazo de tierra, dorado de hierbas en el otoño, donde yo tuve la revelación del paisaje mexicano.

   Desde aquí he gozado, mirada a mirada, la línea casta del Iztaccihuatl y el horizonte inmenso, llenos de sugestiones para el recogimiento. Me eligió una compañera cariñosa este remanso para mi reposo y mi libación tranquila del paisaje.

   Sepan los que me hacen este don, que lo comprendo y lo agradezco, y que lo mereceré sólo por la ternura con que lo recibo.

   Dieta o sueldo de los Congresales.

   Me dice un político porfirista, es decir, conservador:

   -Rebajando sus dietas a los congresales, la lucha política sería en México mucho menos enconada, porque entrañaría menos intereses.

   Cuando yo le digo que en Chile estos cargos son sin honorarios, lanza una exclamación de asombro y dice:

   -Ah, no, yo no voy tan lejos.  No vivimos en tiempos apostólicos y si se aceptan gratuidades de esa índole, hay que aceptar o disimular, muchas gestiones de comisionistas...

   Ganan en México los congresales mil pesos (cuatro mil nuestros) mensuales.

   La ciudad futura.

   Los hombres hemos mirado con exceso este mundo como campo de explotación. Fuimos puestos en la Naturaleza no sólo para aprovecharla, sino para contemplarla y velar por ella con amor. Somos la conciencia en medio de la Tierra, y esa conciencia pide la conservación matizada con el aprovechamiento, la ternura mezclada con el servicio.

   Yo deseo que la ciudad futura no sea solamente el conjunto de los palacios levantados para el comercio, la masa de las fábricas, el agrupamiento necesario de las oficinas públicas.  Las casas de los hombres, que queden lejos de esa mancha de humo y de ese vértigo de agio.  Así, el rico y el obrero tendrán, al   caer la tarde, sobre sus espíritus, la misericordia del descanso verdadero y el ofrecimiento suave del paisaje.  Así, ellos poseerán los dos hemisferios de la vida que hacen al hombre completo: la diaria acción y el recogimiento.

   Pero sobre todo, y deseo que desaparezca el tipo de nuestras ciudades por una cosa: por la infancia, que se desarrolla monstruosamente en las poblaciones fabriles. El niño debe crecer en el campo; su imaginación se anula o se hace morbosa si no tiene, como primer alimento, la tierra verde, el horizonte límpido, la perspectiva de montañas. El niño criado   en el campo entra en la ciudad con un capital de salud, lleva todas sus facultades vivas y ricas, y posee dos virtudes profundas, que son las del campesino en todo el mundo: la fuerza y la serenidad, que emanan de la tierra y del mar.

   Yo soy uno de los inadaptados de la urbe, uno de los que han transigido sólo parcialmente con la tiranía de su tiempo. Mi trabajo está siempre en las ciudades; pero la tarde me lleva a mi casa rural. Llevo a mi escuela al otro día un pensamiento y una emoción llenos de la frescura y la espontaneidad del   campo. Se me disminuye o se me envenena la vida del espíritu cuando quebranto el pacto.

   En México, la escritura de Gabriela evolucionó enormemente, tanto como en Chile, porque sentía también las inquietudes vitales del pueblo, en que siempre vivió y ejerció magisterio de espíritu y forma, proyectándose, desde México, su influencia magistral. Su excepcional capacidad para escribir la traía desde siempre, pero, digamos, en este país, ella se hizo símbolo del Poder mágico.

   Con los Maestros Misioneros salió a sembrar la tierra y su semilla fue fructificada. A esto debió referirse el poeta Hjalmar Gullberg en el momento de presentar a Gabriela Mistral su Premio Nobel, en 1945, cuando dice que en sus libros se siente "the cosmic calm"; ese Orden natural que rescata ella en sus escritos.  Por eso mismo, en su vida, la enseñanza fue de primera importancia y la literatura de segunda. Al menos en el nivel de su vida inmediata entre quienes la conocieron, hay coincidencia en afirmar que en su intención, fue su trabajo de maestra y no las letras su hálito vital, que da a su obra, quizás, esa naturaleza especial, que, a partir de su relación con México, es cada vez más notoria. Una de sus amigas de entonces, otra gran escritora como fue la  norteamericana Katherine Anne Porter, la soberbia autora de “La nave del mal”, tan poco conocida en su país, en 1926 se refiere a Gabriela como a la "poeta mística de América Latina".  K. A. Porter nos dejó un bello retrato de cómo vio a la poeta en sus primeros años en México, en tiempos de largas tertulias amables, en que Gabriela siempre disputaba con Diego Rivera, por quien sentía especial estimación.

   Dice Katherine Anne Porter:

   "La constante y compleja religiosidad de Gabriela, al mismo tiempo que enojaba a Rivera, desde dentro, le dio fuerza para crear su propia y magnífica obra muralista, que llevó a Diego a pintar la frase "Dios no existe", y que le valió una severa reprimenda de Gabriela; pero siempre terminábamos riendo. Ella tenía muy buen humor y celebraba el menor gesto cómico. Fue muy amiga también de Frida Kahlo, que tenía gran sentido del humor y siempre impuso su talento, que Gabriela no dejaba de elogiar. Su contacto con la obra de los grandes muralistas mexicanos (fue también amiga de Siqueiros, Orozco y Montenegro) estimuló su propia sensibilidad plástica y social. Porque, si bien, escribir era para ella una forma de desahogarse de su agobiante trabajo pedagógico, fue también una herramienta eficaz que la ayudaba a trascender el  dolor personal  que  le  causaba  ver toda  la desprotección en que viven especialmente los niños, que era su mayor preocupación, transformando cada uno de sus actos en puro amor universal.  La literatura llegó a ser una manera suya de animar a los demás, de defender las causas justas, de cantar a la mujer nuestra de cada día; fue también el suyo un canto épico a la tierra de América.  Para Gabriela encerrada en la luz del día duro, y frío, el dolor engendra una luz de esperanza, una nueva vitalidad; no es la suya más que una vía de elevación espiritual como principio del Maestro Misionero, por eso se elevó y levantaba a los demás.  Porque el suyo era un ejercicio místico, un camino a la perfección ética”.

   La Mistral siempre fue una mujer humilde en la expresión de su trabajo, quizás si nunca estuvo feliz con un texto terminado (de aquí que entre sus manuscritos que se conservan hay varias versiones de sus escritos, que trabajaba una y otra vez). Luego de ver una edición tardía de su primer libro editado en México, “Lecturas para Mujeres", diría: "Aunque siempre lo hice mal yo canté con alma y cuerpo".  En su famoso Decálogo del artista, escribe: "No hay arte ateo, el arte es ejercicio divino".  Pero entiéndase que ella no lo decía a la manera de los románticos, del arte entendido como una religión, no, ella entendía el arte como hermano de la artesanía.

   En su Grandeza de los Oficios escribirá:

   "Hay entre las artes más complejas y más humildes una correlación mística; así quedan por ella unidos, aunque no lo reconozcan, el artesano encorvado sobre su laca y el hombre que trabaja con la santidad de la palabra". Gabriela extiende lo sagrado a toda forma de trabajo humano: "Tal vez, mis amigos, la única cosa importante en este mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester". Más adelante agrega que, "solamente Dios es asunto más trascendente para el hombre que su oficio". Y llega a hablar de la profesión como de "un pacto firmado con Dios", "que obliga terriblemente a nuestra alma".

   Escrito en Puebla de los Ángeles, en Una Puerta Colonial, compara las manos del oscuro artesano con las de un sacerdote:

   "En la Catedral de Puebla, una de las más nobles de América, yo me he detenido largamente delante de una puerta lateral inmensa, y que está labrada en esa madera de alerce, eterna como el mármol.

   La madera será siempre materia más humanizada que las piedras valiosas de construcción. El mármol labrado por mano de hombre es como si no retuviera nada de ella, como si se libertara soberbia, de su modelador. Y es que el mármol es el material divino por excelencia y no quiere guardar la huella miserable, la presión de las yemas y de las palmas humanas que estuvieron sobre él. El roble, el pino, el cedro, la encina, son materiales del hogar, cosa íntima y dulce; ellos recuerdan la silla, la mesa, el lecho; no fueron creados para existir al aire libre, como los mármoles, los ónices, los alabastros, sino para exhalarse en la casa de los hombres, en la penumbra tibia y sufriente del hogar. He quedado mucho tiempo delante de esta puerta de Iglesia. Tendrá ocho o diez metros de alto y cinco de ancho: la hicieron para que dejara pasar anchamente las multitudes. Tiene una barnizadura sombría, que fraterniza con las piedras tristes, con las piedras austeras y anchas de la Catedral toda, con las naves heladas, con las figuras dolorosas de los altares.

   Fue tallada totalmente, de extremo a extremo, y la hizo el artífice con una suavidad y una delicadeza que hace olvidar el leño y pensar en los materiales más dóciles: las plastilinas, los encajes. Cien, mil, figuras enlazadas: motivos florales y humanos, hojas que se enlazan, semblantes seráficos, ni rígidos, ni blandamente graciosos, porque la rigidez no es cosa del misticismo católico y la gracia es siempre sensual.

   Mirando esta obra inmensa hecha para los siglos, como todo lo que hacían las generaciones anteriores a nosotros, pienso en el tiempo que fue necesario para entregarla. Quiero imaginar a un solo obrero, porque el trabajo individual ennoblece más la obra que el de un grupo, el de una muchedumbre. ¡Qué lentamente iría avanzando ese obrero nobilísimo! Tal vez comenzó la puerta en un día de esta primavera mexicana, luminosa hasta el resplandor; tal vez la madera que le entregaron tenía la fragancia vegetal de que está traspasado el trópico. Fue pasando la primavera, vino el otoño y la dulzura de éste solía poner languidez en la mano del artífice; llegó el invierno, y la obra continuaba, y la mano seguía sobre la obra como soldada por esa forma intensa de amor que es la faena artística, en la cual el hombre se abraza a la materia por una especie de entrega mística, o como el esposo a la esposa.

   No debe haber sido muy joven el artista, porque el joven trabaja con cierta violencia, con cierto ardor que no es propicio a las obras exquisitamente largas. Prefiero imaginarlo un hombre maduro, ya apaciguado en muchas labores análogas. Tenía esa mano un poco blanda, pero no laxa, que está como traspasada de la belleza que ha ido creando a través de la vida y que es toda espíritu de haberse pasado sobre las obras maestras. Estas manos de artista envejecidas son hermanas, por su color amarillento, y su delgadez, de las manos del viejo sacerdote, que han sentido cuarenta años el roce del cáliz y la patena. Voy creando el semblante de ojos ardorosos; voy haciendo el cuerpo encorvado que trabajaba la puerta colonial. El, como todos los constructores del mundo, pasó como una sombra frente a su propia obra, que tiene también de mística su anónimo. El nombre del artista no se halla ni insinuado en un hueco; es menos glorioso que la hoja de acanto o de oliva, glorificada en la talladura

   Durante cien años pasaron bajo esa puerta de Catedral, los duros conquistadores. Ella se abría dulcemente para dejarlos penetrar el templo, donde rezaban aquel encendido Padre Nuestro de los guerreros, más lleno de voluntad que de emoción, más quemante de ímpetu que de rendimiento religioso.

   Años después, la puerta colonial vio pasar a los hombres y a las mujeres de la Colonia, de alma ya domada, de pasos velados, hasta ser imperceptibles, y cuya plegaria había cobrado un poco de esa monotonía que se vuelve la costumbre religiosa, la misa diaria. Y ve pasar ahora a las nuevas gentes, violentas de otra manera, con ese apresuramiento de nuestros días, febriles de afanes numerosos, que nos ha creado la avidez material. Y verá pasar todavía a las que vengan    después de nosotros, que ojalá tengan al cruzarla otra forma de religiosidad ardiente, en cuyos ojos ojalá se haya mudado la brasa de nuestra codicia, quemadura de ojo de milano, por el ardor delicado de una nueva fe acendrada y dulce.

   Palpo con unción esta puerta bajo la cual cruzaron los millares de muertos de una raza enorme, que es la mía, ennoblecida por el dolor que venían a apaciguar en las naves silenciosas. Y beso en una de las flores, labradas, al artífice desaparecido, al hombre que dejó tras de sí algo que yo no he de dejar: la obra perdurable, sobre la cual cien años son apenas una veladura del esmalte..."

   Este texto, Una puerta colonial, lo escribió en 1923, cuando, de plano, vivía Gabriela entre pueblo y pueblo mexicano, iba y venía a veces entre aguaceros y soles intranquilos, pero envuelta en la práctica esa suya de nombrar las cosas y contarlas; habla del maguey, de las jícaras, de la Palma real, de las grutas subterráneas misteriosas de Cacahuamilpa, pero, más que nadie, habla del indio. Canta a la grandeza del obrero indígena, viviendo ella misma la vida rural ("Vengo de campesinos y soy uno de ellos").  Es famosa la anécdota que narra que al llegar a México, de inmediato se pone a las órdenes de Vasconcelos, quien la lleva a saludar al entonces Presidente Álvaro Obregón a su hogar, que era el Palacio de Chapultepec, como se usaba antes de Los Pinos.  En el inicio de la conversación, el Presidente le pregunta:

   "-Y dígame, Gabriela, ¿dónde le han instalado su escritorio?

   -Discúlpeme don Álvaro -respondió-, pero, ¿para qué quiero un escritorio yo, que trabajo en el campo?"

   Y "don Álvaro" se hizo su amigo, proporcionando a los Maestros Misioneros todo el apoyo económico que requirió la campaña de alfabetización más extensa emprendida en América.

   Políticamente, Gabriela narra la situación en "La educación en México", y "El Presidente Obregón".  De 1924 data "La rebelión contra el gobierno" y "La Rebelión en México".

   A bordo del vapor "Patric", que la lleva de México a Cuba, escribe En la otra orilla:

   "Llegamos a orillas del río Bravo o Grande del Norte; no es bravo ni es grande; como acaban en él las tierras áridas, el doloroso desierto del Norte, algún viajero debió, al llegar a sus orillas exagerar, por alegría, el don de su frescura. En otra parte del curso, debe hacer belicosidades de espuma y tener bravuras blancas. Aquí, donde lo cruzamos, es un agua triste, como un límite consciente y doloroso; apenas corre, y yo le habría puesto, si hubiese sido el primer viajero, "Río de lágrimas". Desde la otra orilla, la ajena, yo miro con el espíritu, yo recojo en una gran bebedera de recuerdo, el país que he recorrido con los trenes trepidantes o con el paso lento de mi caballo de sierra, México, el territorio trágico y suave a la vez, donde un pueblo parecido al nipón vive en cada día la cordialidad y la muerte. Y esta mirada mía, recogedora de cuarenta panoramas, me lleva al corazón una oleada de sangre calurosa.

   Gracias a México, por el regalo que me hizo de su niñez blanca;  gracias a las aldeas indias donde viví segura y contenta, gracias al hospedaje, no mercenario, de las austeras casas coloniales, donde fui recibida como hija; gracias a la   luz de la meseta, que me dio salud y dicha; a las huertas de Michoacán y de Oaxaca, por sus frutos cuya dulzura va todavía en mi garganta; gracias al paisaje, línea por línea, y al cielo, que como en un cuento oriental,  pudiera llamarse  "siete suavidades".

   Pero gracias, sobre todo, por estas cosas profundas: viví con mi norma y mi verdad en esa tierra y no se me impuso otra norma; enseñando tuve siempre el señorío de mí misma; dije con gozo mi coincidencia con el ambiente, muchas veces, pero dije otras mi diversidad.  No se me impuso forma de trabajo:  tuve la gracia de elegirlo; cuidaron de no darme fatiga, tal vez  porque me vieron interiormente rendida; nada de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también.

   Amé aquí lo que he amado siempre: los niños, las obras del pasado y los relieves -como de islas de coral, que suben- del porvenir; y vi más dichosos a los campesinos que son mi verdadera familia en cualquier tierra, y mis ojos gozaron de mirar igualdad entre los hombres (la relativa igualdad que es posible hacer desde afuera con manos de carne).

   Sufrí lo que se sufre en país extraño o propio, por los recelosos de cualquier bien ajeno. Y me es dulzura profunda decir el bien y darle el contorno durable en el recuerdo, y pensar, con una balanza sensibilísima, como las que tratan materias diamantinas, los sutiles afectos, las delicadas ofrendas. Dios libre a México de nueva angustia. Se ha derramado sangre suficiente para pagar todas las justicias que tienen precio de sangre; Dios le dé la concordia larga y segura que sigue, que nunca antecede verdaderamente a aquéllas.

   El tren me arrebata el paisaje en grandes planos que bebe el horizonte, y yo sigo por el territorio extranjero, puro desolación, con los ojos velados, para aceptar lo más tarde posible, la mudanza irremediable..."

   Cuando Álvaro Obregón muere trágicamente antes de tomar posesión del Gobierno, luego de ser relegido en 1928, Gabriela estaba en Roma, a cargo del Instituto Cinematográfico Educativo, encomendada por la Liga de las Naciones, hoy Naciones Unidas, y ya los Maestros Misioneros, su labor ideal, había sido extendida por ella en las islas del Caribe y Centroamérica; quedando, en  México, como un símbolo, la figura señera del  reformador Vasconcelos, quien junto a su labor de fundar la Secretaría de Educación Pública, estaba dedicado  a crear  su propia obra literaria: “Ética”, “La raza cósmica”, “La sonata mágica”... la filosofía de los Maestros de México.

   José Vasconcelos y Gabriela Mistral fueron almas afines. Los más desprotegidos en la obra de ambos es más que un tema; es una preocupación fundamental. Para Gabriela, el indio es su territorio espiritual, la patria que debe mirarse como "nuestro primer cuerpo”. En uno de sus Recados, anota: "D.H. Lawrence escribe con disgusto del ritmo reiterado del tambor azteca, y a un hombre irlandés hay que dejarle en esta ocasión el derecho de no entender... Nosotros entramos fácilmente en la magia atrapadora, en la delicia dulce de esta monotonía, que mece la entraña de carne y mece también el cogollo del alma".

   El trabajo de los Maestros nacido en México está destinado a levantar a los hombres considerados "plebeyos" de los oficios, lo que les confiere un estricto sentido de relación social.  La Mistral dice que "el obrero no puede ser una máquina desgraciada, que en sus horas laborales abandona su propia alma, y con ella la gracia de Dios". Y afirma que "la industria moderna, en un principio mirada como aplastadora de las artes, se las va incorporando, y a la vez se redime con ellas de la fealdad del maquinismo. La máquina debe ser la criada de la imaginación, como quien dice, los pies humildes y ágiles de la inteligencia artesana". De allí el interés profético de los Maestros por elevar a los que no saben, postura de la que nació el interés de Gabriela y su obra monumental para acabar con el flagelo del analfabetismo en el continente. Lo que le sería facilitado de practicar en México por el célebre Ministro de Educación Pública en los inicios de la Revolución mexicana; de José Vasconcelos, ella escribió lo suficiente como para conformar un libro por sí mismo, además de su epistolario que permanece inédito. Lo nombra a Vasconcelos Hombre-Sarmiento de América:

   "Decir el Hombre-Sarmiento en América es casi dar una fórmula que equivaldría a lo siguiente: autodidactismo, fuerza fogosa de creación y capacidad de ordenación en frío; odio de la barbarie y combate cerrado con ella, y, ganado el combate, la despedida de la violencia y una cordialidad ciudadana para edificar lo nuevo con todas las voluntades".

   "Al aparecer Vasconcelos, el mexicano, nos hemos acordado de Sarmiento; al acercarnos a ver bien el "documento", el   parecido se acentuaba más, y hemos acabado por dar los papeles del derrotero como recuperados y el tesoro como vecino de las   manos".

   "El nace en Oaxaca, lo mismo que Benito Juárez y que Porfirio Díaz. Curioso destino de ciudad haber dado al país sus hombres fundamentales, los tres creadores y destructores a su manera; añadir al triángulo oaxaqueño un breve complemento, y se tiene   la historia moderna de México.

   Juárez es el hueso de la nacionalidad, seco y duro para salir bien -como salió- del peor trance; Díaz es el orden autoritario, con mucha mira de la conservación del cuerpo nacional, y como si dijéramos la carne de éste; Vasconcelos es la democracia inspirada y moderna, un poco mesiánica y un poco de año 2000, y los mozos lo ven parecido a la lengua de fuego de la Pentecostés, sobre el bulto del país.

   La ciudad de Oaxaca fue fundada en un valle del que todos tendríamos justa noticia si la América se conociese lo mejor de ella misma, lo único indudable de ella, que es su geografía maravillosa.

   Valle más perfecto no puede darse: una lonja bastante generosa, si bien menos largo que el valle del Magdalena, de más clemencia en el clima que éste, y con una regularidad, una facilidad del relieve, un desahogo, que equivalen en la geografía, a lo que en la literatura se llama una página clásica. Tierra cálida, sin ser, todavía, el bochorno   tropical; capacidad de la caña, del algodón y de la piña, en  algunos  trechos; en otros, esa semi aridez donde el suelo muestra todavía hueso, antes de perderlo en la tierra caliente donde se pisa una cosa blanda como entraña que llega a no parecer suelo. La luz, a causa de la sequedad del aire, es de un absoluto teológico; el indio primero, y el español después, supieron muy bien en qué regodeo de luz ponían masas de templos, y sembraron de ellos la meseta, como si esa luz fuese una incitación fuerte, igual que la fe religiosa, para construir, y como si entendieran mejor que nadie aquello del Génesis: "la luz primero, y en seguida el acomodamiento de las formas, para probar esa luz".

   "A veces, andando por la meseta de México, que Alfonso Reyes ha dicho definitivamente y esa luz que Martín Luis Guzmán alaba como a una mujer, la tierra me ha parecido una mesa de cristal en que las cosas estaban por lujo puro, sin intención alguna de medro o de logro, temblorosas de agradecimiento, lo mismo el cactus estirado que la cúpula de la iglesia, sin grano de polvo encima, tan visibles que cuando se baja de ahí parece que los ojos se nos trocaron y que en cualquiera otra parte se ve menos; el mundo es menos visibilidad abajo, menos presa del ojo, él se reduce; él pasa a obedecer a las leyes de la distancia que allí arriba, en aquel reino estaban anuladas.

   Cantan las cigarras en los trechos áridos tan fuertemente que "casi no son ellas"; en el contorno de Mitla, sentada yo en una piedra y creyéndome muy atenta al momento, por aquel duelo de cuchillos que ellas hacen, yo no oía venir la pareja o el   grupo de indios que camina como si en sus cuatro mil años no les hubieran enseñado sino el sigilo para andar, o se les hubiera prohibido también el paso de la planta entera. De pronto, un indio, a un metro, y no se le había oído, mientras la cigarra que está a cien metros nos hostiga a su gusto.

   Los reyes de España regalaron nominalmente a Cortés esta preciosa tajada de su conquista. Caído en desgracia, el gran pobre siguió llevando el título de Marqués de Oaxaca, seguramente con la dicha de quien sabe lo que lleva, porque él caminó aquella tierra sin precio; pero el marquesado le resultó tan ilusorio como uno de los reinos que se atribuyen los niños en el juego.

   La raza de los zapotecas ha dejado en el valle de Oaxaca ruinas de un valor extraordinario, menos famosas que las de Teotihuacán, vecinas a la ciudad de México, y las de Uxmal en Yucatán, que han recibido más fácilmente las excursiones de los norteamericanos.  Oaxaca está metida en la entraña del país; todavía no se le da aquella salida recta al Pacífico que hará, con su prosperidad económica, su divulgación de núcleo arquitectónico. (El ser la tierra de don Porfirio Díaz, presidente de treinta años, no le sirvió de gran cosa, como no le sirvió el serlo antes de Juárez, el Benemérito).

   El palacio principal de Mitla, la parte de él cuya vista se ahorraron los españoles soterrándolo, y que así nos quedó guardado para nosotros, nos cuenta una religión y una cultura sin relación con las otras de México. Nada de monstruos agazapados en las bases o parando en seco al intruso espantado en los pilares; nada de esa odiosa imaginación china que se complace en reptiles y en cuadrúpedos de pesadilla, salidos de una doble creación maniquea; y, en vez de esto, una decoración estrictamente geométrica de cuadrados y rombos de una castidad pitagórica; labor tan segura en la piedra trabajada decímetro a decímetro, que apenas si se ha desmoronado en algún detalle. Y a pesar de esta severidad geométrica y de este voluntario anti antropomorfismo, una gracia que viene del trabajo, minucioso (casi femenino, si el material no fuera tan viril), una gracia más difícil que la árabe, que se expresó en línea curva, y tan rica de combinaciones como ella, dentro del reino seco de la línea recta.

   La educación secundaria y la superior siempre fueron buenas en México. La Colonia, que descuidó tanto la instrucción de las capitanías generales pobres, como la de Chile, sirvió en este aspecto los virreinatos de México y el Perú todo lo bien que las pedagogías del tiempo lo permitieron, y dio unas humanidades honorables, y cuando menos decorosas, siguiendo el mismo criterio aristocrático de la Península en la cultura: buena Universidad o nula escuela primaria. La educación colonial atendió al blanco por deseo de consolarlo de su lejanía de España, y ofreció también facilidades al mestizo entendiendo su utilidad como vínculo de dos sangres. Ella abandonó al indio por completo a su suerte en las sierras, excepto cuando el régimen tenía a su mano grupos misioneros a   quienes entregarlos en suave tutoría. El educador laico hace presencia útil y hasta excelente en los colegios secundarios, pero en la escuela primaria el laico no dejó cosa que se le pueda estimar.  Donde el misionero no pudo entrar, ya sea porque el soldado lo mirase como el anti conquistador y lo aventara de su empresa, según lo contó Las Casas, ya sea por escasez de misioneros, donde eso ocurría, el indio se quedaba en una espantosa soledad moral, en un abandono sin nombre.

   El que la aldea contase siempre con su iglesia y su cura, no significa gran cosa: del Clero regular al misionero español corren, como quien dice, unos veinte grados geográficos de evangelización; cien curas españoles molidos no dan el cuerpo de un Motolinia o de un Pedro de Gante".

   "Alfonso Reyes recuerda que ya en aquellos años, él veía al estudiante José Vasconcelos trabajar en un proyecto de ensambladura de nuestros pueblos. La pasión hispanoamericana del mexicano viene de lejos. Dicen que su prédica es más vehemente y menos desinteresada que la de Ugarte, porque es hombre de país amagado. La explicación no dice nada: mucha gente de países amagados no muestra interés grande ni pequeño por su salvación.

   Vasconcelos recibe su titulo de abogado, que no le servirá para gran cosa, pues él desdeña esta profesión pudridora de conciencias buenas y malas.

   Viene la campaña de Madero.

   Naturalmente, Vasconcelos está con Madero y casi se le sale al encuentro desde la cárcel, porque ha tenido varias prisiones por causa política; él lo acompaña en cuanto a liberador de una dictadura, en cuanto a provocador de una república de veras y en buena parte, en cuanto a hombre religioso. Vasconcelos piensa que se trata de coger el manubrio de la política para hacer carrera de bien.  Dos vínculos le soldaron con Madero: el de que ambos miraban la política con facciones morales y el de que ambos eran semi budistas. La teosofía es para nosotros una especie de silabario sentimental del   budismo, un gramito de indostanismo bien batido por la señora Besant. Vasconcelos se reirá más tarde con risa grande de los "críos" de la señora Besant; pero el propio budismo suyo tuvo un arranque de esa falda profética. Madero, como el Vasconcelos de esos años, andaba en la aventura teológica, y es muy probable que el budismo le haya dado su estupenda debilidad, que sería repugnancia a la violencia..."

   Habiendo ya recibido el Premio Nobel, y viviendo en París, la Mistral escribe sobre "Indología" del reformador:

   "Vasconcelos ha vivido dos años en Europa, evitando, con más pertinacia que Ulises, la sirena europea, especialmente la sirena de París, que parece ser la más inclinada a malograr a los Ulises americanos; verdaderamente, él ha metido cera dura a sus oídos, aunque no ha cerrado sus ojos observadores, porque mirar el espectáculo del mundo es su más noble placer.  Pero ha mirado para América y por América, y de este modo en Grecia ha visto un teatro que hará algún día en su país; en Austria anduvo recorriendo instituciones sociales que pueden trasplantarse; en Egipto hacía, momento a momento, la confrontación de este Oriente con el suyo de Mitla y Yucatán. Los hispanoamericanos que van por los bulevares con una complacencia de delfines en alta mar, y que se inventan encarnaciones anteriores irrefutables, para declararse hijos legítimos y no dudosos de Montparnasse, lo han mirado con estupor.  Un extraño hombre que no siente la Plaza de la Concordia como la abuela de su aristocracia mental y que toma a París solamente como centro de las vías férreas, para echarse hacia Turquía, Bélgica o Italia.

   Cuando he ido a verlo, lo he encontrado en una de las avenidas más quietas de Neuilly trabajando delante de su mesa que cubre un sarape de Saltillo, de aquellos que son el trópico cuajado, y sentado sobre otro sarape, rodeado de libros de América... conversamos de la desgracia de Nicaragua...

   Aunque se guste poco o nada de los nacionalismos de la hora, como aquí se trata del "nacionalismo continental", es decir, de un agudo sentido de la raza únicamente, el caso de este viajero que rehúsa darse hasta la más ilustre tentación, que es Europa, conmueve e inspira respeto. Sabe bien que no tenemos sino un alma, de corto préstamo para este mundo, al revés de los que pensando que tienen tres o siete, andan metidos en otras tantas empresas al mismo tiempo y trabajan flojamente, como si hubiesen firmado un pacto muy seguro con el tiempo. Ya él ha dado alguna vez la explicación de su apresuramiento, cuando le han sido enrostrados. Caído en un continente con deuda de obra, con letras vencidas vergonzosamente respecto de la cultura contemporánea, cada uno debería vivir así, trabajando sin levantar las manos sino para comer rápidamente y dormir un poco, porque para buen descanso está la otra vida, puesto que se cree en ella y aún allá no descansarán sino los que salen de aquí verdaderamente fatigados.

   La "Raza Cósmica" se publicó hace unos diez meses; ahora acaba de salir de las prensas de una buena editorial de París su "Indología", todo esto escrito entre el montón de sus artículos admirables para "El Universal" y entre un viaje y  otro, como quien dice en la pausa de dos trenes. Hombre pobre, vive de sus sesos, pero sin alquilarlos a nadie, sin   ponerlos en otra cosa que al servicio de su pasión de América. En estos mismos días parte para la Universidad de Chicago para una serie de conferencias, de lo cual saldrá otro libro como "Indología".

   Yo no sé si cuando se ha comparado a Vasconcelos con Sarmiento -paralelo sin exageración, con ceñida justeza-, se ha aludido también a la similitud de ambos en cuanto a escritores.

   El "Facundo" tiene la prosa coloreada, expresiva y desordenada de "Indología"; desordenada como cualquier espectáculo natural, sea un poniente o una caída de agua exenta de ingeniarías.  Prosa destinada a convencer, en ambos, sin otro fin que el de clavar doctrina; ha vuelto la espalda al estilismo que la haría sospechosa de literatura. Al estilismo, pero no a la belleza que se logra aquí involuntariamente, a pura naturalidad, a pura agilidad y a puros relámpagos de Gracia. Sin contar con el dinamismo espléndido. Yo no sé de escritor americano de esta hora tan eléctrico como Vasconcelos, que saca chispas con la frase -yo lo he visto- hasta de las almas más sordas. Un poco viene este hálito caliente que tiene la prosa vasconceliana, de su lirismo, que trepa por el período como la marejada por la duna. Si el verso no tuviese ya su fea reputación de vaso para contener la mentira y si el preciosismo no lo hubiese invadido, Vasconcelos sería hoy un lírico. Como Whitman, con quien tiene también curiosas analogías, habría hecho a la vez el poema trascendente y utilitario.

   Yo no tengo capacidad para decir si éste es o no uno de los mejores libros de Vasconcelos, pero puedo asegurar que me parece el más útil. Andaba por ahí el hispanoamericano lleno de confusión, sugiriendo grandes cosas sin definirlas; andaba también más en sentimental que en polémico, y lo que necesita precisamente es cuajar en fórmulas, ojalá químicas, que se tatúen, y contestar con unas razones agudas como lanzas, los reparos que se le hacen como credo hábil para 19 países. Aquí está la "Indología" con todo un capítulo en polémica: el estudio sobre el mestizaje. Vasconcelos ha aprendido en sus viajes que la causa primera del  desdén  europeo hacia nosotros no viene de nuestro analfabetismo -que mucho de ello queda todavía en Europa-, ni siquiera de nuestro desorden político -que también cojea de esta pierna Europa-, sino que viene de nuestro color. El indo español permanece para el francés o el alemán, como zona intermedia entre el Asia y el África; después del Japón, después del Egipto y anterior solamente a Mozambique... No nos resta, para conseguir la estimación de la América, sino hacer la defensa del mestizaje o rasparnos la tostadura del rostro... Hay que comprobar que el griego, la ilustre carne en que se hizo Aristóteles, llevaba una piel bastante obscura, y recordarles, con alguna malicia, que la Provenza y el Sur de Italia están llenos de "prietos" ágiles, de cabello como  nuestros mulatos y  de gesto abundante. Ventura García Calderón me decía, hablando de Rubens: "-Lo mejor para nosotros es que este hombre no era blanco. Vea usted qué testimonio para el mestizaje".

   Vasconcelos ha hecho en grande la defensa del mestizo americano. Han hablado dentro de él un cristiano emplazado por el bautismo para no aceptar que un hombre  puede  ser  radicalmente  inferior; después,  el profesor   que  se   siente   apoyado  en  su  alegato  por  algunos hombres de ciencia de última  hora que miran sin repugnancia el tipo mixto y, por fin, el  economista que acepta un hecho, una cifra irremediable: somos   mestizaje y con este material o con ninguno hay que trabajar y    salvarse.

   "Indología" se abre con un capitulo espléndido sobre la geografía del Continente. Sabe describir la tierra Vasconcelos, porque la ha caminado y lleva unos sentidos cargados de paisajes. Pinta con precisión a una novia (¿no le llamó Carlos Pellicer el novio de la América?) desde el valle dantesco del Colorado hasta la palpitación reposante de pastos en la Patagonia. Fija la riqueza del Continente como un Aladino engolosinado de su maravilla, que dibujara el árbol de piedras preciosas; sólo que aquí la fábula es verdad: todo eso, el salto permanente de petróleo de la Huasteca, la misma   boliviana y los ganados que hacen horizonte en la pampa.

   Lo único que no se discute de la América es su riqueza; hasta el pobre diablo sudamericano, cuando en Francia cuenta su salitre o su caucho, ve de pronto ponerse grave a su camarada de mesa. Sólo que si el contador de fábula saca una estadística y completa su información con el 10 por ciento del inglés o del yanqui, que forman el cuadro absurdo de la verdad económica de la América, la sonrisa del francés se derramará  finamente en su cara. "-A esto, piensa, nosotros lo llamamos colonias, no naciones".

   En "Educación americana", Vasconcelos empieza hablando de Quetzalcóatl.  Está muy bien. ¡Qué olvidado se queda siempre detrás de los Moctezuma y los Atahualpa, de vestidos espejeantes, el relato del civilizador misterioso! Llegó más callado que Lohengrin, por el mar, como venido directamente de lo divino; enseñó oficios, dio oficios netos en vez de doctrinas obscuras a las gentes que no eran de su color, y cuando ya supieron labrar sus platas con desembarazo y tejer su algodón, se fue por el mismo mar, "muy cansado y muy triste", dice la sobria leyenda.

   Sigue a su elogio el de los misioneros españoles. ¡En buena hora! Están ellos menos relegados que Quetzalcóatl de la memoria de los suyos, pero nunca se les ha glorificado dignamente; los ateos han temido exaltar en ellos al catolicismo y los católicos, con una torpeza vergonzosa, no han sabido ni sacar de ellos su norma social para nuestro tiempo, volver sus nombres una atmósfera que salve nuestros países con el oxígeno absoluto de su generosidad divina.

   Este Vasconcelos de las justicias espléndidas, sin tasa de miedo les ha dedicado en su libro ocho páginas tremolantes de fervor. El los entiende porque los lleva adentro.  Después de la semblanza casi sobrenatural que dejó Martí sobre el Padre Las Casas, ésta es la página más noble que conocemos sobre los misioneros, y me place agudamente que Vasconcelos haya insistido mucho en don Vasco de Quiroga, para mí mayor que el mismo Las Casas.

   Porque si Fray Bartolomé tuvo algo de locura en su caridad, no sé qué de "santa insensatez", Quiroga conservaba, bajo el corazón ardiendo, los pulsos tranquilos, mientras enseñaba a pulir los violines y a exprimir los zumos tintóreos para las lacas...

   Vasconcelos cuenta en "Indología" su trabajo educacional con una minuciosidad que le agradecemos.

   Esa jornada civil magnífica, narrada con tanta sencillez como una cosa doméstica, pasará a la historia de la pobre América llena de aventura fea, así, entera, y como una ráfaga de aire limpio. Habrá que imprimirla para hacer su envío directo, como un llamado a la diligencia en el servicio público, a algunos Ministros de Educación sudamericanos. Y si el Ministro resultase ser pedagogo, habría que poner, con lápiz azul o  rojo, al pie:  "Esta obra técnica, de primera fila entre empresas técnicas, ha  salido de manos de un hombre no especialista, pedagogo sin Escuela Normal, que supo todo esto sólo con poseer sensatez, capacidad de creación y un patriotismo dinámico de manos vivas".

   Se publica "Indología" en un momento psicológico que parecería buscado, si no fuese que en la malicia, cuando la pérdida de Nicaragua para la raza española lleva trazas de ser un hecho consumado. Que ella haga lo que el "Ariel" en hora oportunísima: dejar caer su consejo de fuego: "O nos purificamos o nos perdemos: o nos juntamos codo con codo de Norte a Sur, o pasamos a ser la chacota del mundo llevando este rubro en la cabeza: Una raza se alquila".

   Gabriela Mistral, ya en la etapa final de su vida, en una conferencia llamada Imagen y Palabra en la Educación, que ella brindó en Nueva York en el Congreso del Bicentenario de la Universidad de Columbia, en 1957, recordaba así su misión en México:

   "Hace muchos años tuve ocasión de celebrar y ver esa bonita experiencia llamada Escuelas Al Aire Libre. Funcionaban por gracia de familias ricas en patios y huertas de las haciendas, con subida asistencia de alumnos. Era cosa ejemplar, el llamado constante de las radios urbanas convocando desde las grandes casas patronales a asistir a esas Escuelas ambulantes. Ellas eran fáciles de confeccionar. Había una mesita, una radio y un maestro rural de tipo apostólico, que renunciando a su descanso nocturno, doblaba horario, y esto con paga o sin ella. Yo las llamaba Escuelas Sin Horas y Sin Techos. Guardo el recuerdo de esa y de otras invenciones geniales del gran reformador José Vasconcelos, quien alfabetizó con la ayuda de los Maestros Misioneros, del cine y de la radio, a millares de campesinos... Allí tuve yo la alegría de aprender que ha sido una vieja y malhadada superstición aquello de que el indio americano padece de una incapacidad intelectual irredimible.  Más aún, allí gocé de observar el genio que tiene el indio para el dibujo, la pintura y la escultura. Vi sobre todo la sed de leer, de escribir, recitar, danzar y cantar, que posee el pueblo. La alfabetización iba de mes en mes liquidando centenares de analfabetos. Esas Escuelas nocturnas llamadas por su creador Misioneras, parecían realmente un asunto tan civil como religioso: eran también el desagravio a una raza entera, la indígena".

   Como ella, José Vasconcelos era amante de la tradición bíblica. Afirmaba él de Gabriela Mistral:

   "Los profetas hebreos fueron los primeros grandes exploradores de ciencias éticas, ciencias del destino humano. Su doctrina está a mil leguas, por ejemplo, del idealismo platónico. La absurda pretensión socrática de reducir Verdad, Belleza y Bien a unidad de concepto, salta a la vista. El Bien ordena el destino; la Verdad unifica lo vario; la Belleza es disfrute de la existencia. Según esto, se acercaron mucho más a la noción del Bien, Esquilo y Eurípides, que Sócrates o Platón o el propio Aristóteles. Los trágicos griegos reflexionaron en el misterio de la conducta y su relación con el acontecer. Pero no tocó a Grecia ser maestra de los éticos, sino a Judea. Y en parte también a los creadores de la religión de Asia: Buda y Lao-Tsze.

   Propiamente es en la religión donde la ética alcanza su razón de ser y su meta. La religión es la filosofía de la ética. Y si la teología puede ser racionalización de la fe, la ética deriva sus normas del tipo de fe que se acepte. Gabriela Mistral era persona de fe enorme. Nunca olvidó cantar al Bien. El pueblo se dio cuenta de la grandeza de esta mujer excepcional. Conocía sus poemas, y ya se sabe que los pueblos hispanoamericanos se rinden más fácilmente al poeta que a cualquier otro. Anticipándose a la muerte, Gabriela estuvo en la visión de los mexicanos en la firme expresión de la piedra".

   Como José Vasconcelos, entonces ella veía a "los oficios y las profesiones descuidadamente servidas" como la raíz de los males inmediatos del mundo: "Político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras calamidades verdaderas", no deja de repetir.  En 1957, en declaración a Augusto Iglesias, el reformador Vasconcelos narra cómo vio la llegada de la Mistral en su primer viaje a México:

   "Desde la costa, vino en ferrocarril hasta esta capital. A la estación acudió a recibirla una verdadera multitud organizada por la Secretaría de Gobernación. Entre algunos de los que fueron recuerdo a Diego Rivera, a Roberto Montenegro, a Alfonso Reyes, seguidos éstos y los otros intelectuales que formaban el grupo directivo, de toda una legión de poetas, pintores y artistas, seguidos de un sinnúmero de niños y niñas de las escuelas públicas de México. Gabriela fue portada casi en hombros hasta su automóvil, dirigiéndose al hotel que hoy se llama "Génova" -uno de los mejores de aquella época- donde se le tenía, para ella y sus dos ayudantes, alojamiento. Allí pudo descansar del largo viaje... Pero al otro día, temprano, se presentó al Ministerio a pedir instrucciones y comenzó a trabajar. Se ha dicho que Gabriela cobraba un sueldo fabuloso. Esto es mentira. La Secretaría de entonces pagaba sueldos decorosos pero modestos. El salario de ella era el mismo que ganaban pintores de tanto cartel como Rivera. Cuando surgió el problema de la manera cómo deberíamos utilizar la capacidad educadora de Gabriela, ella misma lo resolvió cuando la puse delante de las posibilidades que podía ofrecer la Secretaría de Estado a mi cargo. Se iniciaba entonces la campaña llamada de los Maestros Misioneros, los cuales acudían a los poblados más remotos a enseñar no sólo al analfabeto sino a redimir a sus educandos con el ejemplo, virtud e inteligencia, aplicados éstos a las circunstancias de la vida diaria.  Este fue el empleo escogido por Gabriela. Y desde entonces, pasando temporadas cortas en la capital, dirigía sus actividades por distintos rumbos del país. Una misión muy noble.  Dedicábase, por las tardes, a leerles a la gente el periódico, desde su "púlpito": un banco de la plaza... Esto provocaba polémicas, establecía relaciones y creaba amistades, entre el maestro y la población. De allí venía el pedido de libros, la fundación de una pequeña biblioteca y todo lo que puede hacer una persona bien preparada y bien intencionada, para levantar el nivel moral de la gente.  De esta suerte, cada maestro era una especie de enviado especial del Ministro, dedicado a averiguar las necesidades locales y a resolverlas con las medidas y posibilidades del Gobierno. Y cuando esta tarea está a cargo de personas de categoría -como lo era Gabriela- comprobábanse otras ventajas. Es lo que ocurrió con nuestra amiga. En aquella época empezó a escribir sus impresiones, hoy clásicas en nuestra lengua, sobre el aspecto del indio, su modo de vivir y pensar. El indio mexicano al cual se aficionó tanto, como tema literario, lo midió y describió ella en forma magistral. Mi impresión sobre su obra literaria es la de un bloque gigantesco: algo así como un pedazo de roca de los Andes".

   Otra amistad inmediata que hizo Gabriela en México a partir de la década de 1920, es la escritora Emma Godoy, quien la recordaba así: "Ella protestaría si se la clasificara entre los intelectuales. Gabriela era un genio, pero genio intuitivo. Repetía que el razonamiento es una forma degenerada del saber, un vicio derivado del pecado original. En el Principio -decía-, los espíritus no razonaban, intuían: todo les era dado en una visión. Y ella era "como en el Principio".  Vivía a golpes de luz... El más auténtico de sus poemas fue su vida misma, fue ella.  Intuitiva y apasionada, extática y atribulada. Su espíritu flotaba en la tiniebla primordial del subconsciente, rota aquí y allá a martillazos de gigantes por relámpagos cegadores y astros en ignición, como si asistiera a la noche en que el Altísimo hundió en el caos tenebroso del origen la espada centelleante de su Verbo. No andaba como todo el mundo, pies en tierra... A su contacto se transmutaba eso que llamamos "realidad". Al sumergirse en el ambiente de esta mujer, se penetraba en la esfera mágica. Todo era posible. Todo refulgente e inesperado. Gabriela sola formaba un universo, como lo forma una obra de arte. Quienes caímos en su ámbito nos preguntábamos con alarma si no sería que ya habríamos muerto y estábamos existiendo en la extrañeza del más allá...

   “Gabriela perteneció a la misma categoría ontológica que las tragedias, los huracanes, los crepúsculos o la Esfinge -continúa Emma Godoy-. No se le debía medir con las dimensiones acostumbradas y decir de ella como de cualquier comadre: "Tenía sus defectos y cualidades igual que todo el mundo, o ambas cosas más que nadie porque en todo ardía de pasión; pero prevalecieron incomparables sus virtudes". Nada de eso. Tales valoraciones se encuentran fuera de perspectiva. Lástima, pues, que muchos no acertaran en el ángulo supra natural de Gabriela, porque vale la pena vivir sabiendo que se ha hablado cara a cara con uno de los paradigmas de Platón.  Intentar incluirla en un casillero nos deja pensando si no sería una aberración incluir en alguna escuela filosófica a las sibilas o a los profetas.

   "Gabriela era inmóvil. Una viajera inmóvil. Podía reposar horas y horas sin cambiar de postura, como los yoguis. Iba de ciudad en ciudad sin moverse. No disimulaba cierto desprecio, muy oriental, por las personas atareadas: "¡Marthas!  ¡Marthas!", les decía. La Teosofía la sedujo con sus ocurrencias geniales, con su fantástica concepción de las cosas, no obstante que el catolicismo perseveró arraigado en ella como la convicción más profunda... Gabriela amaba a Platón: "Cuéntamelo", decía. Pero lo que le interesaba oír era el episodio de la metempsicosis y las otras indiscreciones que el filósofo, probablemente iniciado en Egipto, cometía respecto a las ciencias esotéricas. Sobre todo le gustaba escuchar el aire conmovido por las parvadas de ángeles que vuelan en las esferas cósmicas del neoplatonismo. "Ahora cuéntame a Schopenhauer". Era lo mismo; en él buscaba lo suyo: se complacía en las doctrinas orientales que él había incorporado en su pensamiento. Creaba Gabriela un tal ambiente de sobrenaturalidad, que muchos caíamos arrebatados en su vértigo mágico y empezábamos a explicarnos las cosas como ella: no con hipótesis racionales sino con intuiciones fantásticas.

   "Por ejemplo, cuando se sentaba junto al balcón abierto frente al mar de Veracruz a leer algunos de sus escritos dolorosos, descompuesto el rostro, y se alzaban de pronto a mirarnos sus ojos verdes cargados de relámpagos bajo las cejas agudamente arqueadas, y su voz se detenía para dejar que se oyera el estrépito del oleaje, uno intuía su dolor como esencialmente distinto a las penas comunes, y se venía a la mente el recuerdo de aquellos ángeles trágicos que, según afirman los  hindúes, cometieron un inconmensurable pecado contra el absoluto: el de existir... malditos hasta que "apuren toda su copa de sufrimiento", y sólo a trechos -en el sueño, en las "ausencias mentales"- se les permite el alivio de recordar confusamente la Patria perdida: se asoman al misterio del infinito por un instante, de allí son arrancados luego y,  cuando vuelven,  no  logran  siquiera balbucirlo, sólo les queda la nostalgia rabiosa. Gabriela insistía en la memoria de otra Patria.

   "Le entusiasmaban los mitos y afirmaba que ya estaba ella por cumplir el ciclo de sus rencarnaciones y pronto iría a reposar en el seno de Dios... más en cambio no esperaba el Nirvana hindú sino el Paraíso cristiano... Nunca fue panteísta. Siempre tuvo la noción de un Dios separado del universo, creador y señor de todas las cosas.  En su humildad se confundía ella con el cosmos, por eso entendía todo, porque al cosmos no lo identificaba con Dios... Gabriela siempre se conservó fiel a si misma, diferente a todos, sin par. Cumplió el imperativo de Nietzsche: "Llega a ser lo que eres".

   Ella llegó a México a ser lo que era: una obra de arte; ¿cómo extrañarse, pues, de la fascinación inexpresable con que nos atraía?"

   Recuerda la maestra Emma Godoy que, a finales de 1924, decide cortar su estancia para trasladarse a trabajar a Cuba: -Cuando ella habló de partir, se le rogó que permaneciera y se le entregó una hacienda en cuya casona podría vivir apartada del movimiento citadino. Y, como a pesar de todo, se empeñó en partir, se la despidió con las máximas atenciones, cuatro mil niños cantaron sus rondas en el Bosque de Chapultepec. Allí empezó la compulsión de los viajes, aunque nunca dejaría de volver a nosotros en diversas épocas de su vida. Ciertamente, Gabriela en México adoptó la decidida creencia en un orden metafísico que está más allá de la envoltura fugaz que nos contiene. Por eso volvió siempre sin dejar de residir en nuestro inconsciente colectivo por sus muchos aciertos -dice la maestra Emma Godoy, y sigue:

   -Gabriela carecía por completo de vanidad, y jamás quiso permitirse ni el más insignificante lujo, por eso llevaba en la cintura el cordón de San Francisco.

   Cuando, después de recibir el Premio Nobel, y vuelve a México en dos oportunidades, hasta se avergonzaba cuando le hablaban del Premio: "Eso de Estocolmo", decía, para no nombrar el Nobel. En México, más que en ningún otro país, si acaso sólo en Chile, le renacía la compulsión viajera; cuando no podía cambiar de ciudad cambiaba de hotel, los recorría todos, se le instalaba en una mansión señorial o en una hermosa hacienda. Nada. Iba y venia. "Patiloca" se calificaba a sí misma, y así le decíamos sus amigas en un máximo ejercicio de intimidad: "patiloca". Su última estadía en México fue en 1950. Todos sus amigos fuimos a verla a Veracruz, donde llegó de la manera más inesperada: resultó, entonces, que, viajando Gabriela desde Brasil a Estados Unidos por mar, en el barco se malogró su salud.  Indispuesta frente a costas mexicanas, el Presidente Miguel Alemán, que era su amigo, le decía “Miguelito”, él envió un avión-medico a rescatarla. Ya recuperada, simplemente, decidió quedarse otro tiempo, no corto, entre nosotros.

   Gabriela Mistral en Veracruz, justamente en noviembre de 1950, escribe ella su texto La Palabra Maldita, durante su última residencia en el país: "Después de la carnicería del año 14, la palabra "paz" saltaba de las bocas con un gozo casi eufórico: se había ido del aire el olor más nauseabundo que se conozca: el de la sangre, sea ella de vacunos, sea de insecto pisoteado o sea llamada "noble sangre del hombre".

   La humanidad es una gran amnésica y ya olvidó eso, aunque los muertos cubran hectáreas en el sobrehaz de la desgraciada Europa, la que ha dado casi todo y va en camino, si no de renegar, de comprometer cuanto dio.

   No se trabaja y crea sino en la paz; es una verdad de Perogrullo, pero que se desvanece apenas la tierra pardea de uniformes e hiede a químicas infernales.

   Cuatro cartas llegaron este mes diciendo casi lo mismo. La primera: "Gabriela, me ha hecho mucho daño un solo articulo, uno sólo, que escribí sobre la paz. Cobré en momentos cara sospechosa de agente de sueldo, de hombre   alquilado".

   Le contesto:

   -Yo me conozco ya, amigo mío, eso de la "echada".  Yo también la he sufrido después de veinte años de escribir en un diario, y he de haber escrito allí por mantener la "cuerdecilla de la voz" que nos une con la tierra en que nacimos y que es el segundo cordón umbilical que nos ata a la Madre. Lo que hacen es crear mudos y por allí desesperados. Una empresa subterránea de sofocación trabaja día a día. Y no sólo el periodista honrado debe comerse su lengua delatora o consejera; también el que hace libros ha de tirarlos en un rincón como un objeto vergonzoso si es que el libro no es de mera entretención para los que se aburren, si él enfrenta a la carnicería fabulosa del Noreste.

   Otra carta más: "-Ahora hay un tema maldito, señora, es el de la paz. Puede escribirse sobre cualquier asunto vergonzoso: defender el agio, los toros, la "fiesta brava" que nos exportó la Madre España, y el mercado electoral doblado por la miseria. Pero no se debe escribir sobre la paz: la palabra es corta pero fulmina o tira de bruces, y hay que apartarse del tema vedado como del corto-circuito eléctrico..."

   Y otra carta aun dice: "No tengo ganas de escribir nada. La paz del mundo era "la niña" de mis ojos. Ahora es la guerra el único suelo que nos consienten abonar. Ella es, además, el "santo y seña" del patriotismo. Pero no se apure usted; lo único que quiere el llamado "pueblo bruto" es que los dejen trabajar en paz la mujer y los hijos. Tienen ojos y ven, los pobres. Sólo que de nada les sirve el ojo claro que les está naciendo y hay que oírlos cuando los radios buscan calentar su sangre para llevarlos hacia el matadero fenomenal".

   Y esta última carta: "Desgraciados los que todavía quieren hablar y escribir de eso. Cuídense del mote cualquier día cae encima de ustedes. Es un mote que si no mata estropea la reputación de llenador de cuartillas y a lo menos marca a fuego. A su amigo ya lo miran con ojo bizco, como diría usted. La palabra "paz" es vocablo maldito. Usted se acordará de aquello de "Mi paz os dejo, mi paz os doy". Pero no está de moda Jesucristo, ya no se lleva.  Usted puede llorar. Usted es mujer. Yo no lloro: tengo una vergüenza que me quema la cara. Hemos tenido una "Sociedad de las Naciones" y después unas "Naciones Unidas" para acabar en esta quiebra del hombre. ¿Querrán esos, cerrándonos diarios y revistas, que hablemos como sonámbulos en los rincones y en las esquinas? Yo suelo sorprenderme diciendo como un desvariado el dato con seis cifras de los muertos".

   (Ninguno de mis cuatro corresponsales es comunista)

   Yo tengo poco que agregar a esto. Mandarlo en un "Recado", eso sí. Está muy bien dicho todo lo anterior; se trata de hombres cultos de clase media y estas palabras que no llevan al sesgo de las opiniones acomodaticias o ladinas, estas palabras que arden, son las que comienzan a volar sobre   nuestra América.

   "¡Basta! -decimos- ¡basta de carnicería!"

   Lúcidos están muchos en el Uruguay fiel, en el Chile realista, en la Costa Rica donde mucho se lee. El "error" se va volviendo el "horror".

   Hay palabras que, sofocadas, hablan más, precisamente por el sofoco y el exilio y la de "Paz" está saltando hasta de las gentes sordas o distraídas. Porque, al fin y al cabo, los cristianos extraviados de todas las ramas, desde la católica hasta la cuáquera, tienen que acordarse de pronto, como los desvariados, de que la palabra más insistente en los Evangelios es ella precisamente, este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabrota obscena. Es la palabra por excelencia la que, repetida hace presencia en las Escrituras sacras como una obsesión.

   Hay que seguir voceándola día a día, para que algo del encargo divino flote aunque sea como un pobre corcho sobre la paganía reinante.

   Tengan ustedes coraje, amigos míos. El pacifismo no es la jalea dulzona que algunos creen; el coraje lo pone en nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática. Digámosla cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una "militancia de paz" la cual tiene el aire denso y sucio y vaya purificándolo.

   Sigan ustedes nombrándola contra viento y marea, aunque se queden unos tres años sin amigos.  El repudio es duro, la soledad suele producir algo así como el zumbido de oídos que se siente en bajando a las grutas... o a las catacumbas. No importa, amigos: ¡hay que seguir!"

   En el mismo tono elegiaco, había de escribir su Oración de la maestra, que, desde México pasó a ser patrimonio de canto para todos los maestros de América: "¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra.

   Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.

   Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto.

   Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la protesta que sube de mí cuando me hieren.

   No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de los que enseñé.

   Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía para cuando mis labios no canten más.

   Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada hora por él.

   Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu coro de niños descalzos.

   Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.

   ¡Amigo, acompáñame!, ¡sostenme! Muchas veces no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más cabal y más quemante mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu corazón, el que supo harto de soledad y desamparo.

   Yo sólo buscaré en tu mirada las aprobaciones. Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana.

   Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis menudos dolores.

   Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando!

   Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda.

   Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más oro que las columnas y el oro de las escuelas ricas.

   ¡Y por fin, recuérdame, desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos de costado a costado!"

   ¿Cómo vivió la escritora chilena su última residencia en México? Quien nos lo cuenta es el profesor Rubén Vizcaíno Valencia, Director de Extensión Cultural de la Universidad Autónoma de Baja California, que la conoció entonces y fue su chofer. Con él conversamos en Tijuana, donde cultivé su amistad un tiempo cuando trabajé en la Escuela de Humanidades de la UABCN:

   -Luego del revuelo por su rescate desde alta mar, y luego de ser atendida por el médico que la fue a rescatar en un helicóptero oficial, el Presidente Miguel Alemán, por insinuación del pueblo, la invitó a  quedarse aquí, en el lugar de México que quisiera, durante el  tiempo que dispusiera. Se pensó que seguiría viaje a Nueva York, donde residía, pero no, sin más, accedió a quedarse, y eligió precisamente Veracruz, donde el Gobierno puso a su disposición la residencia oficial en la Playa de Mocambo. Allí trabajé para Gabriela Mistral, durante varias semanas y, absolutamente, por casualidad. En esa época yo vivía en el D.F. Trabajaba de chofer de un poeta refugiado español republicano, Jaime Terradas, que había conocido a la maestra en España. El y su esposa decidieron ir a saludarla a Veracruz y, por supuesto, yo debí manejar. El caso es que, al llegar, ellos tenían muy serias dudas de ser recibidos, porque, directamente, sin aviso, llegamos a la Playa de Mocambo.  Eran como las once de la mañana y, con gran alivio, nos recibió de inmediato. Feliz de ver a los Terradas, aunque ella recibía a quien quisiera verla: simplemente se sentaba en una de las espaciosas salas y, a su alrededor, en otras tantas sillas, diversas gentes. El caso es que la maestra se quejó de que no había quién les hiciera algunos servicios, a ella y sus dos amigas que estaban allí: Palma Guillén y María Dolores Arriaga, a quien la maestra llamaba "Lolita", dos maestras mexicanas de la misma edad de ella, fenomenales, que la acompañaban "oficialmente" por órdenes presidenciales; con ellas se conocían de la época de la Revolución; trabajaban todo el día, entre risas y situaciones geniales. Luego llegó Doris Dana, que no hablaba una gota de español. El caso es que no tenían un chofer para sacarlas del apuro doméstico. Entonces la señora Terradas, ante mi impresión, le dijo: 

   -No se preocupe. Le vamos a solucionar el problema. Aquí tiene a Vizcaíno.

   Y continuó su esposo: -¡Le dejaremos el automóvil y a Vizcaíno! Para que pueda trasladarse más libremente. Acepte, amiga, que ¿me negará usted que no ha necesitado, por ejemplo, algo de la librería o la farmacia?

   Y ella replicó: -Es cierto que pensé en la necesidad de aprovisionarme de cigarrillos...

   Y el poeta Terradas insistía: -Querida Gabriela, acepte, que así tiene a quien enviar de compras y la saque a tomar aire, lejitos de los carros oficiales. ¿Acepta usted?

   Al producirse un instante de silencio, a mi vez, le dije:

   -Con su permiso, maestra, soy persona de confianza, del mismo pueblo donde nació el escritor Juan Rulfo. Puede usted decirme "Vizcaíno". Estoy a sus órdenes. Y le prometo que no le faltarán sus cigarros...

   Y ella dijo: -Bueno, Vizcaíno, si usted es de la tierra de mi amigo Juanito, tiene desde ahora mi completa confianza.

    Así fue como me quedé a su servicio, y lo que, en un comienzo supuse que sería un par de días, duró varias semanas. Fue un tiempo excepcional. Ese mismo día me instalé "prestado" a Gabriela Mistral. Ella, de inmediato me envió por periódicos, por café descafeinado y algunas cosas de la farmacia. Dijo que, desafortunadamente, sus cigarrillos se le habían acabado (fumaba Lucky sin filtro) y no habían en México.  Yo, le comenté:

   "-Pero si aquí en Veracruz hay de todo. Se los traeré". Fue una empresa terrible, porque no encontraba sus cigarrillos en ninguna parte, y recorrí y recorrí buscándolos, hasta que, al final, terminé comprándolos en un barco, de contrabando. La maestra me celebró mucho sus cigarrillos, y digo con orgullo que nació de inmediato entre nosotros una buena relación amistosa. Al otro día, muy temprano, comencé a ser su sirviente, antes de carnaval. Tengo perfecto el recuerdo de su presencia -sigue el profesor Vizcaíno-. Ella era austera consigo misma, cálida con los demás, siempre peinada a lo garcon, con su mirada impregnada como de una sabiduría antigua y poderosa. No comía carnes rojas, sólo frutas y verduras de la estación con alguna carne blanca, y todos los mariscos posibles, en especial abulón al que decía "loco" como lo nombran en Chile. Le gustaba el café, y el sabor del vino dulce. Llegaba mucha gente y ella escuchaba y hablaba en forma incansable; le gustaba contar cuentos y a veces lo hacía hasta altas horas de la madrugada, inundando de magia el oyente, y ella fumando cigarrillo tras cigarrillo; fumaba hasta que ya no le quedaba más que cenizas en sus dedos. Nunca vi que le molestara algo que otro hiciera en su presencia, y sucedían cosas singularísimas por su disposición para recibir, simplemente, a quien llegara. Porque iban innumerables visitas, y a todo mundo recibía. Llegaban jóvenes editores que le pedían poemas para sus revistas estudiantiles, y siempre salían con algo concreto en sus manos. Le traían muchos libros, y todos los hojeaba para luego guardarlos, escrupulosamente, en uno de sus dos baúles antiguos que la acompañaban, de rica madera pintada verde oscuro con su nombre grabado en placas de cobre muy discretas, era todo su equipaje. Y no parecía necesitar más para desenvolverse a la perfección en el mundo. A la finca de Mocambo llegaban a saludarla artistas y políticos, muchos reporteros mexicanos y extranjeros que querían su opinión sobre todo tipo de sucesos. Iban personas anónimas, simplemente del pueblo, con sus hijos: ella tenía la cualidad de calmar, con su sola presencia a los niños, quienes, al verla se sentaban automáticamente a sus pies; solía acurrucar a algún pequeño que luego-luego se dormía. Yo estaba allí cuando llegó a visitarla Diego Rivera, a quien la unía una estrecha amistad. Comenzaron a hablar muy tranquilos y, repentinamente, se enfrascaron en una discusión acerca del mayor indigenismo que se jactaba de poseer uno sobre otro. Ambos eran imagen viva de la cultura indígena de América, y ninguno era, aparentemente, un indio. Por cierto, se notaba que su áspera discusión por ver quién había hecho más por los indígenas era una especie de juego antiguo entre ellos que, a ratos, se hacía más y más duro.

   "Que yo he defendido a los indios en Europa", decía la maestra, "y tú solo los has defendido aquí mismo, en América, ¡qué chiste! ¡Yo he tenido que defenderlos en España!"

   Y Rivera se ufanaba de haber rescatado la historia indígena para el arte moderno. Y la discusión se acaloraba hasta que este dijo: "¡Te reto formalmente a que me demuestres que eres más indígena que yo!"

   "¿Cómo quieres que lo haga?  Respondió ella.

   "¡Así!" -exclamó Rivera. Y acto seguido: se abrió el cinturón, se desfajó los pantalones y enseñó una nalga indicando su mancha lumbar-. "Como sabes, Gabriela, todos los indios tenemos una mancha lumbar. Y aquí está la mía. ¡Ahora muestra la tuya!"

   De inmediato, la maestra estalló en carcajadas, le dio un verdadero ataque de risa.  No dejaba de reír, cuando le tuve que anunciar que había llegado el embajador de Suecia con una comitiva. Fue una situación muy graciosa, porque, durante los momentos que siguieron, ella no soportaba la risa cada vez que miraba a Rivera, que luego se puso muy propio, mientras recibían la flemática conversación diplomática tan circunspecta. La maestra fue muy amiga de Rivera y de Frida Kahlo: ambos llegaron a despedirla la noche de su última estancia en México, así como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, el matrimonio Terrada, Guadalupe Amor y Pablo Neruda, que mantenía un affaire histórico con "Pita", a quien Rivera había pintado desnuda, lo que causaba mucha gracia a la maestra Gabriela... Frida Kahlo estaba radiante, uno se olvidaba que estaba en su silla de ruedas, eran muy bonitas sus facciones e irradiaba gran fortaleza. La despedida de México de la maestra Gabriela fue mágica; yo me vestí muy elegante y ayudado por Palma Guillén les serví la cena que Lolita Arriaga preparó para todos; con el amanecer, cuando fuimos a dejarla al muelle luego de una reunión que se prolongó toda la noche, en que se habló, cantó y practicó, por sobre todo, el arte del buen humor, los que allí estuvimos éramos, sin duda, mejores -nos dice él.  

   Narra el profesor Vizcaíno que la escritora era, en especial, cálida con los jóvenes artistas que llegaban:

   -Cierto día llegó a saludarla un joven poeta. Le llevaba a la maestra un quetzal disecado, detenido con sus patitas en una rama, con su enorme cola, magnífico. Cuando la vio, antes de entrar a la sala en que ella estaba, exclamó con un grito: "¡Divina Maestra!", y abrió los brazos con la intención de correr hacia ella y abrazarla, con tan mala suerte que, al hacer el súbito gesto, pasó a golpear el quetzal contra algo, volando el ave disecada y aterrizando más allá con el ala rota, quebrado... al ver lo que había hecho, el poeta, desconsolado sin más se puso a llorar. Y ella se acercó a él y lo consoló con palmaditas en la cabeza y en la espalda, como a un niño. Y así se estuvo mucho rato con el joven poeta, teniéndolo abrazado, a su lado, consolándolo. Llegaban a verla los maestros de las escuelas rurales cercanas, tal cual ella habla sido. Le pedían innumerables consejos; ella era, treinta años antes de yo conocerla una figura importante para los maestros, estaba convertida en el prototipo del talento educador. Fue ella la sensibilidad preclara de los maestros misioneros. Por decir así, había enseñado a los educadores de la niñez mexicana, en los que había dejado la impronta de su sensibilidad. O sea, su última residencia en México era un acontecimiento, y toda Veracruz se enorgullecía de que eligiera la ciudad para vivir; eso lo pude medir esos días, cuando llegó el carnaval. En Mocambo, Palma y Lolita enseñaban a Doris cómo debía atender a la maestra, los innumerables detalles que ocupan a una secretaria, desde tenerle siempre a mano sus lápices y cuadernos hasta recordarle que debía comer, porque ella era absolutamente despegada de las cosas rutinarias. Lolita cocinaba platos mexicanos, que le encantaban a la maestra. Yo me ocupaba de las puertas, anunciar las visitas, ir de compras y de manejar. De inmediato la maestra Gabriela confió en mí y me hizo, sin dudas, mejor. Ella estaba todo el tiempo escribiendo o corrigiendo lo escrito. No le gustaba escribir en cuarto cerrado: cuando despertaba, lo primero que hacía era ordenar que abriera todas las ventanas y puertas. Y yo así lo hacía. En esos días escribió un texto de su obra mexicana que, en lo personal, me parece fundamental en su labor: "La palabra maldita", su defensa a los intelectuales que, por haber firmado la famosa declaración de Estocolmo contra la "guerra fría", sufrían la persecución de sus gobiernos. En el texto defiende la paz para condenar la ofensiva contra los derechos humanos. No es a una paz abstracta a la que se refiere: habla específicamente de personas que son víctimas de abusos por su posición antibélica, a quienes anima a resistir. Sin embargo, su planteamiento no es estrictamente político, sino ético, humanista, y religioso. Un día las llevé a Jalapa, donde la invitaron unos maestros: para esa ocasión escribió "Inauguración de una Biblioteca Veracruzana", donde dice que una biblioteca es similar a un campo de guerrillas, porque las ideas luchan a todo su gusto. Cuando se inició el carnaval de Veracruz, el Gobernador llegó a invitarla para ver pasar las comparsas, fuimos y terminamos con la maestra muerta de la risa y sin el Gobernador, desfilando en un carro alegórico, junto a Palma, Lolita y Doris Dana.

   Sigue recordando el profesor Vizcaíno: -La maestra Gabriela siempre se veía radiante, a pesar de la severidad con que vestía sin adorno alguno. ¿Sabes que a su edad era aún atractiva? Debió ser bella en su juventud. No era una mujer fea, para nada. Tenía unos ojos preciosos, verdes, y no se veía avejentada; tenía armonía en sus rasgos, en su rostro de tez dorada como el cobre, en sus manos fuertes de campesina, y caminaba muy erguida. Luego que desfilamos en Carnaval, decidió que saliéramos a andar, simplemente, entre la gente que vivía el carnaval, y que en Veracruz es una locura. En la fiesta callejera, se quedaba, a ratos, extasiada viendo cómo se divertía la gente. Alguien le había regalado un gran manojo de globos con helio y ella, en un acto muy gracioso, se los ató a su cinturón. Y no se los quitó: así caminó entre las personas, envuelta en globos. Era impresionante ver cómo, entre el jolgorio popular, todo el mundo le hacia camino naturalmente; todos la reconocían, y de inmediato la aplaudían. En Veracruz, esos días, todos hablaban de ella; era la estrella del carnaval. Gritaban en la calle su nombre al verla pasar, pero nadie la molestaba... la única vez que vi lágrimas en sus ojos fue cuando una comitiva del carnaval llegó a saludarla a Mocambo en una carroza en que iban varias maestras del Estado recitando sus poemas y niños cantando sus rondas, lo que la emocionó mucho. Le gustaba ir al malecón, simplemente a caminar a la orilla del mar. Se quedaba a ratos silenciosa, pero no nostálgica, nunca estaba triste. Siempre se veía entusiasmada, le encantaba escuchar a los demás y jamás se mostraba aburrida. En esos días del carnaval, me dijo que podía salir de noche y que no me preocupara del desayuno.  Al otro día me decía:

   "Dígame Vizcaíno, ¿qué hizo anoche?"

   "Fui a echarme unas cervezas" -respondía.

   "No, pero antes de eso, cuénteme, ¿qué vio?" -decía ella.

   "Fui a caminar" -le respondía. Y seguía preguntando.

   "¿Cómo estaba la alegría de la gente? ¿Conoció a alguien? Porque debió hablar con alguien. ¿Qué dice la gente? ¿Qué conversaron?" Y así seguía. "¿Qué disfraces llamaron su atención? ¿Qué comió?"... y así... yo a veces le contaba historias que ella celebraba con gran regocijo, su risa era muy contagiosa ¿sabes? Era una mujer muy dulce, y su imagen de seriedad absoluta con que se la retrata no corresponde a la realidad. Le gustaba ver de noche los barcos iluminados mecerse en el mar; pero ella se decía "de tierra adentro"; acariciaba los árboles, le gustaban todas las plantas, pero en especial los árboles. En ocasiones las sacaba en el carro y guiados por ella nos enseñaba las calles de los alrededores del puerto; cierto día me pidió enfilar por una gran arboleda, y dijo:

   “¿Saben que en la época de Vasconcelos yo acompañé a los niños de Veracruz para que sembraran estos árboles? En esos años eran sólo una ramita, y ahora ¡qué fuertes están!”  Es cierto que tenía una manera muy bella de ser. Irradiaba esa luz de la sabiduría, creo yo. Tenía otra particularidad: conversaba con varias personas de diversos temas al unísono, concediendo a cada invitado unos minutos antes de seguir conversando otra cosa con otro allí presente, rotando la conversación y volviendo con exactitud al punto en que se había quedado con cada persona, así el tema no tuviese nada que ver con lo que conversaba antes; y, mientras con uno hablaba de pintura, con otro lo hacía de política y luego daba consejos a algún joven... era formidable en ese aspecto. Yo recuerdo haber leído que Napoleón era capaz de dictar seis cartas a seis secretarias distintas al mismo tiempo. La maestra Gabriela era capaz de esa simultaneidad, sin desatender a nadie: mientras hablaba con uno, delicadamente, seguía como hablando con todos con la mirada; ella matizaba sus ideas, los sentimientos, sus juicios con la mirada, era como si las cosas fueran confirmadas por sus ojos, porque siempre transmitía un estado de ánimo positivo. Era muy singular, no se parecía a las mujeres comunes. Nunca daba la apariencia de ser una mujer moderna, ni de ser una mujer liberada; tampoco se percibía la impresión de estar frente a una intelectual; usaba grandes zapatones, de los que se acostumbran para andar en las tierras áridas, tenía sólo dos pares de ellos, iguales, que yo cada mañana le lustraba escrupulosamente; era alta, gruesa, monjil, pero me imagino que como son los monjes orientales: tenía una sencillez de esas en que la sabiduría no despierta escándalo; parecía que apagara la forma con su manera humilde exenta de toda vanidad; no usaba una sola joya, y de maquillaje apenas solía polvearse muy levemente; le gustaban los jabones de sándalo. 

   -Era increíblemente dueña de sí misma -continúa diciéndonos el profesor Rubén Vizcaíno-, eso era lo que te partía... era tan ella misma, con una individualidad que se notaba construida durante una vida de lucha, de reflexión. Se notaba su señorío antiguo, de siempre; algo así era lo que expresaba con su serenidad. Cuando hablaba a un grupo lo hacía siempre reposadamente, de pronto se quedaba con sus ojos semi cerrados durante unos minutos, silenciosa, mientras los demás seguían conversando entre ellos, aunque nunca daba la impresión de estar ausente, sólo se quedaba así, inmóvil, como descansando en sí misma. Nadie se atrevía a perturbarla entonces. En su trato familiar, si se puede decir así, que era el que daba a Palma, Lolita y Doris y me confirió a mí, sin conocerme, lo que me honró, ella jamás se enojaba. Se levantaba muy temprano y, con su cuerpo vuelto al sol, permanecía cada mañana varios minutos con las palmas abiertas al astro, con sus ojos cerrados; desayunaba bien, y luego, todo el día, trabajaba o recibía  gente, sin dar muestras de agotamiento. Su correspondencia cada día era más, y en la noche se daba tiempo para leerla, así como periódicos y revistas de todo el mundo que recibía donde se hablaba de ella, cosa a la que no daba la menor importancia. Siempre estaba atenta a todo lo que ocurría a su alrededor, y era común verla redactando una enérgica nota apoyando una causa injusta en un país lejano. Tenía fuerzas para compartir con todo el mundo. Un día le pregunté que de dónde sacaba tanta energía, y respondió que, "de la Biblia y del sol"; ésta última, dijo, era una práctica budista, religión que ella practicó en su juventud. Narraba que en una ocasión fue recibida por el Papa, y que había estado a solas con él, y que los ojos del Papa, cómo la había visto, esa mirada la devolvió definitivamente al catolicismo. Todos saben que la fuerte intercesión del Papa Pío XII por los indígenas del mundo, se debió a la influencia que éste, a su vez, recibió de la maestra Gabriela, quien fue a Roma especialmente a pedirle por sus "indiecitos". Era famosa en esos días la anécdota que unos pocos años antes ocurrió durante el encuentro que tuvo con el expresidente norteamericano Harry S. Truman, cuando le criticó su decisión de utilizar armas atómicas, preguntándole: “¿Y usted cuando se dejará de jugar a la guerra?”

   Sigue el profesor Vizcaíno: -A mí me hizo leer los "Salmos" de David. Tenía ella a David por el primer poeta de la historia. A veces decía su poesía tal cual se conversa, y era conmovedor oírla, con su voz profunda de mujer. Palma Guillén, a quien dedicó su libro "Lagar", solía imitarla pronunciando muy marcadas las erres, las s, las c, cada frase muy hilada, y ella parecía morirse de la risa. A Palma un día se le ocurrió que había que llevar a la maestra Gabriela en una excursión por las montañas, con la idea de que tomara aire fresco y preparar su corazón para que subiera al Distrito Federal, donde la reclamaban y ella esperaba ir para saludar personalmente a sus amigos y al Presidente Alemán, con quien la unía una cálida amistad y, hasta ese momento, sólo se comunicaban por teléfono. Así que las llevé en el carro, enfilando hacia Jalapa. Al llegar, decidieron pasar a tomar algo al restaurante del Hotel Salmón, pero, al momento de entrar, Palma descubrió al Gobernador que se encontraba allí rodeado de personalidades locales. Le susurró algo a la maestra y ésta, de inmediato, dijo: “¡Vámonos!” Ya en el carro, comentó que se sentía muy comprometida con la amabilidad del Gobernador, pero que a Palma la aburría la oficialidad. Y así era. Palma Guillén era por sí misma una mujer singular; muy ingeniosa; Lolita Arriaga era más sobria, con su propio sentido del humor; ambas eran tratadas por la maestra con suma familiaridad; siempre se veía divertida con ellas. Me hizo parar en una pulquería y compramos mezcal para nosotros y vino dulce para la maestra, quien ordenó que enfiláramos hacia Coatepec, cruzando una cadena montañosa bellísima, sembrada de cítricos, aguacate y mango, pidió que le comprara mangos muy maduros y así lo hice, comiéndolos ella de inmediato; decía que uno de los mejores sabores que existían era el del mango con vino dulce. Coatepec tiene sus calles empedradas, con sus casas amuralladas de rosas. En el pueblo había trabajado ella décadas antes junto a los Maestros, y estaba encantada de volver. Indicó que la llevara a una casa de antiguos amigos suyos. Cuando la maestra Gabriela fue anunciada, salió a recibirla una familia numerosísima, estaban todos emocionados por la sorpresiva visita; la tocaban y la besaban. Esta familia exportaba orquídeas y gardenias a USA. Tenían una casa gigantesca. En un invernadero vimos racimos y racimos de orquídeas, de innumerables variedades. Ella se perdió entre las flores, que acariciaba con enorme dulzura, rozándolas con su rostro; se convirtió como en un niño, y Doris debió guiarla para que saliera del bosque de orquídeas. Los anfitriones nos siguieron conduciendo y vimos que había guajolotes reales, faisanes bellísimos, gallinas enanas de Oceanía, jaulas enormes con pájaros exóticos, unos venados; era un pequeño zoológico. Todos admirábamos lo que veíamos cuando, en una fracción de segundo, irrumpió el rugido espantoso de un puma que se abalanzó desde dentro de su jaula, justo al lado de la maestra Gabriela: ella dio un salto enorme, literalmente se elevó por los aires, fue espectacular; el rugido del puma la asustó de tal manera que la hizo, en verdad, volar. Impresionados la miramos cómo, al instante, le vino uno de sus ataques de risa con que enfrentaba las situaciones inesperadas, risa que contagiaba a todos. Luego, comentando en el auto, nos preocupamos porque se suponía que ella estaba en recuperación, pero lo había tomado de la mejor forma y nos tranquilizaba, mientras recordaba entre risas; estar con ella era un jolgorio. De vuelta, las llevé a un sitio a cenar, en Veracruz, donde se nos acercaron unos músicos y todos cantamos canciones mexicanas en que predomina ese sentido de irrespetuosidad a la muerte, que la maestra Gabriela festejaba mucho. Le cantábamos a viva voz y ella a ratos se nos unía, contentísima. Ella en absoluto tenía miedo a la muerte, y, en eso, era muy mexicana; ese desenfado libre de ataduras con el más allá con que se movió por la vida fue lo que la acercó tanto al alma de mis paisanos, porque Gabriela era una súper estrella en México veinte años antes de recibir el Premio Nobel.  Aquí pasó por los lugares igual que un tren: despertando a las gentes -nos dijo su honorable chofer en México.
   En esta última residencia de la Nobel, también vivía en México el autor de "Doña Bárbara", el escritor venezolano Rómulo Gallegos, que solía visitarla. ¿Cómo la vio él? Para Gallegos, ella era "mujer de decorosa existencia". Escribió: "Su patria le rindió el debido honor y  asimismo se le tributó un cargo diplomático remunerado, laudable caso, bien poco frecuente, procurándole decorosa y sosegada existencia, y Gabriela desempeñó con elegancia y espíritu de selección, su misión de embajadora de la cultura chilena, dondequiera que el paso, un poco trotamundos, por tiempos, se le detuviera.  Yo no olvidaré nunca las exquisitas horas que en su noble presencia pasé aquí en México, donde ella siempre volvía".

Fin Segunda de Tres Partes.
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© Waldemar Verdugo Fuentes.